(Revista Cultural del Ateneo de Cádiz. ISSN 1579-6868. Nº 8/2008. Págs. 165-181. Localización: dialnet.unirioja.es)
MEMORIA EN EL TIEMPO DE UNA FAMILIA GADITANA DE IDA Y VUELTA
(Del escultor Fernández Guerrero al almirante Azarola Gresillón)
Conferencia de ingreso del periodista Fernando Orgambides en el Ateneo de Cádiz. Viernes 15 de febrero de 2008.
En esta misma calle Ancha, donde nos encontramos, existe una pequeña iglesia llamada de la Conversión de San Pablo, cuyo retablo mayor, de estilo neoclásico, fue diseñado sobre planos en 1790 por el escultor y arquitecto valenciano Manuel Tolsá, de quien recientemente se han cumplido 250 años de su nacimiento.
Tolsá es el autor de la única estatua ecuestre que se conoce del Rey Carlos IV, padre de Fernando VII, monarcas ambos de triste recuerdo en la historia de España. La estatua se encuentra en la capital de México, entonces Nueva España, y nación hoy que le debe a este escultor valenciano las mejores obras monumentales -civiles y religiosas- que se levantaron en su territorio en los años previos al grito de Dolores.
Amigo de Tolsá era un escultor nacido en 1748 en Ubrique, de nombre José Fernández Guerrero, que se había afincado en Cádiz en el último tercio del siglo atraído por un familiar artista, pero también por la época de esplendor que vivía la ciudad. Era éste Gonzalo Fernández de Pomar, tío-abuelo de lado paterno, nacido también en Ubrique y reconocido maestro escultor al que se le adjudica gran parte de los retablos religiosos del Cádiz de la época, entre ellos el que da culto actualmente a la popular imagen del Nazareno.
La ciudad, dedicada exclusivamente al comercio con Ultramar y en un enclave estratégico entre el Atlántico y el Mediterráneo, vivía su siglo de oro. La decisión de Felipe V, en 1717, de trasladar a Cádiz la Casa de Contratación, elevó su prestigio, que no se mermó con la eliminación de las restricciones comerciales, ya en el último tercio del siglo, que fueron asumidas por los gaditanos como una manera distinta, pero igualmente fructífera, de hacer el negocio marítimo.
En el siglo XVIII la ciudad se acercaba a los 90.000 habitantes, de los cuales un diez por ciento eran franceses y genoveses. Existían tres teatros con funciones regulares y se contabilizaban más de treinta cafés y billares. En un principio salían al año dos flotas -una a Nueva España y otra a Nueva Granada-, ambas escoltadas por buques de guerra, pero pronto se sustituyó esta organización por otras y se dieron años en que la ciudad registró la entrada en sus aguas de hasta un millar de buques.
Tolsá y Fernández Guerrero se habían conocido en Madrid, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, controlada entonces por la nobleza y que en aquellos tiempos tenía su sede en la Real Casa de la Panadería, hoy dependencia del Ayuntamiento de la Villa. Y desde entonces mantenían una estrecha amistad.
Compañeros de estudio eran también Cosme Velázquez, director de Escultura de la Academia gaditana, José Sócrates Rodríguez, que años más tarde sería nombrado maestro escultor del Arsenal de la Carraca, y Miguel de Olivares y Guerrero, que llegó a ser aparejador de la Colegiata de Jerez de la Frontera y uno de los siete arquitectos que dirigieron las obras de la catedral de Cádiz.
En este centro enseñaban profesores franceses e italianos traídos ex profeso por los primeros Borbones, muy proclives al refinamiento y al arte en su expresión más exquisita. No sólo era la Academia un centro de enseñanza o de rigor artístico, sino también un foco receptor de nuevas corrientes, entre las que destacó el neoclasicismo, que tuvo su momento cumbre en los reinados de Carlos III y Carlos IV y que devolvía a España -como lo había hecho en Francia a partir de 1750- los gustos grecorromanos.
El escultor Fernández Guerrero, primer eslabón de la saga gaditana a la que me voy a referir, es autor -para situarnos en su legado- de las estatuas de Balbo el Menor y Columela que se encuentran en el Ayuntamiento de Cádiz, además de diferentes obras de orfebrería en plata para imágenes religiosas y otras de dorado de retablos que, con casi toda seguridad, compartió como discípulo con su pariente Pomar, que llegaría a ser maestro mayor de carpintería de la ciudad.
Tolsá había llegado a Cádiz en septiembre de 1790, con 41 años, soltero y recién nombrado director general de la nueva Academia de Bellas Artes de San Carlos, de México. Cádiz era su puerto de partida para América, pero la estancia se le hizo infinitamente larga al tener que esperar casi seis meses para embarcar en un buque capaz de albergar en sus bodegas el volumen de piezas que traía consigo: 66 cajas con moldes de figuras del Museo Vaticano y otros materiales de grandes proporciones, además de 154 quintales de yeso blanco en piedra.
Durante el tiempo de espera, Tolsá se reencuentra en la capital gaditana -disparada en cuanto a construcciones civiles- con varios compañeros de estudios de Madrid, en su mayoría agrupados en torno al taller del que fuera maestro mayor de la ciudad, Torcuato José Cayón, fallecido unos años antes y en ese momento reemplazado por su sobrino, Torcuato Benjumeda.
A ese grupo pertenecía Fernández Guerrero, académico por la rama escultórica como Tolsá y teniente director de la Escuela de Nobles Artes -luego Academia- de la ciudad, creada años antes a instancia del gobernador Alexander O’Reilly, el hombre del Rey en Cádiz.
En aquel tiempo, España vivía un momento de apogeo artístico. Lucía ya esplendorosa en Madrid la Puerta de Alcalá, obra de Sabatini. Acababan de ser instaladas las fuentes de Cibeles y Neptuno, obras de Francisco Gutiérrez y Juan Pascual de Mena, respectivamente. Y en la Isla de León se ultimaban los trabajos que iban a configurar la nueva población naval de San Carlos, bautizada así en honor del rey arquitecto y sobre la que trabajaban ya en algunos proyectos el marqués de Ureña y el propio Sabatini.
En Cádiz, la mano de Carlos III también se había hecho notar. Y la ciudad incrementaba, por deseo del monarca, su patrimonio arquitectónico con el nuevo Palacio de la Aduana, obra del ingeniero Juan Caballero, el baluarte de San Carlos y el barrio de su mismo nombre, que se levantaron siguiendo los cánones del neoclasicismo reinante. A ello uniríamos la Cárcel Real, una catedral en construcción y el deseo -más tarde materializado- de levantar un nuevo consistorio.
