Madrid ha amanecido con cielo gris. Que es el color que suele acompañar a los fríos que nos transitan hacia el invierno. Neruda comparó el cielo gris con la tristeza. E incluso con la muerte. Aunque esto último me parece exagerado. Por muy poética que sea la metáfora. El gris es color minero, pero que yo sepa la mina en Madrid sólo está en la garganta flamenca. O en la guitarra que le da compañía. La taranta es un cante de las minas. Que según los eruditos tuvo su mayor exponente en Rojo el Alpargatero. Cantaor murciano del que se llegó a decir que era El Mellizo de Cartagena. Fueron los firmes puntales/ del cante cartagenero/ la Peñaranda, Chilares/ Rojo el Alpargatero/ y Enrique el de los Vidales. De nombre Antonio Grau Mora, El Alpargatero se hizo con estos cantes primero en La Unión. Y después en Cartagena. Cuentan que solía presenciar al alba desde su ventana la marcha de los mineros. Que acudían al trabajo cantando a coro trovas y otras composiciones populares. Julián Pemartín, que aparte de jefe falangista fue un entendido del flamenco, dejó escrito que la taranta es una derivación del fandango de Almería. Que viaja a Levante con los emigrantes del oriente andaluz que acudían a sus minas a finales del XIX en busca de trabajo. Camarón concluía la taranta con aires de cartagenera. Lo mismo que hizo el domingo último en el Auditorio Nacional con su guitarra Pepe Habichuela. Que ha bautizado a su taranta con el nombre del cantaor de La Isla. El trompetista Don Cherry dijo un día que la guitarra de Habichuela suena a madera de árbol que llora. Y el domingo esa guitarra compartió compás con el contrabajista británico Dave Holland. Virtuoso del jazz reconocido en todo el mundo capaz de suplir la garganta flamenca con sus notas. Holland y Habichuela se conocieron hace unos años en los festivales de jazz del San Juan Evangelista (1). Y se sintieron atraídos mutuamente, hasta el punto de que el maestro británico le pidió a Habichuela que le iniciara en el flamenco. Hoy día Holland no sólo toca flamenco puro con el contrabajo, sino que le pone voz con sus cuerdas a la taranta camaronera. De Cartagena a Almería/ Ay, de Linares a Cartagena/ de Cartagena a Almería/ donde nació la taranta/ que conocemos hoy día/ y los mineros la cantan.
Llevo toda la semana con la taranta de Habichuela (y de Holland) rondándome la cabeza. Creo que es lo mejor que he escuchado en música fusionada en los últimos años. Pepe Habichuela es el segundo de una saga de hermanos guitarristas de Granada establecidos en Madrid desde los años 60. Los Carmona. Yo conocí a su padre, Tío José Habichuela. Que era también un maestro de las cuerdas. Como lo fueron sus ancestros. La familia Carmona es un granero de artistas. Pero los hijos de Tío José han marcado hito. No sólo por compartir magisterio sino por ser gente sencilla. Y también elegante. Cuando llegué a Madrid en 1974 como universitario, Alejandro Reyes Domene -entrañable amigo- me invito a colaborar en los festivales de jazz (y de flamenco) del San Juan Evangelista. De jazz no tenía ni idea, así que todo lo que sé lo he aprendido desde ese momento. Y de flamenco conocía superficialmente los cantes de Cádiz, así como a algunos de sus mejores intérpretes en aquel momento. Pericón, Juanito Villar y Rancapino, entre otros. Un día acompañé a Alejandro a los camerinos para preparar una actuación de El Lebrijano y José el de la Tomasa, que compartían cartel con Villar y la bailaora Manuela Carrasco. Y allí estaba Tío José Habichuela con su bastón y sombrero de patriarca. Cual celoso guardián del arte heredado en vida por sus hijos. Porque Juan y Pepe eran los acompañantes de aquellas figuras flamencas. Yo he visto siempre a los hermanos Habichuela pegados a una guitarra. Primero a Juan y a Pepe. Luego a Luis, ya fallecido. Y después a Carlos, con quien alguna noche coincido en el mostrador del Senador mientras se apura un café entre pase y pase del Café de Chinitas. El domingo estaba en el patio de butacas del Auditorio mezclado entre el público aplaudiendo las genialidades de su hermano. Y de Dave Holland. Meses después de mi primera experiencia flamenca en el San Juan Evangelista comencé a frecuentar los tablaos de Madrid. Que empezaba cada noche por Torres Bermejas, porque allí actuaba Juanito Villar. Y porque el portero –Caramelito de Cádiz-, era amigo mío y me dejaba pasar. Cerraba la ronda en Los Canasteros, que era entonces la catedral flamenca de Madrid. Y donde me esperaba también otro buen amigo artista, Pepín Cabrales. El flamenco está asociado a la noche. Pero también al alba. Porque el cielo gris de Madrid se hace minero al amanecer cuando marcha en retirada el artista. Dejando sombra con su silueta sobre sus calles mojadas. Que es como sentir una taranta callada al candil del último cigarrillo.
