Estoy sentado en el Café de La Parroquia. Frente al puerto de Veracruz. Toca la marimba Reyna, cuyos cuatro componentes visten como monosabios. Camisa roja y pantalón blanco. Son cerca de las nueve de la noche. Y comparto mesa con mi querida amiga Marlén Pérez, periodista dedicada ahora a la docencia universitaria. Después de un grato viaje por el sureste veracruzano. Para recorrer la desembocadura del río Papaloapan hasta ascender a Tlacotalpan. Que es una ciudad mágica entre cocoteros que en nahualt significa en medio de la tierra. Y que cada año renueva los colores de sus casas para parecer siempre distinta. Veracruz amaneció luminosa, pero con el cielo emborregado. Que es como dicen aquí cuando el azul se empasta de nubes que forman acuarelas blancas. Pero ahora luce una noche estrellada. Con mar en calma que permite la entrada de brisas que rebajan el calor heredado del día. En los muros de La Parroquia luce una impresionante fotografía de 1925 del vapor Reina María Cristina desembarcando pasaje y carga general, en parte cajas de brandys (entonces cognacs) jerezanos. Este buque perteneció a la Compañía Trasatlántica. Y llegaba a Veracruz mensualmente desde el sur de España, con escalas previa en La Habana y Puerto Progreso. Veracruz es una ciudad marítima, puerta migratoria de España hacia México. Igual que existen recuerdos del paso del exilio republicano, también los hay de quienes llegaron hasta aquí en busca de fortuna. Y al calor de la colonia española. Que devolvió la acogida contribuyendo al realce mercantil de la ciudad en el tránsito del siglo XIX al XX. Desde 2009 (y por iniciativa del que fuera gobernador Fidel Herrera) existe en el malecón un monumento al emigrante español. Está cerca de otro levantado en recuerdo del explorador Humboldt. Que no fue emigrante, pero si recorrió en profundidad México y España. Confieso que soy un sentimental cuando paseo por Veracruz. Además de frecuentar La Parroquia, me gusta visitar el Círculo Mercantil Español, en la calle Gutiérrez Zamora. Que está emplazado en un solemne edificio inaugurado en 1864, año en que fue coronado emperador de México el archiduque Maximiliano de Habsburgo. También suelo desplazarme a Boca del Río, donde se encuentra anclado el cañonero Guanajuato (C-07). Que fue construido en El Ferrol durante la II República en el marco de un contrato naval entre España y México que permitió solucionar con trabajo la conflictividad que se larvaba en aquellos años en los los astilleros españoles. Fueron quince unidades, pero la entrega se quedó en catorce como consecuencia de la Guerra Civil. Y los pagos que restaban se efectuaron exclusivamente al Gobierno republicano en guerra. Ya en especies: trigo, sorgo, garbanzo, frijol y café. Que eran necesidades básicas. El Guanajuato estuvo en activo hasta 2001. Y ahora es un museo flotante de la Armada Mexicana.
