Calle del Molino

Desde antes de la invasión inglesa de Cádiz (1596) existía en el Campo de la Jara (o Xara), hoy Plaza de San Antonio y alrededores, un molino de viento harinero. En los siglos XVI y XVII, el Campo de la Jara era la mayor extensión cultivable de la ciudad seguida de la llamada Viña de Malabar –después transformada en Barrio de la Viña-, propiedad entonces de un labrador de cera llamado Juan López de Malabar. El molino del Campo de la Jara estaba ubicado en un lugar llamado Horca de los Franceses. Y disponía de al menos nueve tierras de cultivo a su alrededor, que se supone les proveían de grano cada cosecha. Tuvo varios propietarios, entre ellos el maestro mayor Antonio de Céspedes. Pero en 1674 pertenecían a Andrea D’Avalos de Sangro, general Príncipe de Montesarchio. Gobernador de la Armada y Jefe de expedición entre 1666 y 1671 de las flotas de galeones de la Carrera de Indias. Montesarchio fue un general naval que sirvió a España en el tránsito de los Austrias a los Borbones. Habitualmente tenía su residencia en Nápoles, en donde había nacido en 1618. Pero tras acabar su mandato como responsable de la Flota de Indias puso sus tierras gaditanas en arriendo. Porque pasó a mandar la Escuadra del Mediterráneo. Que operaba desde Sicilia. No existen datos históricos que describan como era aquel molino de viento harinero del Campo de la Jara, pero se le supone similar a los de trípode que se extendían entonces por la costa gaditana. Vejer, Conil y El Puerto de Santa María. Y que están reflejados en los dibujos que el artista flamenco Georges Hoefnagel realizó para la obra Civitatis Orbis Terrarum (Ciudades del Mundo). Editada en 1572 por el canónigo de la catedral de Colonia, Georg Braun. Con el paso de los años, aquel Campo de la Jara se fue poblando de viviendas ante la falta de suelo en la ciudad. Y la denominada Horca de los Franceses dio nombre a una calle que allí se creó. Pero el recuerdo del molino se impuso sobre la nomenclatura primitiva. Y en 1716 la calle pasó a llamarse Molino (de Viento). Mientras que la Horca se quedó por corrupción en Oca, dándole nombre a una pequeña cerrada allí existente. Hoy arbolada. Y que por un breve tiempo fue dedicada (por iniciativa del escritor José María Pemán) a la actriz hispanoargentina Lola Membrives, para quién los hermanos Machado escribieron en 1929 La Lola se va a los puertos.

Aquella calle -que desde 1899 se llama Adolfo de Castro– forma parte de mis recuerdos de infancia. Junto a su actual nombre figura aún el azulejo con la antigua denominación. Calle del Molino. De niño me perdía por esos lugares intentando descubrir mundos imaginarios más allá de la plaza a la que solía ir a jugar. Que no era otra que la misma Plaza de San Antonio, levantada sobre el Campo de la Jara. De aquel molino queda hoy el nombre de una tahona que se ubica a principio de calle -en el número 4-, en un edificio de sólo dos plantas. Y que colinda con otra casa que hace esquina con la calle Buenos Aires en cuyos bajos estuvo establecida durante un tiempo una imprenta. Que se llamó hasta el siglo pasado Imprenta León, pero que antes fue la accesoria donde tuvo su escritorio el padre del anarquista (y alcalde) gaditano Fermín Salvochea. He estado visitando hace unos días la Panadería del Molino gracias a la cortesía de su actual propietario, Francisco González. Que me mostró el horno de piedra primitivo en el que sigue elaborando cada día el pan de leña. Y me permitió comprobar que aún existe la vieja cancela de hierro forjado que separa la tahona de la calle. Me introduje en aquella panadería con las alforjas llenas. Porque conocí (y conozco) a los anteriores propietarios, la familia Castellano Pavón. Y porque en esa panadería está la génesis (hasta ahora inédita) de una de las sagas de juristas más importantes de este país, los Rodríguez-Piñero. Conversaba de ello días pasados con mi querido Luis Martí Mingarro, decano del colegio de abogados de Madrid hasta 2007. Y le añadía que -además de saga- tres de sus miembros también conforman dinastía política, puesto que representan otras tantas generaciones de diputados a Cortes en línea directa. Manuel Rodríguez Piñero (reformista), patriarca de la saga. Santiago Rodríguez-Piñero (radical republicano), su hijo. E Inmaculada Rodríguez-Piñero (socialista), ejerciente en la actualidad, además de hija del anterior. En Cádiz -donde nacieron los dos primeros y por cuya provincia fueron diputados- es muy común por parte de algunas instituciones recordar con placas lapidarias a sus mejores hijos. E incluso a algunos que no son hijos. Y pasaron por la ciudad de forma breve. Con tristeza observo que ningún Rodríguez-Piñero haya sido reconocido al respecto. Y más triste aún es que los historiadores locales -salvo honrosas excepciones- tampoco lo hayan hecho. Pero para eso estamos otros. Como también la grandeza de la red.

