Esta mañana la radio nos ha dado una triste noticia. La muerte en Anantapur (India) de Vicente Ferrer, hombre excepcional, modelo ejemplar de cooperante y fundador de la Fundación que lleva su nombre. Conocí a Ferrer demasiado tarde y no por motivos profesionales. Y me arrepiento hoy, cuando empiezo a leer las primeras reacciones a su fallecimiento, de no haberlo hecho antes. Fue gracias a una persona comprometida con la cooperación que admira su obra y que me llevó a dos citas privadas con él hace apenas cuatro años, una en Madrid y otra en Anantapur, una población con extrema pobreza ubicada en la región de Andhra Pradesh y que pasaría desapercibida para propios y extraños si no fuese porque allí se encuentra el gran legado de este barcelonés, ex combatiente republicano (Quinta del biberón), sacerdote jesuita hasta 1970 y después líder de un proyecto que ha causado admiración en el mundo ocidental, pero también envidias e incomprensiones en el país donde se desarrolla.
No voy a competir con quienes desde hoy regarán con ríos de tinta periodicos y webs elogiando la obra de Ferrer. Ni tampoco voy a contar más de lo que ya se sabe de él, que para eso tiene a sus biógrafos. Pero sí quiero sacar de mi intimidad personal lo que supusieron mis dos encuentros con este apóstol civil tan laudado. Tanto en Madrid como en Anantapur, donde recalé en agosto de 2005 tras un largo viaje por India, todo en mi fueron silencios. Me rendí ante su palabra y sus gestos. Ante su mirada, ante sus recuerdos, ante su ministerio y ante su obra. Jamás me había ocurrido con nadie, porque esta profesión que ejerzo, la de periodista, te blinda los sentimientos. Y es que ante mí -privilegiado yo- tenía a un hombre carismático, distinto y diferente a los demás, que transmitía bondad y serenidad al mismo tiempo, y cuya sonrisa, la misma que esboza en la foto que acompaña a este post, identifiqué inmediatamente con la llamada permanente que este mundo, tan sucio a veces, nos exige hacia la solidaridad.
En esta vida hay un antes y un después al visitar India. Cuando estuve no supe si era magia o espiritualidad. Lo cierto es que esa tierra es diferente y te absorbe con facilidad, haciendo que broten tus sentimientos más profundos. Dicen que India invita a volver y que cambia a las personas. Yo creo que sí. Y más áun después de haber observado en silencio durante cuatro días la gran obra que ahora nos ha dejado Vicente Ferrer. Hoy viernes 19 de junio más de 155.000 personas, todas ellas colaboradoras en España de esta organización, están sumamente tristes. Como también lo están los 140.000 niños de Anantapur, muchos ya en la adolescencia, que sienten como algo propio y familiar a sus padrinos españoles. O los veinte mil hombres y mujeres que Vicente separó de la sumisión de castas, enseñándoles a ser personas y dotándoles de vivienda digna, además de dispensarios, hospitales, escuelas, centros de formación y lo más fundamental de todo, un trabajo. Con Vicente Ferrer se va una excepcionalidad irrepetible. Pero nos deja una hermosa obra que, aunque pequeña y perdida en esa zona meridional de India, seguirá ayudando a cambiar el mundo.