Antes de obtener el título de académico, Fernández Guerrero combinaba sus trabajos artísticos con la enseñanza. De hecho, durante un tiempo fue profesor de una escuela privada de dibujo, aritmética y geometría – a la que asistían los plateros de la ciudad-, cuyo director era el propio Torcuato José Cayón, por otra parte suegro de Ventura Rodríguez, el arquitecto que terminó las obras de la Basílica del Pilar.
Cayón tenía mando sobre la Milicia de Cádiz y unió en torno a este batallón de civiles -que hacía la instrucción los domingos- a la mayoría de sus discípulos y colaboradores. Fernández Guerrero no fue la excepción e ingresó como oficial de mérito, lo que le permitió alcanzar estatus militar, lucir uniforme en actos oficiales y pasar a depender eclesiásticamente de la parroquia castrense.
Esta vinculación al estamento militar no sólo le proporcionó acomodo social sino también cercanía en la toma de decisiones del Ejército y la Marina borbónica en cuanto a la plaza gaditana y su departamento, necesitados en aquellos tiempos de maestros artistas. Era el caso de los profesores de dibujo con conocimientos de geometría, a los que se solían encargar trabajos topográficos.
O de los Astilleros de La Carraca, donde se botaban con regularidad buques de gran tonelaje para la ruta de Indias. En ellos se empleaban maestros carpinteros, de jarcia y de lona, pero también imagineros y ensambladores, que eran los encargados de diseñar los mascarones de proa, además de otras ornamentaciones externas e internas.
Fueron Fernández Guerrero y el grupo de ayudantes y discípulos de Cayón los que involucraron al artista valenciano con Cádiz y, en concreto, con el templo de la calle Ancha, que estaba siendo reconstruido con gustos neoclásicos. La iglesia de San Pablo, alineada con el caserío, acogía -y acoge- a la archicofradía del Ecce-Homo, vinculada en aquellos tiempos al Hospital Real de Cádiz, que estaba bajo jurisdicción castrense.
Fernández Guerrero había recibido el encargo de tallar una dolorosa implorante para la hermandad, bajo la advocación de las Angustias. Y de Cayón -cuyos proyectos materializó después su ahijado Torcuato Benjumeda- eran los planos del nuevo templo. Faltaba el retablo del altar mayor, en el que se iba a situar -en lugar preferente- al titular de la Archicofradía, un Ecce-Homo realizado décadas atrás por el sevillano Montes de Oca.
Tolsá trazó aquel retablo en mármol, pero jamás vio la obra terminada porque el 26 de febrero de 1791 embarcaba en la Santa Paula -una fragata de la Marina de Guerra que años antes había sido incautada a los ingleses en las Azores- rumbo al puerto de Veracruz, acompañado por su ayudante Baltasar Pombo y una sobrina de nueve años -huérfana de padres-, que había sido acogida como una hija en ese tiempo por Lucía Cruzado y Suárez, la esposa del escultor. Los planos y las instrucciones sobre el templo se quedaron en Cádiz, desde donde fueron enviados a Génova para su definitiva construcción.
En México, Tolsá terminó las obras de la catedral metropolitana, diseñó cementerios y plazas de toros, reforestó alamedas y jardines, proyectó el Hospicio Cabañas, en Guadalajara, esculpió el busto de Hernán Cortés que se elevaba sobre su primitiva tumba, en el Hospital de Jesús, y realizó el baldaquino de la catedral de Puebla. Pero su legado más importante se encuentra en el centro histórico de la capital mexicana: el Palacio de la Minería, obra maestra del neoclasicismo en la América hispana.
Pese a que rara vez utilizaba la madera, tuvo tiempo también para emplear la gubia y, en recuerdo de la dolorosa gaditana de su amigo Fernández Guerrero, dejó para la posteridad a principios del siglo XIX en San Luis Potosí otra de hermosa estampa y de curioso parecido, hecha en cedro y de 1,80 metros de altura, que entregó a la comunidad carmelita bajo la advocación de la Soledad.
Esta Soledad de Tolsá, inspirada en la imaginería gaditana, es contemporánea a otra Soledad que un misterioso autor, de nombre José Fernández Pomar -supuesto seudónimo del mismísimo Fernández Guerrero-, entregó en 1803 al mayordomo de la hermandad del mismo nombre de Jerez de la Frontera, con sede en la Iglesia de la Victoria.
E igualmente de corte parecido es otra talla, bajo la advocación de los Dolores, que está en depósito en la iglesia parroquial de Santa María la Blanca, de la localidad sevillana de Fuentes de Andalucía. La imagen, también de principios del siglo XIX, fue adquirida en Cádiz por un benefactor del citado pueblo, que ordenó -para su culto- levantar un retablo neoclásico bajo la supervisión del erudito académico Ceán Bermúdez, amigo personal de Fernández Guerrero y por entonces director del Archivo de Indias.
Puedo dar fe que existe una relación más allá de lo visual entre estas cuatro imágenes, que me permite llegar al supuesto de que Tolsá y Fernández Guerrero -que nunca firmaron sus obras de imaginería religiosa- intercambiaron técnicas de estilo, aunque no sería extraño que hubiera una tercera persona en liza con influencias en ambos.
Sería el viejo Fernández de Pomar, maestro en el arte religioso, en cuyo taller de carpintería artística se formó Fernández Guerrero y de quien se supone recibió -antes de su muerte en 1794- bocetos y dibujos inéditos sobre este tipo de imaginería, barroca de origen pero que acoplarían ambos académicos a los cánones neoclásicos.
Quede aquí el dato para los investigadores, como también la intensa relación que tuvieron tío-abuelo y sobrino artistas con el predicador Fray Diego José de Cádiz, originario de Ubrique al igual que ellos, que habría influido -a través de la comunidad capuchina- en Fernández Guerrero para que tallara varias imágenes de la Divina Pastora, de cuyo culto era su principal propagador.
Una de estas tallas es, a todas luces, la que se encuentra en la Iglesia de los Padres Capuchinos de Sevilla y que -por sus rasgos clásicos- es la obra religiosa de éste autor más cercana al estilo de la época. Otra, anterior en tiempo, sería la de San Fernando.
