He estado solamente una vez en León, Nicaragua. Pero fue una estancia tan corta como fugaz. Y me quedé sin visitar la tumba de Ruben Darío. El padre del modernismo poético. Que descansa en la catedral metropolitana de la Asunción, exponente secular del barroco blanco centroamericano. De esto hace ya unos años, aunque confío en volver. La torre de marfil tentó mi anhelo./ Quise encerrarme dentro de mi mismo,/ y tuve hambre de espacio y sed de cielo/desde las sombras de mi propio abismo. Darío nació en 1867 en (San Pedro de) Metapa, un municipio a 90 kilómetros al norte de Managua que en 1926 cambió su nombre por el del poeta. Y cuando contaba tan sólo un mes fue trasladado a León, donde transcurrió su infancia. Nicaragua tiene dos grandes ciudades de origen colonial. Granada, ubicada en la ribera del lago Cocibolca. Muy andaluza en su trazado. Y León, que se encuentra a 20 kilómetros del Pacífico. Más castellana. Tanto una como otra -fundadas en 1524 por Francisco Hernández de Córdoba– se reparten el origen de las principales familias criollas del país. En el caso de León, no sólo es una importante ciudad agroindustrial sino también la capital intelectual de Nicaragua. De hecho, en ella se encuentra la última universidad fundada por los españoles en América. Y que data de 1813. He leido bastante sobre el mausoleo de Darío. Y sé que junto a la sepultura reposa un león caído probablemente inspirado en el de Lucerna. Pero me fastidia no tenerlo registrado. Como tampoco leer sobre piedra el epitafio que le compuso Antonio Machado al poeta tras enterarse de su muerte. Si era toda en tu verso la armonía del mundo/ ¿donde fuiste, Darío, la armonía a buscar?/ Jardinero de Hesperia, rusiseñor de los mares/ corazón asombrado de la música astral,/ ¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno/ y con las nuevas rosas triunfante volverás?/ ¿Te han herido buscando la soñada Florida,/ la fuente de la enterna juventud, capitán? Nacido al mes de la separación de sus padres -un matrimonio de conveniencia, él alcohólico y mujeriego-, desde muy niño Darío sufrió desapego familiar. Porque al poco de nacer fue abandonado por su madre a unos parientes. Tras aprender a leer a los tres años, a los diez ya conocía El Quijote. E incluso Los oficios, de Cicerón, además de algunas piezas teatrales de Moratín. Que en esta lengua madre la clara historia quede, /corazones de todas las Españas, llorad/ Rubén Darío ha muerto en su tierra de oro,/ esta nueva nos vino atravesando el mar./ Pongamos españoles, en un severo mármol/ su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más:/ Nadie esta lira pulse, sino es el mismo Apolo,/ nadie esta flauta suene, sino es el mismo Pan.
Darío conoció a Machado en Paris en 1902, surgiendo entre ambos una sincera amistad sustentada por la admiración que le tenía el español -colaborador entonces de las revistas modernistas Electra y Helios– a la obra poética del nicaraguense. Y reflejada en el poema Al maestro Rubén Darío. Que éste contestaría más tarde con una oración que incluye en su poemario El Canto Errante (1907). Y que concluye así: Montado en un raro Pegaso,/un día al imposible se fue./Ruego por Antonio a mis dioses,/ellos le salven siempre. Amén. Viajé de forma asidua a Nicaragua como corresponsal de El País en la década de los noventa. Con el Frente Sandinista por vez primera en la oposición. Tras la derrota que sufrió en 1990 frente a un mosaico de 14 partidos que se unieron para derrotarle. Pero esta coalición antisandinista fue más una torre de babel que de marfil. Porque desde la víspera electoral los más derechistas cuestionaban ya el liderazgo de Violeta Barrios, su cabeza de lista. Ya presidenta, se apoyó en los más moderados. Y con el ingenio político de su yerno Antonio Lacayo (además del predicamento del cardenal Miguel Obando) gobernó seis años Nicaragua desde el centro con apoyos puntuales a derecha e izquierda. Pienso que fue lo mejor que le pudo pasar al país. Porque evitó el cambio brusco. Y permitió reformas que con mayor confrontación no habrían sido posibles. Entre ellas, la reducción a un 20% de los efectivos del Ejército. Que entonces era el sandinismo armado. Y la eliminación del servicio militar patriótico. Que resultaba desproporcionado para las necesidades del país. Aquello lo ví desde el primer momento. Y me costó ciertas incomprensiones puesto que la mayoría de la prensa extranjera de entonces vivía como propio el sueño revolucionario. Violeta Barrios no tenía estudios superiores, pero llegó al poder con el liderazgo moral de ser la viuda de un mártir, el periodista Pedro Joaquín Chamorro Cardenal. Director y propietario del diario La Prensa. Que había sido asesinado bajo la dictadura de Somoza. Aquella Nicaragua de los noventa estaba más que reflejada en la propia familia Chamorro. Doña Violeta, su hija Cristiana y su yerno Lacayo, en el centro político del país. Su primogénito Pedro Joaquín Chamorro Barrios – procedente de la contra-, en la derecha del sistema. Y Carlos Fernando -ex director de Barricada, hoy felizmente enfrentado al sandinismo-, en la izquierda. Donde también militaba Claudia, politóloga y, por ende, la única de los cuatro hijos de Violeta Barrios que no es periodista.
