Cinema Paradiso es un canto de amor al cine. Dirigida en 1988 por Giuseppe Tornatore, esta película narra la infancia de un niño de postguerra (Totó) en un pequeño pueblo de Italia. Que crece junto a los consejos del viejo operador del cine parroquial (Alfredo). Que le enseña la magia del proyector para que se busque otros derroteros fuera de allí. Y que -pasado el tiempo- regresa, convertido ya en reputado director de cine (Salvatore), al entierro de aquel, en medio de escenas cargadas de emoción que encuentran en la música de Ennio Morricone una conjunción perfecta. La película se ganó un oscar al año siguiente como mejor cinta extranjera. Pero, al margen de los laureles, es toda una cátedra de lo que significó el viejo cine. Cuando acudí a ver esta película, sus escenas me resultaron familiares. No en vano, conocía una historia real -idéntica, diría yo- que venía escuchándole desde años antes a mi amigo Juan Lebrón. Hijo del operador de sala del Cine Torcal, de Antequera. Y de quien recibió sus primeras enseñanzas sobre cine. Que le llevaron en los años 70 a iniciarse en la fotografía en Londres. Para trabajar luego como cámara de televisión por todo el mundo. Lebrón es el productor de Sevillanas (1991) y Flamenco (1995), ambas dirigidas por Carlos Saura. Y trabajó con Rodríguez de la Fuente, en El Hombre y la Tierra, y con Mercero, en Verano Azul. Desde hace más de veinte años reside en Sevilla. En la plaza de Alfaro, en pleno barrio de Santa Cruz. Por donde ha pasado todo lo mejor del cine español. En su casa me presentó a Manuel Gutiérrez Aragón y a José Luis Borau. Y gracias a él conocí a Francis Ford Coppola.
Hoy sobrelleva una difícil enfermedad. La misma que superó Joan Manuel Serrat, lo que le tiene animado. Porque se llaman y se cuentan sus cosas. Esta mañana hablé por teléfono con él cuando salía de la Ruber. Estaba eufórico. Y eso que el miércoles pasa por quirófano. Hemos quedado para después. Porque tengo que contarle mi último viaje a Antequera. Donde empujado por el argumento de Cinema Paradiso -y por la similitud que tiene con su trayectoria- me fui a conocer el Cine Torcal, cuyo edificio está declarado bien de interés cultural. Tengo que confesar que jamás había visto su fachada. Pero cuando me topé con ella no sólo quedé sorprendido, sino que empezaron a lloverme recuerdos sobre mis cines de infancia. El Cine Torcal, de estilo racionalista, fue levantado por un prestigioso arquitecto de Cádiz, mi ciudad natal. Antonio Sánchez Estévez, impulsor de la arquitectura moderna en ese extremo de Andalucía. Y cuyo nombre está unido en estilo -y con asombroso parecido- a dos coquetos cines gaditanos que frecuenté de niño. Lamentablemente ya desaparecidos. El Gades (1933) y el Municipal (1936). Sánchez Estévez levantó otros cines en Cádiz, como el Andalucía (1949) -que era también teatro- y el Imperial (1952), este último junto al arquitecto zaragozano Fernando García Mercadal, a quien Francó había rehabilitado por entonces de la purga de la guerra civil. Al igual que las anteriores, ninguna de estas salas ha sobrevivido a estos tiempos, como tampoco el Cine Almirante, de San Fernando, también de Sánchez Estévez y donde presencié por primera vez La Prima Angélica. Cine levantado a iniciativa de doña Anunciación Guitián Arias, esposa del almirante Ramón Agacino de Armas, uno de los poderes fácticos de esa ciudad departamental en los años 40.
Mi primera sala de proyecciones fue la del Colegio San Felipe Neri, en el casco antiguo de Cádiz. Con apenas siete años. Edad en la que empezábamos ya los niños a coleccionar fotogramas. Cuando los marianistas nos sometían a sesiones de cine de aventura en blanco y negro los sábados por la tarde. Películas enlatadas de la distribuidora de Cesáreo González que llegaban en sacas de correos precintadas. Suevia Films, con una bandera de Vigo ondeando al viento sobre la ría. Cuando no Cifesa, de la familia Casanova. Con su Micalet como distintivo. O Ízaro Films, de Julián de Reyzabal. Que empezó de reventa de entradas en los cines de Bilbao y terminó siendo dueño de los principales cinematógrafos de la Gran Vía de Madrid. El mismo que anunciaba sus películas con la isla de Tabarca, que no venía en los libros de texto. Y que los niños de entonces ubicábamos en lugares remotos empujados por nuestras fantasías. La primera superproducción en color que ví en un cine de estreno fue Los Diez Mandamientos, que presentaba solemnemente la Paramount con su montaña nevada de 22 estrellas. Y que con sus 96 años es actualmente el logo más antiguo de Hollywood. A aquella película bíblica le siguieron en mi infancia otros colosales estrenos avalados por la fuerza que tenía dentro del regimen el productor Samuel Bronston. Rey de Reyes. El Cid. 55 días en Pekín. Y La caída del Imperio romano. Así entró mi generación en el cine universal. El de Hollywood. Unas veces presentado por el león de la Metro, que se llamaba Stats y había nacido en el Phoenix Park (zoo) de Dublín. Otras por la dama de la antorcha que identifica a la Columbia. Y de la que más de diez mujeres han reclamado ser ella. Aunque sin éxito en los tribunales. 20th Century Fox, Warner y Universal Pictures. Distribuidoras con fuerza para salas con excelencia repartidas por toda España. Rex. Apolo. Olympia. Coliseum. Astoria. Rialto. Lux. Pompeya. Capitol. Savoy. Tívoli. Emperador. Alcázar. Imperial. Compartiendo espacio con los cines populares. Llámese Torcal. Que lleva el nombre de una hermosa montaña de Antequera que nada tiene que envidiar a la que nos muestra la Paramount. O Paradiso. Que suele ser también un lugar en donde convergen las estrellas. Como las que coleccionaba de niño Juan Lebrón. En aquella cabina de cine de pueblo.