En el Cádiz isabelino la tahona a la que me refiero era conocida como Antigua Panadería del Molino. Y entre sus especialidades se encontraba el llamado pan de privilegio. O pan blanco, que era privilegio de ricos. Y también las galletas de embarque, que eran unas tortas de harina de trigo que sustituían al pan en las travesías de alta mar. Dirigía el negocio en calidad de propietario Manuel Rodríguez García, hijo de gaditanos humildes. Y casado con María Dolores Piñero del Valle, igualmente gaditana aunque de padre nacido en Marín. También de orígenes humildes. Rodríguez García era de familia panadera. E incluso tenía un hermano mayor de nombre José que por matrimonio había emparentado con la heredera de una importante firma harinera –Hijos de F.J. Merello– que ya existía en el Cádiz inmediatamente posterior a 1812. Fruto de ese matrimonio nacieron cinco hijos, tres de ellos varones. Y cuyo primogénito -de nombre Manuel (1872)- fue educado en el prestioso colegio de San Francisco de Paula, sito en el número 1 de la Plaza de Topete. Que dirigía el alférez de navío Federico Hombre Ochoa. Era San Francisco de Paula un colegio laico, pero con dirección espiritual. Que en aquel tiempo ejercía el presbítero Antonio Alvarez León. En sus aulas se cursaban primera y segunda enseñanza, pero también se preparaban carreras de Estado. Disponía de un gabinete de idiomas, en el que se impartían clases de francés, inglés e italiano. Y las clases de primera enseñanza, elemental y superior tenían un coste mensual de 12 pesetas para los alumnos externos, pués el colegio también funcionaba como internado. El abogado Manuel Rodríguez Piñero -patriarca de la saga- creció entre el olor a pan recién hecho, sus juegos de niño en la Plaza de San Antonio y los trayectos hacia el colegio de la Plaza de Topete, que le obligaban a pasar dos veces al día por la calle Ancha. Una de las vías más concurridas de la ciudad. Y en la que -como escribió Pemán- se saludaban durante la francesada dos cadetes que serían más tarde protagonistas de nuestra reciente historia. Uno llamado Zumalacárregui. Y otro Espartero. Fue Manuel Rodríguez García un adelantado de su tiempo porque antepuso la formación universitaria de su hijo al negocio panadero. Le supuso sacrificios, pero dejó una heredad ordenada entre sus descendientes, uno de los cuales ha llegado a presidente del Tribunal Constitucional. Y otros ejercen (y ejercieron) la abogacía o la docencia en el Derecho en diferentes puntos de España. Ese instinto de anteponer la formación universitaria al negocio familiar no era muy común en la España de entonces, pero sí en la ciudad de Cádiz. Donde la burguesía desempeñó un papel destacado en el siglo XIX. Propiciado por el tránsito marítimo. Mediante el que llegaban las ideas a la ciudad. Y por el peso de un pasado ilustrado que se transmitía de padres a hijos. Manuel Rodríguez Piñero falleció en Cádiz el 9 de junio de 1929, seis años después de que la Dictadura de Primo de Rivera le interrumpiera su mandato como diputado a Cortes.