Isla de Gore

La chalupa a la isla de Gore zarpa a las once en punto. Todavía no ha comenzado la estación de lluvias en Senegal, aunque este lunes ha amanecido húmedo en Dakar. Y con temperaturas que, al rayar el mediodía, se presentan altamente calurosas. En cubierta viajan grupos de jóvenes escolares de uniforme instruidos para la corta travesía que por mar les depara. Y en la cabina de pasajeros toman ordenado asiento ancianos y mayores que buscan así un lugar protegido de sol receptor de bocanadas de brisa marina. En el puerto de Dakar, buques de matrícula palermitana de la naviera Grimaldi efectúan trabajos de carga y descarga. Mientras el transbordador a Zinguinchor -línea de triste recuerdo (1)- permanece amarrado en espera de partir al atardecer. Para ya al día siguiente remontar el río Casamanza tras dejar atras las costas de Gambia. La isla de Gore se encuentra a menos de dos millas de tierra firme, justo frente a la dársena portuaria. Es un lugar silencioso al que dan sombra cocoteros y otros árboles autóctonos. Cuelgan buganvillas. Y crecen plantas silvestres. En una primera impresión parece un poblado colonial similar a los que construían los portugueses en sus antiguas posesiones de África. Está amparado por un castillo que descansa sobre un antiguo baluarte conocido siglos atrás como Fort Saint-Mitchel. Y desde el que asoma una batería con dos enormes cañones que permanecen aquí desde la Segunda Guerra cuando la Francia de Vichy y la que respiraba libre combatían entre sí. Un segundo baluarte, ya en el extremo norte de la isla y de nombre Fort d’Estrées (por el vicealmirante francés que arrebató la isla a los holandeses en 1677), completa el viejo sistema defensivo de este enclave de 43 acres de tierra. Y que también cumplía la misión de proteger de eventuales ataques al puerto de Dakar. En tiempos de navegación a vela. E incluso después. Gore fue descubierta en 1444 por el capitán portugués Denis Dias, explorador a las órdenes de Enrique el Navegante. Pero después los holandeses se apoderaron de la isla. Y le dieron en 1617 su actual nombre al llamarla Goede Reede, La Rada buena. Tras el asalto del vicealmirante D’Estreés, permaneció bajo dominación francesa durante siglo y medio, lo que no impidió ser apetecida por otros. Entre ellos los ingleses. Y más allá de su posición estratégica, no sólo representa hoy un símbolo en África sino un triste recuerdo del desolado pasado de este continente pues desde aquí partieron veinte millones de nativos para ser vendidos como esclavos en las nuevas colonias americanas. Dejando atrás a sus familias, sus costumbres tribales y la tierra sagrada de sus antepasados. Fueron forzados a viajar entre grilletes y cadenas en lúgubres bodegas de buques negreros para ser sometidos a subasta en plaza pública por apenas unas guineas de oro. Muchos morían en la travesía. Otros eran arrojados vivos al mar para aligerar la carga. Y los que llegaban al Nuevo Mundo se encontraban ante una vida cruel e inhumana con trabajos de sol a sol y de sumisa obediencia al látigo del hombre blanco. Fue así durante siglos. Porque a inicios del XVII ya habían sido trasladados a las que serían después grandes plantaciones de algodón, ingenios de azúcar y haciendas de labranza de América y el Caribe más de 900.000 esclavos. A los que seguirían otros tres millones en esa misma centuria. La chalupa va alejándose del puerto de Dakar desprendiendo una estela de vapor de gasóleo que el remolino provocado por el rotor de la hélice convierte en momentánea filigrana. Un gendarme se preocupa desde la escalerilla de proa de que nadie asome su cabeza al mar. Y que ningún travieso escolar de los que viajan en grupo altere con inconsciencias de infantes el sosiego que reina en cubierta. Sobre la silueta ya alejada de Dakar emerge hacia los cielos el alminar de su Gran Mezquita. Alá akbar, se oye entonar al almúedano en su llamada a la oración. Grandes canoas a todo motor de pescadores lebu se cruzan en lenta navegación. Unos de regreso ya a puerto. Y otros aún a mitad de faena ansiosos sus tripulantes de completar la suerte. Los esclavos eran capturados por los europeos –holandeses, ingleses, franceses, portugueses y españoles- mediante batidas en las regiones más al interior del continente. Con la diestra maña de bereberes norteafricanos. Y en complicidad con tribus dadas a la traición. Que no reparaban en contemplar como sus propios hermanos eran arrancados violentamente de la tierra en un viaje a lo desconocido que, en el mejor de los casos, les condenaría de por vida a la esclavitud. Y, en el peor, a la muerte. La isla de Gore es un espacio de respeto. Declarado Patrimonio de la Humanidad. Y en su poblado se conservan intactas 39 antiguas casas de esclavos, si bien sólo una (de color rojizo y restaurada ex profeso) es mostrada al visitante para que la memoria del hombre mantenga imborrable por los siglos de los siglos lo que jamás debió ocurrir entre ellos por ser únicamente diferentes en cuanto a color de piel.