La primera persona que conocí nada más pisar suelo nicaragüense fue a la periodista (y después escritora) María Lourdes Pallais. Mujer culta, y extraordinariamente bella, que reunía todas las cualidades para ser la protagonista principal de una novela de John Le Carré. Tenía entonces 38 años. Y era sobrina de Somoza. Su padre -diplomático e íntimo colaborador del dictador- se encontraba exiliado en Miami. Y su madre (peruana de origen) residía en Lima junto a un hermano científico. Había sido amante de Manuel Ulloa, primer ministro de Perú. Y antes de instalarse en Managua -a donde había regresado atraída por la Revolución- vivió en Nueva York. Periodista por la Universidad de Columbia -lo que le permitió trabajar para la agencia Associated Press y la cadena CBS-, sobre María Lourdes pendía una leyenda divulgada con malicia en 1988 por el comandante Tomás Borge. Uno de los personajes más siniestros (y perversos) del sandinismo. Y que hoy disfruta de una canonjía como embajador de Nicaragua en Perú. Contó Borge en aquella ocasión (y en presencia de María Lourdes) que había estado infiltrada en la CIA como agente doble del sandinismo durante quince años. Y se apoyó en un interrogatorio a que fue sometida en ese sentido por el FBI semanas antes con ocasión de un viaje rutinario a Nueva York. Donde en 1986 una agente del servicio secreto -conocedora de su relación con Nicaragua- intentó captarla sin éxito. No sé que pretendía Borge con aquello. Tal vez presentarla como heroína para desviar la atención que su vuelta a Nicaragua podría despertar sobre la extraña (y nunca aclarada) muerte de su hermano Marcel Pallais. Combatiente sandinista de primera hora asesinado de un tiro en la cabeza en las calles de Managua cuando la ciudad festejaba la caída de su tío Somoza. Hay muchas hipótesis sobre este crimen, pero la mayoría sostiene que la bala asesina salió de las filas sandinistas. Probablemente temeroso algún comandante de crear confusión al pueblo mostrando como héroe popular a un sobrino del dictador. Dicho esto -que lo he llevado interiorizado con dolor en los últimos quince años-, regreso nuevamente al poeta. Pero sin dejar a María Lourdes. Entonces princesa descalza. Y hoy entrañable amiga residente en México. Porque su abuela –Margarita Debayle Sacasa– fue musa de Darío. Que le dedicó -cuando era una niña de sólo 8 años- una de sus obras más universales. Una tarde la princesa/ vio una estrella aparecer/ la princesa era traviesa/ y la quiso ir a coger./ Margarita había nacido con el siglo en León. Era hija de un médico de origen francés, pero también nieta y sobrina de presidentes nicaragüenses. La quería para hacerla/ decorar un prendedor,/ con un verso y una perla, / una pluma y una flor. El poema lo compuso Darío en 1908 en la hacienda de la familia Debayle en la isla del Cardón, bahía de Corinto. Y es hoy una de las piezas literarias más hermosas (y perfectas) del idioma castellano. Las princesas primorosas,/ se parecen mucho a ti:/cortan lirios, cortan rosas/ cortan astros. Son así. Sé del cariño que le profesaba María Lourdes a su abuela. Que falleció en Lima en 1983 tras cuatro años de exilio. Junto a la familia Debayle–Pallais–Checa. Que el pasado mes de mayo trasladó a la catedral metropolitana de León sus cenizas. Y que desde entonces reposan en la tumba familiar de los Debayle. Muy cerca del mausoleo del poeta que custodia ese león caído. Verso, perla, pluma y flor. Pues se fue la niña bella/ bajo el cielo y sobre el mar,/ a cortar la blanca estrella/ que la hacía suspirar.