Fernández Guerrero fue padre de dos hijos varones: Joaquín Manuel, nacido en 1781, y José Fernández Cruzado, nacido en 1786. Uno fue pintor, siguiendo la estela artística de su progenitor, y otro, médico cirujano. Muy pronto ambos alcanzarían notoriedad en sus respectivas profesiones, mantendrían viva la saga y dejarían un legado histórico para nuestros días de indudable valor, tanto en las artes como en las ciencias.
El pintor, cuyo autorretrato se expone en el Museo Romántico de Madrid, es el mejor artista gaditano de su género del Siglo XIX. Nacido circunstancialmente en Jerez, donde su padre trabajaba en ese momento por encargo de Torcuato José Cayón, vivió de cerca el desastre de Trafalgar y le salpicó de lleno la guerra de la Independencia, que le sorprendió en la capital de España cuando estudiaba en la Academia de San Fernando.
Los sucesos de la puerta de Fuencarral le empujaron a alistarse como voluntario en el Ejército, en el que permaneció veintidós años, llegando a alcanzar el empleo de capitán de Estado Mayor. La guerra contra Napoleón le alejó un tiempo de la pintura, pero no le impidió obtener el título de académico, que le fue otorgado en 1814 al mismo tiempo que al hermano del rey, el infante Carlos María Isidro, después pretendiente carlista.
Fueron veintidós años de intensa y agitada vida militar, no exenta de penurias, que le obligaron a pedir dos veces ayuda económica a la Academia gaditana, con desigual suerte en la respuesta. Y que transcurren en tres momentos decisivos de la desastrosa etapa fernandina:
-En la guerra de la Independencia, participando en los combates de la línea de Valencia y recorriendo los campos de batalla de la entonces llamada Castilla la Nueva.
-Como oficial de los Ejércitos expedicionarios a Ultramar, enviados allí para intentar recuperar los territorios emancipados.
-Y enfrentándose a los Cien Mil hijos de San Luís que comandaba Angulema. Con tan mala fortuna que llegaron a hacerle prisionero en Granada, sufriendo cautiverio por combatir a los absolutistas de Fernando VII.
Joaquín Manuel Fernández Cruzado no ha pasado a la historia por su carrera militar -fruto casual del destino de esa época- ni por sus ideas liberales, pero sí por ser uno de los más destacados pintores prerrománticos de Andalucía, junto a Joaquín Domínguez Bécquer, padre del poeta sevillano, y de su hijo, el también pintor Valeriano, ambos con obras catalogadas en el Museo de Cádiz.
Autor de numerosos lienzos costumbristas y de contenido religioso que cuelgan en el museo de la plaza de Mina y en la catedral gaditana, además de otras piezas pictóricas de variada temática repartidas en colecciones públicas y privadas de España y Cuba, Joaquín Manuel Fernández Cruzado destacó además como un excelente retratista.
Con una singularidad: fue pintor de obra tardía, ya que su producción comienza a ser fecunda a los 49 años, cuando regresa a Cádiz tras abandonar la aventura militar. Sin embargo, también hay que tener en cuenta su etapa de formación: llegó a la Academia dominando la técnica, hablando francés e inglés perfectamente, con una beca para estudiar en Roma que no pudo consumar y con el aval de Ceán Bermúdez, que le presentó a Goya.
Gracias a este pintor han llegado a nuestros días retratos de destacadas personalidades de la burguesía gaditana de la época, como son los casos de Gregorio Isasi y su esposa Juana de Dios Lacoste, el doctor Benjumeda, la familia Moreno de Mora al completo, la marquesa de Santo Domingo de Guzmán de niña, los banqueros Gargollo y Picardo, el presbítero Gandulfo, el teniente general Enrique McDonnell, el brigadier José Sánchez Cerquero -fundador del Observatorio de San Fernando- y los gobernadores militares Freire y Aymerich, entre otros.
Fue director de la gaditana Academia de Bellas Artes, que llegó a llamarse de San Baldomero (por Espartero) y de Santa Cristina (por la Reina gobernadora). Academia a la que proveyó de alumbrado de gas para que sus alumnos pudieran modelar y pintar de noche. Y en cuyo seno reivindicó con rebeldía el buen nombre de su padre, que había sido maltratado económicamente como docente.
Esa actitud rebelde con la burocracia la mantuvo hasta el último momento de su vida, ya casi ciego. Murió a los 78 años, tras un nuevo pleito con la Academia local, corporación que no estuvo a la altura de las circunstancias en sus funerales, lo que provocó la indignación de personalidades de la época -entre ellas el historiador Adolfo de Castro-, que salieron en defensa del honor que merecía el fallecido.
Pese a ello, testó a favor de la corporación gaditana su obra de más valor íntimo, un óleo, realizado en su etapa de docente y denominado El Gran Capitán, que había sido laureado en 1808 por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El resto de la obra en su poder la legó a sus hermanos, entre ellos José, uno de los principales precursores de la cirugía médica en la isla de Cuba y de quien a continuación me voy a ocupar.
El francés Jean La Combe, cirujano mayor de la Armada Española, dirigía en la primera mitad del siglo XVIII el Hospital Real de Cádiz. De él surgió la idea -con el apoyo del marqués de la Ensenada- de dotar al establecimiento de una escuela para la formación de cirujanos con destino a la flota, embrión de lo que en 1748 se llamó Real Colegio de Cirugía de la Armada y tiempos después -hasta hoy- Facultad de Medicina.
La ciencia médica y la cirugía eran en aquellos años de la Ilustración carreras separadas, pero fue precisamente el colegio gaditano el pionero en unirlas en 1791. No lo llegó a ver Lacombe puesto que murió antes, pero fue su sustituto Pedro Virgili, quien le dio el verdadero impulso al centro, que empezó a adquirir prestigio en el extranjero.
Uno de los alumnos de aquel colegio fue José Fernández Cruzado, que ingresa para formarse como médico cirujano coincidiendo con un periodo crítico en Cádiz, el comprendido entre la batalla de Trafalgar y la guerra de la Independencia. Guerra que se alarga hasta 1814 y que genera a la ciudad, donde se refugian las Cortes, problemas de subsistencia al permanecer sitiada treinta meses y veinte días por los franceses.
Aquel colegio militar de cirugía le resultaba familiar a José Fernández Cruzado. No ya por estar localizado en Cádiz, la ciudad en la que había crecido, sino porque su hermano el pintor había hecho allí estudios de anatomía años antes con vistas a perfeccionar sus dotes artísticas sobre el cuerpo humano, todo ello previo a su ingreso en la Academia.