DAKAR222Los negreros seleccionaban a sus presas en función de la fortaleza física, salud y juventud de cada individuo. Y en lo que respecta a la mujer, por su lozanía, facilidad de procrear y capacidad de nutrición. Marcaban en su piel un hierro candente como si fueran cabezas de ganado. Y los sujetaban de pies y manos con grilletes extendiéndoles cadenas por todo el cuerpo. Cautivos primeros, vendidos en trata después y esclavos de por vida, sólo les quedaba acatar destino o rebelarse frente a éste, difícil y arriesgada elección la última. Porque eran fácilmente capturados y sometidos a brutales castigos. Es ahí cuando nace el cimarrón, el hombre salvaje que se refugia en la montaña. Y también los palenques, cumbés o quilombos, comunidades de esclavos en fuga que se organizaban en terrenos de difícil acceso para el hombre blanco. Como el que lideró en Brasil el malogrado rey Zumbi, de nombre Francisco Zumbi dos Palmares, último líder de un reducto en resistencia que permaneció libre durante cien años. En la casa de esclavos de Gore, ciegos y minúsculos habitáculos van mostrando como eran seleccionados hombres, mujeres y niños antes de ser embarcados en botes con destino a las bodegas de los veleros que fondeaban frente a la isla. Los hombres no debían de pesar menos de 60 kilos. Y si no los alcanzaban, eran introducidos en oscuras celdas de engorde hasta completar las exigencias de la balanza. Los niños eran alejados de sus madres en lugares insonoros para evitar que sus llantos las soliviantaran. Y no les acarrearan sufrimientos añadidos que pudiesen ser nocivos para la salud. También existían celdas de castigo. Desde una balconada, con doble escalera de acceso, los tratantes ajustaban precios. Y, mediante un estrecho pasillo con muros de estuco y ladrillo, que conduce al mar, llamado desde entonces la puerta de donde no se regresa, estos africanos iniciaban un viaje sin retorno para el que no se les permitía mirar hacia atrás. Aunque, siempre en el recuerdo, les quedaría la frondosa copa del baobab, árbol sagrado africano, junto al que nacieron, y crecieron, libres. Las dependencias superiores de la casa de esclavos eran utilizadas como viviendas por los tratantes y sus familias. Todavía en la memoria que por tradición oral se trasladan los senegaleses, y en particular los de la ciudad de San Luis, permanece como referencia una de las  sociedades esclavistas más importantes de la época. La compuesta por las familias bordelesesas Maurel&Prom, comerciantes que, tras la abolición de la esclavitud, diversificaron sus negocios llegando a ser grandes banqueros y comerciantes a lo largo África y América Latina. Todavía en San Luis se puede observar la casa colonial que ocupaba esta compañía, en cuyos bajos se conservan intactas las celdas destinadas a los esclavos, con ridículas rejas de ventilación e iluminación que dan a la calle. Y todavía el nombre de la firma Maurel&Prom campea por el mundo, ahora dedicada a los negocios de petróleo y gas pero con distinta propiedad. En España, y en relación con la isla de Cuba, también se prodigó el tráfico de esclavos. Muchas de las grandes fortunas que han llegado a nuestros días tienen su origen en la trata, si bien cuando la historia no conviene, y no se quiere que registrada quede, tiende a ser borrada o manipulada. La novela El Negrero, publicada en 1933 por el periodista cubano de orígen gallego Lino Novás, es toda una referencia de lo que fueron aquellas prácticas. Y su principal personaje en la ficción es el mañlagueño Pedro Blanco Fernández de Trava, hijo de marinero y de dama de alta alcurnia. Que trepó sin piedad hasta hacerse con una importante casa de esclavos, creando una factoría en Sierra Leona y erigiendo en sus costas un palacio con harén. Pero a este andaluz de alma negra nunca le sonrío el lado blanco, y humano, conque suele agraciar de vez en cuando la vida cuando la conciencia permanece tranquila.

