[Cruce de aguas]

Es mediodía. Y la canoa arriba a la ranchería de La Mojarra descendiendo el río, además de otras corrientes tributarias. Luce espléndido bajo la sombra en este cruce de aguas que vierte en la albufera de Alvarado, Veracruz de Ignacio de la Llave. Ha amainado el viento del norte, aunque el sol castiga con dureza el humedal, sin que por eso decolore el verde laberinto que conforma su paisaje. La Mojarra es un poblado que vive del río, del manglar. No pasa de 150 personas, distribuidas en dos únicas familias: Los Valencia. Y los Mendiola. Pescadores de jaibas, camarones, robalos grandes, robalos chicos [chucumites]. Desde el amanecer faenan en sus canoas y lanchas, alternando la red con el retel, las jaiberas. Mientras los viejos del lugar se refugian bajo las palmas para hablar de sus cosas, de sus tiempos. Y las mujeres cotorrean en los fogones, unas desescamando el pescado, otras preparando chipachole [sopa de crustáceos]. También secando chipotles, moliendo piloncillos, aderezando salsas. Ni el murmullo ni el fuego quiebran la mansedumbre de estas aguas. Quizás los decibelios que emite un minicomponente a todo volumen, a cuyo lado una adolescente [una Valencia de reciente generación] seca al sol su negro pelo recién lavado atrapada por la Banda Machos. Cuya música instrumental anima a sentir con el corazón: “Un indio quiere llorar/ sus lagrimas casi brotan/ herido del corazón/ el no la puede olvidar/ y su tristeza me mata/ porque ese indio soy yo”. En 1986 un pescador extrajo de estas aguas una piedra de basalto de tres toneladas de peso con inscripciones de tres culturas. Zapoteca. Teotihuacana. Y maya. La bautizaron como La Estela de la Mojarra, pero los lugareños le llaman El Indio. Pues su cara principal representa en bajorrelieve a un supuesto guerrero o dignatario de misterioso atuendo, lo que en un principio levantó dudas sobre su autenticidad. Que se vieron alimentadas después por la manera en que fue labrada la piedra y por el posible lenguaje silábico logográfico que contiene, en suma escrituras [437 glifos agrupados en 21 columnas], de las que no se tenían constancia en las culturas mesoamericanas hasta el hallazgo. De hecho, la estela permaneció sin ser expuesta en el Museo de Xalapa los tres primeros años, pero el cotejo posterior con una pieza procedente de Monte Albán con ciertas similitudes permitió que fuera desempolvada. Y rehabilitada como tesoro arqueológico. Los Valencia. Y los Mendiola. No tienen dudas. La Mojarra suma ya 1.200 años como ranchería. Y la memoria se transmite de padres a hijos, mitología incluida.  “El Indio no estaba solo”, sostiene un Mendiola mostrando seguridad. “Tarde o temprano aparecerá La India”, apura un Valencia presagiando la buena nueva. La canoa se prepara para remontar el río rumbo a Tlacotalpan. 25 minutos a motor sobre estas aguas por las que discurren leyendas. Y misterios. Suficiente tiempo también para soñar. Podría tratarse de Chaac, el dios maya del agua. O, tal vez, del voraz Cipactli, mitad serpiente, mitad cocodrilo. El monstruo marino que mató Quetzalcoalt para crear la tierra. Pero de ninguna manera El Indio que canta la Banda Machos, pues este se fue a la ciudad, en donde “se enamoró de una dama, /de esas de la sociedad, /que tienen hielo en el alma”.

 

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