En total eran seis años de carrera, en un régimen de internado y de estudio riguroso y disciplinado, más otros dos de prácticas. Desconozco el dato exacto sobre el tiempo que duró su formación -que se desarrollaba en latín- y si la guerra de la Independencia le deparó vicisitudes similares a las de su hermano, pero todos los indicios apuntan que, desde el primer instante, estuvo como cirujano militar con el Ejército realista en América, primero en Nueva España y después en Venezuela.
Mientras su padre -el viejo escultor amigo de Tolsá- era testigo de excepción del asedio francés, las reuniones de las Cortes en Cádiz y la promulgación de la primera Constitución española, o de aspectos más sociales como el primer sorteo de la Lotería Nacional o las cancioncillas populares contra el invasor, José Fernández Cruzado servía al Ejército realista en sus primeras campañas en Tierra Firme.
Estuvo destinado en la Huasteca veracruzana, dónde se sabe que trabajó codo a codo con los frailes franciscanos, atendiendo no sólo a soldados heridos o enfermos sino también a cuantas familias indígenas lo necesitaban. Y en el Hospital Militar Real del puerto de Veracruz, donde coincidió en tareas de vacunación con su colega, el portuense José de Inoyos, que había debutado como cirujano en la batalla de Trafalgar.
Es muy posible que en estos años mexicanos, dada la relativa distancia entre el puerto y la capital de Nueva España, aprovechara algún momento para visitar a Tolsá, el amigo de su padre, que se había casado en 1794 con una rica criolla veracruzana, Luisa Sáenz Téllez-Girón, y que le había dado ya siete hijos para entonces.
O para saludar a esa niña huérfana, sobrina de Tolsá, con la que jugaba en las azoteas de Cádiz cuando ambos tenían nueve años y aquella esperaba el barco para viajar a México. Joaquina, que así se llamaba esa niña, era ya Sor María Joaquina del Espíritu Santo, religiosa del convento de Santa Inés, de la Ciudad de México.
Tras su periodo mexicano, José Fernández Guerrero es destinado al Batallón de Veteranos de Maracaibo como médico de Sanidad Militar. La organización castrense no era lo mejor en tierras americanas por aquellos tiempos y máxime cuando los levantamientos emancipadores se sucedían por doquier, fundamentalmente en suelo venezolano, donde Bolívar había proclamado la independencia en 1813, entrando triunfante en Caracas.
En un intento de poner fin a la ola independentista en América, Fernando VII envía como refuerzo en 1815 a las colonias a 10.400 hombres y casi dos mil oficiales que habían participado en la guerra de la Independencia, todos ellos a las órdenes del mariscal de campo Pablo Morillo, al que nombra capitán general de Venezuela por indicación del general Castaños.
La expedición zarpa del puerto de Cádiz el 17 de febrero de 1815 y llega a Isla Margarita el 7 de abril. La tropa se había embarcado engañada ya que se le indicó que iba a socorrer la plaza de Montevideo y a punto estuvo de amotinarse a bordo cuando se le comunicó el verdadero destino.
Cinco mil de estos soldados se quedan en tierras venezolanas y el resto parte, con Morillo al frente, a territorios de Nueva Granada. Los soldados expedicionarios adscritos a Venezuela fueron distribuidos en diferentes unidades, entre ellas el Batallón de Veteranos de Maracaibo, en el que estaba destinado el cirujano gaditano.
Fernández Cruzado no llega a Venezuela con la expedición de Morillo, si no en otra anterior desde México, porque el 26 de febrero de 1815 -cuando los 18 buques de guerra que trasladaban a Morillo y sus tropas llevaban ya nueve días en alta mar-, contraía matrimonio en Maracaibo con María Micaela de los Dolores Gutiérrez de Celis y Pirela, perteneciente una rica familia criolla local asentada en Santa Ana del Coro.
Morillo, que años después sufrió exilio en Francia por abrazar la causa liberal, había sido un militar de destacada hoja de servicio durante la guerra napoleónica, en la que participó en batallas decisivas junto al duque de Wellington. La campaña emprendida en los territorios rebeldes la llamó de pacificación de Tierra Firme, devolviéndole a Fernando VII Caracas, Puerto Cabello y Cartagena de Indias, a la que liberó tras ponerle sitio.
Aquella campaña duró hasta 1820 y sus hazañas en ella le valieron a este jefe militar dos títulos nobiliarios, Conde de Cartagena, por la toma de esta ciudad colombiana, y Marqués de la Puerta, como premio a la derrota que infligió a Bolívar en 1818 en la batalla de Semen. Pero los méritos no debieron ser muy honorables ya que los descendientes de Morillo jamás reclamaron la sucesión de aquellos títulos.
Los matrimonios entre criollas y peninsulares -fundamentalmente administrativos y militares sin mucha dote-, eran muy común en las colonias, sobre todo en familias locales pudientes. Es lo mismo que le ocurrió a Tolsá, que se casó con una rica criolla cuatro años después de pisar México. Era una manera de la oligarquía local de mantener el vínculo con la metrópoli, al margen de otras pretensiones, entre ellas evitar lo posible el mestizaje.
Fernández Cruzado se casa con una joven de 18 años perteneciente a la tercera generación de una rica e influyente familia de origen montañés instalada en América -los Gutiérrez de Celis- y que incluso -según escritos venezolanos sobre este linaje familiar- contaba de lado materno -los Pirela- con algún antepasado descendiente directo del emperador azteca Moctezuma II.
Su suegro combinaba los negocios con el empleo de teniente coronel del Ejército, algo muy común en la época, ya que la Corona premiaba así a los leales propietarios criollos que contribuían de su pecunio a mantener las unidades militares, que por cierto eran muy precarias en la América colonial.
No se trataba del primer matrimonio que bendecía este rico propietario entre sus hijas y un peninsular. De hecho, una hermana de Micaela, de nombre Nicolasa, se había casado años antes con el navegante catalán Jose Simón Baralt, originario de Arenys de Mar y que había recalado en Maracaibo llamado por su tío, un importante hombre de negocios.
Debió de progresar rápido en la colonia el joven Baralt, que se había formado como piloto naval en Cataluña, porque al poco de llegar iniciaba una meteórica carrera política que le llevaría en diferentes etapas a ocupar la jefatura de policía y la alcaldía de Maracaibo, además de la diputación consular del puerto.