Veracruz fue cabecera de la base naval del Golfo de México hasta hace unos años. En que la Marina decidió trasladar el mando a Tuxpan. Aquí quedaron instalaciones mínimas, lo que rebajó sobremanera la presencia de uniformes y birretes (dixie caps) blancos por el malecón y las calles que acceden al zócalo. Que es el centro colonial de la ciudad. Y el escenario de sus celebraciones más festivas. Ahora la Marina ha vuelto a las calles del puerto, pero en unidades motorizadas con cascos y uniformes azules (y de camuflaje) para combatir al crimen organizado. Puesto que Veracruz es hoy uno de los estados más castigados por los temibles (y sanguinarios) Zetas. Es tradición en La Parroquia llamar al mesero (camarero) con el tintineo que produce el roce de la cucharilla con la taza de café. Pero de repente se produce silencio. Un convoy militar fuertemente armado pasa junto al establecimiento camino del malecón. La marinería enfunda chalecos antibalas y se oculta en pasamontañas mientras apunta con sus armas a ambos lados de la calle. La marimba Reyna -camisa roja y pantalón blanco- contempla el paso de los vehículos con pavor, pero sigue tocando. Porque la música en Veracruz nunca cesa. Fue precisamente en Tlacotalpan donde nació el compositor Agustín Lara, a quien llamaban El Flaco (de Oro). Lara compuso Granada (1932) veintidós años antes de viajar por primera vez a España. E incluso el chotis Madrid (1948) sin conocer tampoco la capital. Cuando llegues a Madrid, chulona mía,/ voy a hacerte emperatriz de Lavapiés/ y alfombrarte con claveles la Gran Vía/ y bañarte con vinillo de Jerez. Recientemente a alguien se le ocurrió insinuar (que no afirmar) que Lara había plagiado Madrid del maestro Rafael Oropesa, exiliado republicano en México y coautor del pasodoble Chiclanera. Y entonces los escritores Guadalupe Loaeza y Pável Granados -biógrafos del compositor- salieron en acalorada defensa de la mexicanidad de este chotis castizo. Restituyéndole inmediatamente el honor a Lara. Que nunca lo había perdido. Porque después nadie se hizo responsable de haber prendido la mecha de la polémica. Y el asunto quedó reducido a un chascarrillo que al parecer circulaba en los años 50 entre miembros del exilio republicano. Lo que ocurre es que Lara -que se había unido a la Revolución en 1917 y había presenciado fusilamientos de cristeros– nada más llegar a Madrid en 1954 se dejó agasajar por Franco, que era un entusiasta de sus composiciones. No en vano en 1942 compuso una jota que llamó Españolerías. Y todo coqueteo de México hacia la España no reconocida oficialmente levantaba ampollas entre la colonia republicana. Puesto que en este este país radicaba la sede del Gobierno en el exilio. Y las nostalgias eran conducidas con disciplina militar, salvo en el caso del torero Manolete. Icono entonces de la España popular. Cuyo retrato se introdujo rapidamente en los hogares republicanos acompañando al de Azaña. Después de debutar en 1945 en el coso de la calle de Insurgentes. Y hacerse amigo de Indalecio Prieto, que lo invitó a compartir un cocido en su casa mexicana en víspera de su primera corrida en la capital.
En 1933 Agustín Lara conoció en el Hotel Diligencias de Veracruz a Tobías Carbajal Rivera, que poseía en Tlacotalpan una cantina llamada El Encanto. El bueno de Tobías empezó a cartearse con El Flaco. Y éste -que dejó su ciudad natal a los seis años- sintió por él un cariño especial. Hasta que en 1965 viajó a Tlacotalpan atraído por la ciudad donde dio sus primeros pasos. Tobías le presentó a sus siete hijos de corta edad, que correteaban por los alrededores del establecimiento. Y Lara, en un ejercicio de ingenio y extraordinario humor, rebautizó la cantina con el nombre de Blancanieves. Desde entonces este local es el santuario de Agustín Lara en México. Fallecido su propietario, ahora rige la cantina el único varón de aquellos siete infantes. Tobías Carbajal Domínguez. Con quien Marlén y yo hemos echado el día. Probando sus famosos toritos en su versión más veracruzana (alcohol de caña, leche y cacahuate), escuchando anécdotas de Lara y contemplando el sinfín de objetos que atesora el local, desde piezas del Bar Chicote a cartas remitidas por Nixon o Konrad Adenauer, pués el viejo Tobías sentía pasión por la correspondencia. Todo