Papantla de Olarte se encuentra en el Estado mexicano de Veracruz. Significa Luna nueva. Es una ciudad de fuerte componente indígena. De origen totonaca, que era la cultura dominante en la región antes de que llegaran los españoles. Está cerca de El Tajín, que significa ciudad del trueno. O de las tempestades. Fue uno de los lugares descritos por Humboldt en su visita a México. Y dibujado por su discípulo Karl Nebel. El Tajín alberga una de las construcciones más impresionantes de la cultura mesoamericana. La Piramide de los nichos. Llamada así por disponer de 365 hornacinas. Que según los expertos representa un calendario con los días del año. La pirámide se eleva sobre siete plataformas superpuestas, con un acceso por su cara norte a modo de escala que conduce a la cúspide. Sobre un amplio espacio abierto, en cuyas inmediaciones se han localizado más de 200 edificios y casi una veintena de campos para el juego de pelota. Los totonacas eran politeistas. Y en esa cúspide adoraban a sus deidades sagradas. Tlaloc, la lluvia. Chihuacoalt, el viento. Xipetopec, la fertilidad. Quetzalcoalt, la serpiente emplumada. También se hacían allí sacrificios. Es Papantla pueblo mágico. Donde se cultiva la orquídea de vainilla. Que recibió ese nombre de los conquistadores españoles. Por su parecido a las vainas de las espadas, aunque en proporción diminuta. La flor de la vainilla está asociada a una leyenda de amor. La de la princesa Tzacopontziza, que significa Lucero del Alba. Preservada en la virginidad por su padre el rey Teniztli, un día fue raptada por otro príncipe. Zkatan-Oxga, que significa Joven Venado. Pero fueron capturados. Pagando con sus vidas aquel atrevimiento. En el lugar donde derramaron su sangre creció con el tiempo un arbusto, de cuyo tallo brotó una planta que fue trepando hacia su copa. Esa planta dio una hermosa flor, que impregnó con su aroma el lugar. Convirtiéndose así en flor sagrada. Que cautivó después a los españoles.
Papantla huele a vainilla. Los totonacas hacían con su esencia una bebida espiritual. Los españoles la incorporaron a la repostería. Crearon perfumes. Hoy es un ingrediente importante de la cocina autóctona. Que condimenta sus salsas. Baña de aroma sus dulces. Da sabor de origen a sus platos. Es olor de Veracruz. Tierra de pájaros papanes. De tejones. De mapaches. De coyotes y gavilanes. De bosques de cedro, de jonote, de laurel. De ceibas y palo mula. Tierra también de Serafín Olarte, el indio-libertador. De los guaguas, danzantes del sol. Y de los voladores de Papantla. Tradición prehispánica que sobrepasa fronteras. Puebla y San Luis Potosí. Patrimonio de la Humanidad. Como El Tajín. Obra del hombre mesoamericano. Totonocapan, tierra de los tres corazones. Los voladores de Papantla llevan más de quince siglos haciendo sus práticas rituales. Son danzantes que escalan un mástil de madera clavado en tierra para estar más cerca del cielo. Originariamente como rogativa de lluvia. Para hacer más fértil la tierra. Pero hoy como espectáculo de riesgo en un país donde todo es multicolor. Son por lo general cinco hombres-pájaros, cuatro que vuelan y un caporal que acompaña la ceremonia con música y danza desde un vértice giratorio, al que llaman tecomate. Representan a la Tierra, el fuego, el aire y el agua. Los cuatro puntos cardinales. Los voladores se lanzan -sujetos por un cable y con los brazos extendidos- al vacío desde una altura de 30 metros. Dando giros. Enfundados en pintorescos trajes regionales de manta sobre colores rojizos. Que combinan con un pequeño penacho que simula el copete de un pájaro. Con cintas que cuelgan de sus espaldas. Tantas como colores tiene el arcoriris. Y con dos medios círculos a ambos lados que simulan alas. Mientras el caporal interpreta notas musicales con un flautín de carrizo y un pequeño tamboril que sujeta con la palma de su mano derecha. Canto que rinde culto al sol. Sinfonía de colores sobre cielo azul.
Durante siete años me han acompañado estos voladores en mis mañanas en el Distrito Federal. En las proximidades del Museo de Antropología. Entre el Paseo de la Reforma y la Calzada de Ghandi. En Chapultepec. Cerca de mi antigua casa mexicana. Donde llevan instalados más de 25 años. Haciendo 12 vuelos al día. El doble los fines de semanas. Cautivando a niños y mayores. También al forastero. Como cautivaron a los españoles cuando llegaron a Papantla con sus caballos y armaduras. Y comprobaron que de México a Nicaragua los pueblos de Mesoamérica pedían la lluvia en ritual de vuelo. Como hombres-pájaros. Eligiendo troncos firmes para estar más cerca del cielo. Del astro sol. Con el tamboril, con el que representan los latidos de la Tierra. Y con la flauta, con la que interpretan la descarga de un relámpago. México es un país que mantiene viva sus tradiciones. Que exhibe con orgullo en cualquiera de sus rincones como exponente de su fuerza cultural. En total se calculan que 600 personas se dedican a estos rituales del recuerdo. No sólo en el Estado de Veracruz sino también en los de Puebla y San Luis Potosí, así como en el DF. Existe una escuela de niños voladores, donde se enseña esta práctica asociada a su origen religioso. También programas para la recuperación del chicozapote (tsakáe kiwi), que es el árbol originario de donde procede el mástil que los sostiene. Los voladores de Papantla son desde el pasado 30 de septiembre patrimonio de la humanidad. Reconcimiento internacional que compartirá ahora con El Tajín. La ciudad del trueno. Junto a Papantla. Donde Lucero del Alba fue sacrificada junto a Joven Venado. Efímero amor. Planta sagrada. De la que nació la flor de la vainilla.