El lago de Maracaibo -que ocupa el número 23 entre los del Mundo- desempeñaba un papel de primer orden para la colonia porque el tráfico comercial, principal actividad económica, se hacía a través de él. Este cuerpo de agua dulce estaba unido al mar Caribe por un estrecho a modo de barra, lo que permitía el paso a su interior de buques de gran tonelaje, fundamentalmente bergantines. Era también un destacado punto estratégico, puesto que desde allí se controlaba el Caribe meridional.
Aislada de Caracas, la provincia de Zulia y su capital Maracaibo estaban acostumbradas a sobresaltos, una veces por los ataques de los corsarios y otras por las continuas revueltas de los indios motilones, que tardaron tiempo en hispanizarse.
Debió nuestro cirujano médico militar permanecer con los realistas hasta 1823, puesto que no fue hasta ese año cuando Maracaibo se independiza formalmente de España, tras librarse en aguas de su lago una de las batallas navales más importantes de la historia de América, que se saldó con una estrepitosa derrota de la escuadra española.
La batalla -que se inicia el 24 de julio de 1823- puso frente a frente a la escuadra del Rey Fernando VII, comandada por el capitán de navío Ángel Laborde, y la de Venezuela, a cuyo mando estaba el almirante José Prudencio Padilla.
Laborde, gaditano, había sido profesor de Matemáticas del Observatorio de Marina, que desde 1798 estaba ubicado en la Isla de León. Era un marino experimentado, pero no se entendió con el mariscal Francisco Tomás Morales, jefe de las tropas de tierra que participaban en la acción, que se había previsto combinada.
El abordaje del Independiente, buque insignia de los patriotas venezolanos, al bergantín San Carlos, la nave principal de la escuadra española, fue decisivo, porque sorprendió al mando, ya que el barco se encontraba al ancla en ese momento. Once buques mayores fueron apresados, otro -la goleta Esperanza- quedó destrozada al estallarle la santabárbara y sólo pudieron escapar tres embarcaciones, que pusieron rumbo a Cuba.
Los celos, o la descoordinación entre el Ejército y la Armada, parece que fueron claves de aquella fatalidad. De hecho, Laborde culpó de por vida a Morales de lo sucedido, y eso que el mariscal -un emigrante canario que se había unido al Ejército realista en 1813- estaba curtido en mil batallas, muchas de ellas al lado de Morillo.
La lucha cuerpo a cuerpo deparó un desenlace trágico para España: 473 oficiales y tropa de marinería, entre muertos y heridos, y 69 oficiales y 368 soldados y marineros hechos prisioneros. Laborde emprendió retirada hacia La Habana -donde sería años más tarde jefe de su apostadero- y a Morales le tocó capitular ante los venezolanos, revés que no supuso impedimento alguno para que Fernando VII le nombrara tiempos después -en 1827- comandante general de las Islas Canarias.
La batalla de Maracaibo puso fin prácticamente a la presencia española en Tierra Firme, pese a que los enfrentamientos duraron hasta noviembre ya que parte de las tropas que huía se atrincheró en el castillo de Puerto Cabello ofreciendo resistencia.
Del emporio americano, España ya sólo disponía de las islas de Cuba y Puerto Rico, que fueron reforzadas militarmente. Y a la primera de estas se retiró lo que nos quedó del Ejército español en Maracaibo: 372 oficiales, 230 suboficiales y 660 soldados, a los que los vencedores permitieron salir con sus estandartes en alto. El éxodo lo completaban tres mil civiles, que con sus familias marcharon también para la mayor de la Antillas.
La pérdida de Maracaibo distanció, e incluso rompió, a familias enteras, ya que muchos de sus integrantes optaron por el nuevo país, naturalizándose venezolanos – de la Gran Colombia, entonces-, y otros, leales a España, decidieron regresar a la metrópolis o, al estar más cerca, a la vecina isla de Cuba.
La familia Gutiérrez de Celis y Pirela no fue la excepción. Mientras dos hermanos de su esposa eran elevados a héroes nacionales venezolanos por las batallas de Carabobo y el Lago, Fernández Cruzado abandona para siempre Tierra Firme -junto a su familia- rumbo a Santiago de Cuba. Le siguió los pasos su cuñado Baralt, el que fuera alcalde de Maracaibo, que a su primitiva fortuna venezolana había añadido una importante herencia recibida en Cataluña.
Santiago de Cuba era entonces una ciudad urbanizada con calles en modelo rejilla, disponía de catedral, albergaba dos cuarteles y contaba con dos hospitales, uno para militares. Tenía 26.500 habitantes -de los cuales un tercio eran blancos, otro tercio esclavos liberados y el resto esclavos- y su hermosa bahía, con cuatro millas de fondo, podía albergar una flota entera.
Ciudad marítima, estaba asentada en un valle, próximo a Sierra Maestra, pero su mayor problema en esos años era la escasez de agua potable y las altas temperaturas, lo que provocaba enfermedades masivas, entre ellas la temible fiebre amarilla.
Los Baralt Gutiérrez de Celis pasan a ser de inmediato una acaudalada familia local. Dos de los hijos del antiguo alcalde de Maracaibo destacan pronto, tras haberse formado en Barcelona: Joaquín como consignatario de buques y propietario de la firma comercial, Valiente y Cía, y Luis Alejandro, como abogado y editor del periódico El Redactor, además de poeta romántico.
Pero con el poeta Baralt llegan los primeros problemas a la familia. Amigo del desdichado general Narciso López, militar de origen criollo que había tenido desavenencias con O´Donnell, se une a la conspiración independentista de Cárdenas -la primera ciudad donde se izó la bandera cubana-, siendo perseguido por las tropas españolas, que lo encontraron muerto días más tarde en una plantación familiar a ocho kilómetros de Santiago.
Era noviembre de 1850 y su muerte, a los 31 años, dejaba a su familia en una incomoda posición en la ciudad, cuya población ya comenzaba a dividirse entre quienes querían la independencia y los que seguían sintiéndose españoles.
En la primera mitad del siglo XIX ejercían la medicina en Cuba unas 500 profesionales, entre médicos facultativos, cirujanos latinos -que sólo trataban afecciones externas-, médicos cirujanos y romancistas, estos últimos de escasa formación y útiles solamente para primeros auxilios.
La mayor parte residía entre La Habana y Santiago, aunque algunos estaban dispersos por las provincias e, incluso, en algún ingenio. Los más competentes -una minoría- se excedían en las sangrías y los antiflogísticos, y eran seguidores de las ideas del francés Broussais, un cirujano que se inició en buques piratas y que llegó a académico, logrando publicar novedosos tratados de medicina que despertaron curiosidad en la vieja Europa.
