Fue en septiembre de 1978 cuando me encontré por vez primera frente a frente con Fidel Castro. Asistíamos el periodista Jose Virgilio Colchero y yo a una recepción que el Comandante ofrecía a la delegación que acompañaba a Adolfo Suárez en su visita como jefe de Gobierno a La Habana. Colchero, corresponsal diplomático del desaparecido diario Ya, estaba obsesionado por saber si la pistola que llevaba al cinto Castro era de fabricación española. Alguien le había dicho que sí, pero quería comprobarlo. Y me arrastró en el empeño. Cuando tuvimos ante nosotros a Castro se lo preguntamos. Y entonces el Comandante desenfudó la pistola, se la mostró a Colchero y nos invitó a identificarla. Si no me falla la memoria, creo que era una Star automática del calibre 45. Fabricada en Eibar por la armería de Bonifacio Echeverría. Esa instantánea me acompaña desde entonces. No sólo por el impacto que me produjo. Sino por ser la primera (y única) vez que he tenido tan cerca una pistola. En aquellos tiempos Castro era para muchos españoles todo un mito. Prototipo de una novela de caballerías trasladada al siglo XX. Y para un periodista de 24 años como yo -marcado por el momento político de entonces- el guerrillero elevado a héroe sobre el que no cabe discusión. No me arrepiento de lo que pensaba en aquellos años, pero el tiempo me ha hecho cambiar respecto al Comandante. Especialmente cuando fuí conociendo aspectos desgarradores de su personalidad. Y mucho antes de que me expulsara de Cuba por mis crónicas en el diario El País. Octubre de 1991. Reconozco que los periodistas españoles hemos tenido mucha culpa en la glorificación de Fidel. Unas veces por admiración. Y otras por suponer que en el fondo era tan español como nosotros. Cuando nunca lo fue. Como tan poco ha sido nunca gallego. Que es lo que pensaba Franco, que no rompió con la Revolución. E invitó al Ché a Madrid. O después Fraga, que creyó a Castro de los suyos. Y le organizó (cuando era presidente de la Xunta) una visita a Galicia para que conociera la casa donde había nacido su padre. En el concello de Láncara, provincia de Lugo.
Estuve en Láncara el 28 de julio de 1992 cubriendo para El País la visita de Castro al terruño de su padre. Ángel Castro Argiz. Un parroquiano de extracción humilde que fue movilizado como recluta sustituto para la Guerra de Cuba. Y que regresó a la isla en 1899 para probar fortuna como emigrante. Tras una sonada partida de cartas con un convecino acaudalado llamado Ventura que se jugó las tierras, la casa y su propia esposa. Perdiéndolo todo en favor de Castro Argiz. Que le perdonó la deuda a cambio de no se sabe qué. Esa es al menos la leyenda que corre en aquellas tierras lucenses. Y que a Fidel -preguntado en 1988 al respecto- no le extrañaba porque tenía constancia de que su padre fue un excelente jugador. El progenitor del líder cubano ya era rico doce años después de llegar a Cuba. Tras abrir una bodega (tienda) con alojamiento para los jornaleros de un ingenio de la United Fruits Company llamado Preston. Y trabajar simultaneamente como contratista en la tala de leña para las calderas de la azucarera. Propietario más adelante de una hacienda en Birán llamada Manacas, casó con la maestra del pueblo. Que le enseñó a leer y a escribir. Y le dio cinco hijos, dos fallecidos al poco de nacer. Pero después apareció en su vida una segunda mujer. Lina Ruz González, nieta de españoles. Y que fue la madre de Fidel, tercero de siete hermanos. Recuerdo a Fraga a lágrima viva ante la que fuera vivienda del padre de Castro en Láncara mientras éste seguía impertérrito los discursos oficiales sin mostrar emoción alguna. El entonces presidente de la Xunta había organizado aquel encuentro para corresponder sentimentalmentea a Castro por la hospitalidad brindada en su visita el año anterior a Cuba. Que discurrió en un baño de multitudes organizado por el regimen. Aunque también convencido de que ambos coincidirían en compartir morriña por ser hijos de emigrantes gallegos. Pero el Comandante estaba en otra. Como siempre lo estuvo. Y en vez de sentirse orgulloso de su padre por haber sido un emigrante exitoso, se presentó a los concurrentes como “nieto de campesinos pobres”. Aquella visita terminó mal. Con Castro abandonando España antes de tiempo al sentirse acosado por los políticos de uno y otro lado que le invitaban a hacer cambios en la isla. Y por la sugerencia que le lanzó el entorno de Fraga para que se retirara en Galicia. Con la mansión del magnate mexicano Mario Vázquez Raña a su disposición. En Avión, municipio orensano de la comarca del Ribeiro.
Las pocas simpatías que yo mantenía ya hacia Castro se esfumaron en 1989 cuando indujo -mediante un juicio farsa– a la ejecución del laureado general Arnaldo Ochoa -héroe de Cuba en África– y del coronel Antonio de la Guardia (junto a otros dos oficiales más) acusados de tráfico de drogas. Y cuando todo el mundo sabía que se trataba de un ajuste de cuentas al percibir el Comandante que estos militares preparaban su relevo en un momento en que la extinta URSS abrazaba la perestroika. Fue el diario oficial Granma el encargado de revelar los supuestos delitos. Que la contrainteligencia de Villa Maristas -la lubianka cubana- se había encargado de tejer finamente a modo de trama para que no existieran dudas de que se trataba de un caso de crimen organizado. Esto ocurría el año en que Rumanía se levantaba en barricadas contra Ceaucescu. Y el matrimonio presidencial era fusilado a ojos del mundo por sus crímenes. El apellido De la Guardia gozaba de extraordinaria popularidad (y prestigio) en Cuba porque identificaba a dos hermanos gemelos que habían sido amigos personales de Salvador Allende. Tony y Patricio, coronel y general del Ejército respectivamente. Que llevaban toda la vida juntos. Y en envidiable armonía. Como los Kaczinsky polacos hasta la trágica muerte de Lech. Los De la Guardia fueron arrestados, encausados y condenados, pero Tony fue pasado por las armas mientras que Patricio ingresó en prisión con una pena a cumplir de 30 años. Lo más difícil de entender es el grado de crueldad a que puede llegar un personaje como Castro para ordenar la ejecución de un hermano y dejar vivo al otro. Que excarceló ocho años después permitiéndole residir en su domicilio de La Habana en libertad vigilada. Pero sin poder abrir la boca. Este verano los periódicos han llevado a Fidel a portada por su reaparición en público tras cuatro años de retiro a causa de una grave enfermedad. Para sorpresas de unos, ha reconocido su responsabilidad en las batidas contra homosexuales que se llevaron a cabo en los albores de la Revolución. Y para satisfacción de otros, acaba de admitir que el modelo cubano “ya no funciona” ni en la isla, además de censurar a Ahmadineyad por sus expresiones antisemitas. Cabría pensar que el líder cubano a sus 84 años quiere ser absuelto en vida sin esperar a que lo haga la historia. Pero ese cuento no va a arrancar mi compasión. Porque el Comandante que yo conozco es el de la pistola Star al cinto. Que se declara nieto de campesinos pobres antes que hijo de un emigrante gallego al que agració la vida. Y que para mantenerse en el poder decidió eliminar fisicamente a sus contrincantes en un ejercicio de crueldad infinita.