La calle del Obispo marcó el pulso comercial, cosmopolita y culto de La Habana, tanto en tiempos de la colonia. Como después. Hasta que el barbudo peso de las botas negras. El uniforme verde caimán. Y la pistola al cinto. Empezaron a destruir lo que la Revolución consideraba gustos [y gastos] burgueses capaces de poner en peligro las imperativas reglas que le han arrebatado a Cuba la felicidad en los últimos 70 años. Hay quien dice que la del Obispo fue la segunda vía más importante tras Muralla, que ganaba a todas porque se llamó al comienzo Calle Real. Y es muy posible que así fuera, pero en tiempos de casaca, chupa y calzón. O de peto y basquiña. Considerada en entre siglos la Old Bond Street habanera, su recreación en sepia nos introduce en una calle estrecha en donde las lonas de los toldos de cada comercio -alineados y desplegados uno tras otro- repelen la acción del sol. Y crean un pasillo de sombra que debilita el calor extremo, permitiendo así el murmullo entre sus transeúntes, más bullicioso aún cuando sopla la brisa marina. Abanicos de Suárez, años después The Lace Stores. La farmacia de Jhonson, hoy mitad museo, mitad botica. Tejidos de tweed, dril y cambray, del vecino Bazar Inglés, siempre allí Pepín Cuesta, acérrimo taurino. Sombreros importados de paja toquilla –jipi o gamber-, fedoras de Nueva York, boinas tolosanas y los primeros canotieres, Díaz Quirós y Cía los distribuye. Y una bota de jerez pálido, media de amontillado y cuatro cajas de cognac español, en recuerdo del jerezano Alvaro González Gordón y su esposa Nena Velasco Sarrá, gentil pareja de la sociality local. La calle del Obispo suma once cuadras, que discurren desde Montserrate, donde El Floridita, a la plaza de Armas, donde el Palacio de los Capitanes Generales. O de los Gobernadores, Weiler, Blanco y Jiménez Castellanos. Brooke, Wood y Magoon. En la recta final de la colonia, los toreros Mazantini. Hermosilla. Y EL Marinero, de la dinastía Ortega, paseaban en calesas llevadas por cocheros negros vestidos de librea. Mientras que a pie lo hacían el polifacético Federico Villoch [1868-1954], el Lope de Vega cubano, y el poeta Julián del Casal [1863-1893], siempre en distendida conversación, pues eran grandes amigos. Buenos días, buenas tardes, trasládele mis respetos a su esposa, saludaban durante el paseo. Como si fuera ayer, palpamos el trajín cotidiano, reservado cada tarde de domingo [o festivo] para militares sin graduación en busca de domésticas sonrisas, rayadillo sobre piel mulata, rayadillo sobre piel negra. Y cerramos los ojos para contemplar el paso en berlina del escritor José María Eça de Queiroz [1845-1900], a la sazón cónsul portugués. O la calesa de la familia Arizti, con la joven pianista Cecilia [1856-1930] a bordo, recién desembarcada del Saratoga procedente de Nueva York. E incluso al multimillonario Enrique Conill Rafeces [1878-1966], quinta fortuna del país, al volante del primer mercedes [Simplex, 40 HP, año 1903] ] que llegó a la isla. Sobre aquellos adoquines circularon tiempo atrás ligeros quitrines con elegantes damas luciendo sombrillas de encaje blanco. Y en aquellas esquinas -durante más de cien años- hubo voces mañaneras que anunciaban Diario de la Marina, el decano de la isla. Corren ríos de tintas cuando entra Cánovas. Y marcha Sagasta. O cuando arriba a puerto Sabas Marín. Y zarpa Martínez Campo. Cuba española, Cuba intervenida, Cuba republicana, un pie en Nueva York, otro en cualquier lugar de España, labores de tabaco, azúcar de ingenio. Estrada Palma [Tomás, 1877-1908] fue su primer presidente constitucional. Y le siguieron Gómez y García Menocal, Zayas y Machado. Después llegaron Céspedes, los sargentos y Fulgencio Batista. Fidel, Fidel, Fidel. Máximo Stein, metro al cuello, ultima en su satrería un smoking de verano. Un grupo de niños se detiene ante el escaparate de golosinas de la dulcería El Ángel, frente al Instituto, cerca ya de los títeres de Soler. Distinguidas señoritas entran y salen del Colegio francés. Y Anselmo López afina un piano en su tienda de música mientras Madame Pouchau renueva el vestuario de los maniquíes que va a exponer en vitrina. Todavía no se ha construido el Hotel Ambos Mundos [1925], el preferido de Hemingway [Ernest]. Y tampoco existe el coqueto café La Lluvia de Oro [1940], restaurado hace unos años por la Oficina del Historiador como reclamo turístico de una ciudad hoy sin apenas memoria. Dios te salve [con reservas], apreciado Eusebio Leal Spengler. La del Obispo fue también calle de libreros, editores, correctores, tipógrafos, periodistas y literatos. Y de cafés de renombre en animadas tertulias. Llegó a reunir más de diez librerías, de las que apenas sobreviven dos, La Moderna Poesía y La Victoria, cuyos estantes destilan polvo, desgana y burocracia. Poca literatura. Y mucha mitomanía revolucionaria. Calle del Obispo, aquí la pastelería Dubic. Allá el Palais Royal. Y todavía, la Columnata Egipciana, otrora la mejor fuente de sodas de La Habana, hoy una tetería a la que acuden turistas de playera y pantalón corto con los pesos [convertibles] contados. “A pesar de haberse introducido en la ciudad muchos carruajes europeos como victorias, coches o tílburis, todavía domina el gusto por el quitrín o volanta, que es un carruaje cómodo, de dos asientos, montado sobre sopandas en dos grandes ruedas y tirado por un caballo en que va montado el calesero” [De la serie Cuaderno Emérito].
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Cita literaria: La Habana a mediados del Siglo XIX. Memorias de Antonio de las Barras y Prado. Ilustración: El quitrín (plagio del grabado original de Mialhe), del Album Pintoresco de La Habana II, impreso por la Casa Storch&Kramer, de Berlín.