Entre los médicos de Cuba se usaba poco el bigote pero sí un largo pie de barba a la inglesa. Solían vestir de negro, con chaqueta amplia y larga, cuello alto y corbata ancha, lo que completaban con un sombrero, generalmente de copa, con excepción de los cirujanos militares que -al menos, oficialmente- solían vestir uniforme, entonces de color canela.
Gracias a las buenas comunicaciones marítimas con Cádiz, muchos de los facultativos que se instalaban en la isla de Cuba habían ejercido en nuestra ciudad o se habían formado en el Real Colegio de Cirugía de la Armada, como los doctores Juan Fustier, Melchor Echeverría, Ramón de Coloma, José de Lletor o Francisco Alonso Fernández, este último ex director del Anfiteatro gaditano. Lo mismo ocurría con el conocimiento de la ciencia, cuyos avances -gracias a este trasvase- no tardaban mucho tiempo en llegar desde nuestra ciudad a la isla.
Fernández Cruzado publica en 1829 en Trinidad el primer trabajo de oftalmología que se conoce en Cuba. Y en 1832 es movilizado, junto a otros destacados facultativos, debido a la epidemia de cólera morbo que se asomaba sobre la colonia y que al año siguiente ocasionó 33.000 muertos, 8.000 de ellos en La Habana.
No sólo trabajó en la prevención mediante vacunas y en el tratamiento de esta epidemia -procedente de Europa y Estados Unidos-, sino que fue uno los primeros facultativos de semana, un sistema de atención primaria, embrión de las Casas de Socorro, mediante el que se asignaban turnos a los médicos para atender gratuitamente a la población, especialmente la más necesitada.
Eran tiempos de progreso en la isla, con una economía en auge gracias fundamentalmente al azúcar y también al tabaco. De hecho, en 1835 se inaugura el ferrocarril en Cuba, el primero de América y el cuarto del Mundo. Un ferrocarril que se adelanta diez años a la línea Barcelona-Mataró, la primera que se puso en marcha en la metrópolis.
Se trataba de un tren, habilitado para el transporte de la caña, que unía Güimes con el puerto de La Habana. Fue aprobado en 1834 por Fernado VII, un año después contaba ya con su primer tramo y en 1836 entraba en pleno funcionamiento, uniendo así a las dos poblaciones.
En 1838, el doctor Fernández Cruzado ocupa la subdelegación de Sanidad de Santiago de Cuba, donde tiene que emplearse a fondo en el tratamiento de la escarlatina y la fiebre amarilla. Enfermedad ésta última que le causa la muerte en la misma ciudad de Santiago a un amigo y colega de profesión, el corso Francisco Antonmarchi, que había sido médico de Napoleón.
Precisamente los estudios sobre esta enfermedad infecciosa -que había acabado con la vida de un referente de la familia, Fray Diego José de Cádiz, y con la que tuvo que cohabitar en Cádiz en sus años de adolescente- impulsan a nuestro cirujano médico -ya director del Hospital de Caridad de Santiago- a publicar un importante trabajo de investigación, que denominó Memoria teórico práctica sobre la fiebre amarilla.
Lo hace en 1853 en la Revista Médica de La Habana, publicación que aparece en la capital cubana a semejanza de la que circulaba ya en Cádiz con la misma cabecera, cuyo editor, Federico Joly Velasco, es el mismo que en 1867 funda Diario de Cádiz.
Fernández Cruzado no pierde nunca su vinculación con Cádiz. De hecho, al igual que entregaba sus investigaciones a la Revista Médica de La Habana, lo hacía con la Real Academia de Medicina gaditana, con cuyos académicos mantenía correspondencia, algo muy común entre los facultativos de ambos lados del Atlántico. Prueba de ello es la existencia en los archivos del centro gaditano de una copia -enviada ex profeso por su autor- de aquel importante trabajo de oftalmología que experimentó en 1829.
Murió el 27 de mayo de 1869 -a los 77 años- en el número 10 de la calle Ancha de esta ciudad, palacete, hoy desaparecido, que años después albergaría la sede del Centro Mercantil. Había regresado a Cádiz con parte de su familia a finales de los cincuenta, alejándose así de los primeros conatos independentistas de Cuba. Aquí residía desde 1852 su hijo José Fernández Gutiérrez de Celis, cirujano médico como él -también formado en Cádiz-, que ha pasado a los anales de la historia de la medicina cubana por haber realizado en 1847 la primera anestesia con éxito en Santiago de Cuba.
José Fernández Gutiérrez de Celis fue también uno de los precursores en Cádiz de la fotografía. Una afición incipiente que -al igual que otros inventos del siglo- se estaba extendiendo en aquellas fechas por España y que cultivaban en su inicio miembros de las burguesías locales como manera novedosa y excéntrica de asentar su posición social.
Hijos de Fernández Cruzado fueron Miguel, que se dedicó al negocio banquero en Cuba y llegó a publicar un manual de cambio -llamado Tablas de reducciones mutuas de libras esterlinas y pesos-, que por su interés llegó a circular en diferentes países de Europa y América, y Ricardo. El primero fue el padre de la condesa de Villafuente Bermeja, piadosa dama vinculada al Cádiz de la primera mitad del siglo XX, y el segundo un destacado almirante de la armada, sobre el que nos vamos a detener a partir de ahora.
Ricardo Fernández y Gutiérrez de Celis había nacido en Santiago de Cuba el 16 de abril de 1836, pero a los catorce años su padre le envía a Cádiz para ingresar en el Colegio Naval Militar de San Fernando como aspirante al Cuerpo General de Marina.
Cádiz le resulta familiar, por su parecido urbano a Santiago y también a sus costumbres: El mar marca el rumbo de la ciudad, las fiestas mayores giran en torno al Carnaval y a la festividad de la Corpus Christi, los cafés constituyen el epicentro de la vida social y existe una importante colonia extranjera -allá francesa-, lo que le aporta cierto refinamiento. Aquí tiene parientes directos y afamados, como su tío el pintor, ya en sus últimos años, que había sido tutor de su hermano José cuando estudiaba Medicina.
La carrera de Marina era muy severa. Entre el ingreso como aspirante y la obtención del despacho de alférez transcurrían siete años. Tres como aspirante, la mayoría del tiempo embarcado en un buque de instrucción, otro tres años de guardiamarina de segunda clase y uno de primera, hasta alcanzar el empleo de alférez, además del tiempo que debía esperar después para conseguir vacante de destino como oficial.