un personaje, que tampoco conocía España pero que de oidas sabía todo de ella. Tlacotalpan está bañada por el río Papaloapan, que en nahualt significa lugar de mariposas. Es uno de los ríos más caudaloso del país. Y desemboca en Alvarado (Golfo de México), ciudad camaronera y de enorme belleza paisajística por su laguna salobre. Tlacotalpan es patrimonio de la humanidad por la Unesco, pero la doble crecida del río en 2010 situó las aguas a la altura del mostrador de la cantina Blancanieves. Causando graves daños y estropeando su encanto. Fue reconstruido en meses. Y hoy el caserío colonial luce su tradicional colorido, incorporando a su patrimonio indicativos de hasta donde llegaron las aguas. De los siete hermanos Carbajal sólo quedan seis. Y de las cinco mujeres, dos de ellas –Elvia y Claraluz– regentan una dulcería, pués los Carbajal arrastran también tradición confitera. Mostachones, regañaditas, dulces de leche y tortas de almendras son nombres que han sobrevivido a los tiempos desde la colonia. En esta ciudad también dio sus primeros pasos el almirante Juan Bautista Topete y Carballo, hijo de tlacotalpeña e inductor de La Gloriosa. El pronunciamiento revolucionario que destronó a Isabel II en 1868. Y también por aquí en 1518 navegó pacificamente (y remontando el río) el capitán Pedro de Alvarado, precursor de Cortés, a quien los indios llamaron Tantiuh (El Sol) por sus barbas y cabellos rubios. Cada 2 de febrero, Tlacotalpan celebra las fiestas de la Candelaria. Que comprenden encierros, para los que se emplean seis reses de la raza cebú que cruzan el rio desde las rancherías vecinas arrastradas por barcas. El cielo ha permanecido todo el día emborregado. Aunque el sol nunca perdió su compostura. En los humedales próximos a Tlacotalpan sobrevuelan gavilanes pescadores, jacamas norteñas y garcetas tricolor. Y en el puente de Alvarado, la Marina controla uno a uno el paso de vehículos fuertemente armada. Mientras que entre Arbolillo y Camaronera, a mitad de camino hacia Veracruz, grupos de muchachos salen a la carretera 180 vendiendo doradas de coco (obleas) coincidiendo con la caída de la tarde. La música en Veracruz nunca cesa. Y la marimba Reyna –camisa roja y pantalón blanco- continúa amenizando esta noche cálida (y estrellada) frente al puerto. Después de un viaje al corazón de Agustín Lara. Tlacotalpan mi sueño, mi promesa,/ espuma en el tazón de chocolate,/ deshilado mantel sobre la mesa/ y duelo de muñeca en el metate (1).
(1) Metate: mortero de piedra empleado desde la antigüedad por los pueblos de Mesoamerica para moler los granos de maiz.
Estimado Fernando, hablas del Tlacotalpan que yo he sentido vivir en la más infantil profundidad y nos compartes datos que yo he escuchado sin saber qué pensar. Hace poco años, aquí en madrid, un cineasta mexicano, descendiente de la Guerra Civil y la República Española, me contaba la historia aquella de que Agustín Lara había plagiado esas canciones tan españolas y castizas que pareciera imposible que las hubiese escrito antes de conocer esta tierra. Yo me quedé estupefacta. Yo, como Agustín Lara, me siento de Veracruz. Y para más precisión me siento de Tlacotalpan. No sé si Agustin Lara nació en este pueblo en medio de la tierra. Se dicen muchas cosas. Como también se dice mucho de sus canciones españolas. Pero estoy convencida de que Agustín Lara es tlacotalpeño (y también español). Porque ahí pertenece y comparte un aroma, un canto, una modulación. Pertenece a Tlacotalpan casi tanto como el gran Negro Ojeda, otro gran flaco de oro, aunque poco conocido. Y quizá también, porqué no, como pertenezco yo, que nunca nací en Tlacotalpan pero donde encuentro mi origen. Los primeros sones jarochos los escuché ahí, muy pequeña, porque de domingo en domingo mi papá nos traía a sentir el aroma, a saborear las comidas y a escuchar el acento primitivo de los sones, que hoy rencuentro en el Grupo Son de Madera y su güanabana chupá, ¡qué canción! Seguro le encantaría a Lara. Me has hecho pensar en esto y mucho más leyendo este ‘Cielo emborregado’ y ayudándome a revivir un Veracruz que intuía pero no conocía. Un placer. Es como recorrer un Veracruz desconocido pero pegado en la piel. Gracias por compartirlo.
Bonita leccion de historia ,no conozco MEXICO pero me gusta leer sobre el