Paseo por la isla de Gore entre estos recuerdos. Y algunos otros que prefiero silenciar. Un joven que porta un termo al hombro distribuye té por apenas cien francos confederados. No me resulta cómodo visitar esta casa de esclavos perfectamente conservada tras su restauración en 1990. Y que inauguraron casi de inmediato Elizabeth Diuf y Danielle Miterrand, primeras damas entonces de Senegal y Francia. Cada habitáculo daba cabida a quince esclavos. E incluso a más. En unas vitrinas se exponen los grilletes de pies y manos, las cadenas que giraban alrededor del cuello extendiéndose por todo el cuerpo, bolas de hierro de diez kilos de peso, un conjunto de balanzas y los fusiles que empleaban los negreros para disuadir cualquier conato de rebelión. La celda de engorde advierte que allí eran recluidos los inaptes temporaires. Ya afuera de esta casa rojiza, un conjunto escultórico representa a una pareja de esclavos rompiendo sus cadenas sobre un tambor africano, él con su mirada puesta en el cielo. Y ella, abierta de brazos. Es una contribución que en 2002 realizó a esta isla el gobierno de La Guadalupe, departamento de Ultramar francés. Y cuyos autores -los artistas Jean y Christian Moisa– son descendientes de esclavos. La chalupa que me ha traido desde el puerto de Dakar permenece aún en el muelle de atraque. Quedan unos minutos para que levante amarras. Me ha dado tiempo a visitar la modesta iglesia de San Carlos Borromeo -sobrino del pontífice Pío IV-, contemplar el viejo ayuntamiento y avistar de lejos la mezquita. Un enorme baobad de larga sombra se erige en solitario en una plaza de tierra sin batir. Los dos fuertes defensivos otorgan poder a la isla. Los restaurantes turísticos se presentan vacíos. Y las tiendas de regalos y recuerdos apenas generan actividad. Los escolares que me ha acompañaron en la ida se han introducido entre los cocoteros en busca de acampada. Al frente van sus profesores. Y en la retaguardia portadores que trasladan packs de botellas de agua potable, recipientes con alimentos y cocinas de barbacoa. Ya en la chalupa, ocupo una plaza en popa desde donde sólo distingo a babor el Fuerte D’Estrées. Y a proa, la silueta de Dakar. Puedo mirar hacia atrás, pero prefiero no hacerlo. Francisco Zumbi, el rey Zumbi, nació libre en el quilombo brasileño de Palmares, cerca de Pernambuco, a mediados del siglo XVII. Cuando tenía seis años fue capturado por esclavistas portugueses, pero a los quince pudo escapar a la tierra en que nació convirtiéndose muy pronto en líder y estratega militar de su comuna. Peleó contra los colonos. Y se mostró siempre rebelde. El gobernador de Pernambuco proyectó su captura. Herido en un asalto, pudo huir. Pero fue traicionado por uno de sus compañeros, el antiguo esclavo Antonio Soares. Murió en una emboscada. Y los portugueses cortaron su cabeza, la salaron y la expusieron en Recife en plaza pública para acabar con ciertas creencias que le declaraban inmortal. Zumbi es hoy día simbolo de resistencia entre las clases populares brasileñas. Y el aniversario de su muerte -un 20 de noviembre de 1695- ha sido declarado día de la Conciencia Negra. La chalupa acaba de enfilar la dársena del puerto de Dakar. En donde prosigue sus trabajos de carga y descarga el buque de la naviera Grimaldi. Y en espera de zarpar el transbordador a Zinguinchor. El alminar de la Gran Mezquita luce esplendorosos azulejos en verde que emiten destellos sobre la ciudad. Siento ya el ruido urbano. Y el olor a fruta fresca. Luce un sol radiante. Y el calor ataca con ferocidad el espacio abierto. Por fin, de nuevo en tierra libre. ¡Yabambó, yabambé!/ Repica el congo solongo, repica el negro bien negro;/ congo solongo del Congo/ baila yambó sobre un pie (Canto Negro, de Nicolás Guillén).

(1) Un ferry de la línea Dakar-Zinguinchor-Dakar naufragó el 26 de septiembre de 2002 provocando la muerte de alrededor de 2.000 personas. El buque era propiedad del Estado senegalés y sólo tenía permitida capacidad para 600 pasajeros.

 

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