Los alumnos lucían casaca sin galones en los cantos y anda en el cuello. El sobrero era apuntado, sin galón, y el pantalón azul o blanco, según la estación del año, a lo que añadían levita y casaquilla. Iban provistos de sable corto. Y cuando obtenían permiso de paseo eran colmados de atenciones por las mejores familias de Cádiz y San Fernando, que solían organizarles veladas estivales en sus recreos de Chiclana y Puerto Real, por lo general con los ojos puestos en sus hijas casaderas.
El primer buque que conoce como aspirante Ricardo Fernández Gutiérrez de Celis es el navío Soberano, un viejo velero de nuestra Armada, botado en 1771 y que el Real Colegio de Guardiamarinas empleaba -como escuela de prácticas- para instruir a los futuros oficiales.
El Soberano era un clásico de las travesías oceánicas, que en ese momento fondeaba en la bahía de Cádiz, frente al Arsenal de la Carraca. Un clásico con historia, ya que fue uno de los buques utilizado en 1829 por el brigadier Isidro Barradas en su frustrada reconquista de México, pero también uno de los primeros en recibir órdenes de navegación a través de la telegrafía óptica.
Fernández Gutiérrez de Celis dedicó 70 años de su vida a la mar. Mandó buques como el Francisco de Asís, Blasco de Garay, Animosa, Tetuán, Lealtad, Zaragoza, Gerona, Arapiles, Villa de Madrid y Concepción. Todos ellos asociados a la historia naval de España durante el siglo XIX, como la fragata blindada Zaragoza, que participó en la Revolución de La Gloriosa y en la expedición del almirante Lobo para sofocar a los cantonalistas de Cartagena.
O la Arapiles, gemela de la anterior, que embarcó una expedición arqueológica y científica con destino a Medio Oriente que tenía como fin enriquecer los fondos museísticos de nuestro país. Sin olvidar las fragatas de hélices Gerona y Villa de Madrid, que participaron en la Batalla de El Callao, o la Lealtad, que fue la que repatrió los restos del brigadier Méndez Núñez.
Como marino de guerra, Ricardo Fernández Gutiérrez de Celis también estuvo en la toma de Turana, en Conchinchina, lo que es hoy Vietnám. Corría el año de 1857 y Francia, alarmada por los asesinatos de misioneros europeos -entre ellos el obispo de Platea, el dominico español José María Díaz Sanjurjo-, acuerda con España dar un escarmiento al emperador Tu Duc, por lo que decide organizar una expedición militar.
España ni ganó ni perdió en aquella lejana guerra, donde participó como fuerza auxiliar con 1.400 soldados -en su mayoría tagalos filipinos- y varios buques de la Armada. Sí, en cambio, la que sacó provecho fue Francia, que se hizo con Camboya y el sur de Vietnám, anexionándolos como colonias e instalándose como potencia en la zona.
Ricardo Fernández Gutiérrez de Celis estuvo al frente del puerto de Cádiz y del arsenal de Cartagena, además de mandar los cruceros Reina Cristina y Navarra. Ya en el almirantazgo, fue jefe de los apostaderos de Cuba y Filipinas, y de la Jurisdicción Central de la Armada, lo que le permitió cerrar su amplia hoja de servicio primero como capitán general del Departamento de Cádiz y después de Ferrol.
Moría a los 85 años en Cádiz, en el número 6 de esta calle Ancha, hoy sede de la Asociación de la Prensa. La misma calle en la que se había establecido años atrás -concretamente en el 24, después sede de Telefónica- su hermano Miguel, el banquero cubano, último de la familia en regresar a Cádiz, o sus hermanas Emilia y Luisa, casadas ambas con destacados miembros de la burguesía local y que residían en el palacete del número 11, luego Casino Militar.
El de 1 de julio de 1900, Ricardo Fernández Gutiérrez de Celis, entonces contralmirante, había elegido como ayudante a un joven alférez de Navío. Se trataba de Antonio Azarola y Gresillón, miembro de una conocida familia vasco-navarra, con antecedentes militares, emigrada a Uruguay.
El contralmirante y el joven marino, que contaba entonces 25 años, congeniaron de tal manera, que dos años después volvería a repetir como ayudante. Periodo este en el que Azarola llegaría a conocer a Carmen, la hija de su superior, con quien contraería matrimonio el 31 de julio de 1903 en la capilla de la Capitanía General de Ferrol.
Ya con el empleo de teniente de navío y retirado en Cádiz su suegro, Azarola comienza una brillante carrera militar, tanto en mar como en tierra. Pasa por los buques Lepanto, Cataluña, Infanta Isabel, Lauria y Núñez de Balboa. Y alcanza gran prestigio en la Armada como docente de guardiamarinas, dados sus conocimientos torpedistas y de electrónica, cuyo título de ingeniero había obtenido años antes en Paris.
Tras ser nombrado jefe de la Estación de Torpedos de Cádiz, navegar en misiones oficiales por medio mundo, ser segundo jefe de la Escuela Naval Militar de San Fernando y mandar el moderno destructor Velasco, toma posesión del mando del acorazado Alfonso XIII (después España), fondeado en Cartagena el 14 de abril de 1931, lo que le permite ser testigo excepcional de la proclamación de la República en aquel departamento y la salida -desde su puerto hacia el exilio- del Rey a bordo del crucero Príncipe Alfonso, días después Libertad y, más tarde, Galicia.
La llegada de la República marca una nueva trayectoria, en este caso política, para el marino Azarola, pero también un trágico destino. Ascendido a contralmirante en 1932, el ministro de Marina, el socialista Francisco Giral, lo nombra subsecretario del departamento, permaneciendo en el cargo durante dos años, a pesar de los diferentes titulares -entre ellos Lluís Companys- que se sucedieron al frente de la cartera en esos años.
Pero el momento más importante de su carrera le llega en diciembre de 1935 cuando el centrista y entonces jefe de Gobierno Portela Valladares, conde consorte de Bryas, se fija en él para dirigir el Ministerio de Marina. Durante el mandato -breve, pero fructífero-, sacó adelante, con el apoyo de la Diputación Permanente de las Cortes, un plan naval en el que había puesto enorme celo: la construcción para la flota de dos destructores de la clase Antequera, dos cañoneros gemelos al mexicano Durango, cuatro barcazas, dos petroleras y tres remolcadores de alta mar.
Este programa no sólo contribuía a mejorar la Marina de la República, sino que suponía un alivio de dos años para los astilleros de Ferrol y Cartagena, dependientes de la Constructora Naval, que evitaban así el cierre, lo que hubiera supuesto la pérdida de puestos de trabajo para unos doce mil obreros, además de otras consecuencias imprevisibles. Sindicatos, partidos políticos y la población de Ferrol en general hicieron público su agradecimiento al ministro de Marina, que a partir de entonces comenzaba a gozar de un extraordinario predicamento también en la sociedad civil.
El triunfo del Frente Popular apartó del Ministerio a Azarola, que se reintegró a su anterior destino como contralmirante-jefe del Arsenal de Ferrol. Durante el tiempo que fue ministro, había dejado como responsable accidental del Arsenal a un subordinado acreedor de su mayor confianza, al que trataba con afecto y sentía como discípulo, el capitán de Navío, Francisco Moreno Fernández, que era el comandante de quilla de los cruceros Canarias y Baleares, en última frase de construcción.
Francisco Moreno había nacido en San Fernando, al igual que su hermano Salvador, y ambos se encontraban en Ferrol cuando se produjo la sublevación, sumándose activamente a ella. No les fue fácil a estos marinos rebeldes hacerse con la situación, porque la marinería de los buques estaba con la República. Y necesitaron del apoyo de tropas de Artillería y de Infantería de Marina para lograr sus fines, pero ya entrados los días 20 y 21 de julio.
Los hermanos Moreno harían después un provechoso recorrido en sus respectivas carreras navales: Francisco se haría cargo de la Flota Nacional durante la guerra y sería recompensado por el dictador con el marquesado de Alborán, aunque ya a título póstumo. Y Salvador, que hizo la campaña al mando del Almirante Cervera y del Canarias, llegaría a ser dos veces Ministro de Marina.
Destino muy distinto fue el de Azarola. Los conspiradores, conscientes de su apego a la República, lo excluyeron de los preparativos del golpe. Sólo y acusado falsamente de abrir las puertas del Arsenal para que se rearmara la población civil, terminó arrestado por sus propios subordinados y reemplazado por Francisco Moreno.
El crucero Almirante Cervera -que se encontraba reparándo en dique seco- se había amotinado en defensa de la República y sus ocho cañones Vickers de 152 mm suponían la mayor amenaza para que el levantamiento no triunfara, pero la dotación terminó rindiéndose e izando bandera blanca. Salvador Moreno se haría con el mando, sustituyendo a su verdadero comandante, el capitán de Navío Juan Sandalio Sánchez-Ferragut, que semanas después sería pasado por las armas.
Azarola era un hombre de profundas convicciones cristianas y de pensamiento conservador, pero leal a la República. El socialista Giral, que era ministro de Marina en aquellas fatídicas fechas, reveló años más tarde en el exilio las últimas palabras que le dirigió el almirante: “Señor ministro -le dijo-, estoy a sus órdenes. Estar a las órdenes del ministro me va a costar la vida dentro de unas horas o de un momento, pero cuente usted con la adhesión del jefe de la Base”.
El 4 de agosto, el ex ministro de Marina, Antonio Azarola -elevado in extremis aquellos días de julio por la República a jefe interino de la base para frenar el alzamiento-, era fusilado en el viejo cuartel de Dolores por un piquete de marinería, asistido por fuerzas de Artillería e Infantería de Marina.
Dos días antes había sido sometido a un consejo de guerra, que lo sentenció a la pena de muerte “por abandono de destino”. Tuvo la mala suerte de caer en manos del coronel auditor José García Rendueles, a quien había retrasado un ascenso en su etapa de subsecretario, y -como en otros episodios de esa terrible guerra- el rencor funcionó. García Rendueles, no obstante, moriría de un infarto meses después cuando se encontraba firmando una sentencia de muerte, la que hacía el número 469 con su rúbrica.
La ejecución del almirante se produjo a las seis en punto de la mañana de aquel 4 de agosto. De paisano -porque se negó a acudir de uniforme al paredón- y con un crucifijo en la mano, se despidió del sacerdote que le acompañaba y se enfrentó valientemente a la muerte. Tras la descarga, una banda de música tocó tambores y las fuerzas militares presentes desfilaron -con vista- ante su cuerpo yacente. Una ambulancia de Marina se encargó, con el capellán castrense como único acompañante, de trasladar enseguida el cadáver al cementerio ferrolano, donde fue entregado a la familia.
La muerte de Azarola dolió a la República, pero también fue traumática para algunas derechas encuadradas ya en el bando nacional. Pese a que contaba con familiares comprometidos con el alzamiento e, incluso, con dos sobrinos fundadores de Falange -Sancho Dávila y Julio Ruiz de Alda, éste último asesinado días después-, fue vilipendiado por Queipo de Llano en sus alocuciones por Radio Sevilla. Y aún más: acabada la guerra, su hijo Antonio -marino e ingeniero como su padre- tuvo que defender su honor ante la insidia de algunos emergentes, que llegaron a acusar al almirante de enriquecimiento ilícito cuando no tenía más fortuna que su sueldo de marino y unos valores bursátiles que su mujer había heredado de su padre, el almirante cubano.
Mientras los hermanos Moreno descansan entre laureles en el Panteón de Marinos Ilustres, de San Fernando, cada 16 de julio, festividad de la Virgen del Carmen, es renovada con flores naturales la tumba de Azarola en el cementerio de Villagarcía de Arosa, como recuerdo permanente y en silencio de su familia -ahora a través de sus nietos- a la memoria del almirante fusilado. No les quedó rencor, sino orgullo, y de hecho su hijo Antonio -casado con una gaditana, hija del cónsul de Suecia en nuestra ciudad- prosiguió su carrera naval con Franco.
Las generaciones que han seguido al almirante y a sus ascendentes han continuando y continúan tomando el relevo del legado recibido en estos dos siglos -narrados hoy en clave histórica- de esta familia gaditana de ida y vuelta. Una familia viajera, de vocación americana, que enriqueció artísticamente a la ciudad de Cádiz, defendió la legitimidad española en momentos convulsos y propagó la ciencia médica más allá de nuestras fronteras. Y todo ello con piso fuerte en el paso de los tiempos, lo que -como gaditano y ahora ateneista- me obliga a rendirle este homenaje de palabras -en esta calle Ancha tan presente en sus vidas- como recuerdo a la grandeza de lo que hicieron y nos dejaron para la posteridad.
Muchas gracias.
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