En diciembre de 1998 Rancapino actuaba en el Colegio de Médicos de Madrid. Y yo estaba en primera fila sentado junto a mi querida amiga (y excelente actriz) Liz Lobato. Al verme, Rancapino me dedicó la malagueña de El Mellizo. Voy a publicar yo tus pesares/ en contra de tu torrente/ quiero que se entere la gente/ de toditas tus maldades/ aunque a mi me cueste la muerte. Me avergonzó aquello, porque lo hizo de la misma forma que El Borrico de Jerez le dedicaba sus bulerías a José Cantos Ropero. Pudiente labrador jerezano que solía poner en fila a los flamencos para pagarles a su antojo. Después de que estos compitieran con picardía entre sí entonando halagos hacia su persona. Pero Rancapino no quería dinero sino salir en El País. Y al término del recital, tras agradecerle el detalle, le dije que me apostaba tres contra uno a que no le hacía falta mi recomendación para que su brillante actuación quedara reflejada tal cual en el periódico. Y así fue, porque días después el crítico Ángel Álvarez Caballero -que sabía yo que moría por él- escribía sobre el artista diciendo que, con su media voz de timbre opaco, hizo una impagable versión del taranto, propia de quien lleva el cante en el alma. Esta tarde me ha llamado Rancapino, para ponerme al teléfono al escritor que prepara su biografía. Pedro Quiñones Grimaldi, de Chiclana de la Frontera como él. Me ha pedido que le cuente por escrito las dos veces que me visitó en México. Y sus dos grandes actuaciones en el Festival Cervantino de Guanajuato, allá en El Bajío. Una acompañado a la guitarra por Paco Cepero y otra por el malogrado Moraito Chico. Lo mejor de aquellos viajes americanos fue el recital que ofreció junto a Cepero en octubre de 1995 en San Cayetano, una hermosa iglesia del XVIII emplazada junto a la mina de La Valenciana. En las afueras de Guanajuato, ya en la carretera que conduce a Dolores Hidalgo. Cuna de la patria mexicana. Las vetas de aquella mina dieron prosperidad (y riqueza) a Nueva España, de manera que durante 250 años un tercio de la plata que circulaba en el mundo procedía de aquel yacimiento. En ese templo cantó Rancapino una taranta. Pero en la primera fila no estaba yo, sino Chavela Vargas. De quien se hizo amigo. Y con quien recorrió España tres años después en un espectáculo creado por Joaquín Sabina en homenaje a José Alfredo Jiménez. Rancapino desconocía que estaba cantando sobre una mina de plata. Tampoco sabía que en Guanajuato corre la leyenda de que la veta más rica de la mina está aún sin descubrir por creerse que se encuentra justamente debajo del templo. De saberlo hubiera cantado por fiesta. Que se le da también muy bien. Pero su intuición le empujó a cantar desde el alma. Que es como los flamencos expresan sus sentimientos cuando lo adecua el momento. No fue una taranta callada. Pero sí una música hablada. Como la que nos han dejado Habichuela y Holland bajo el cielo minero que oscurece Madrid. Y cuando los fríos nos transitan hacia el invierno. El corazón se me parte/ cuando pienso en tus partías/ y cuando te tengo delante/ to lo malo se me olvía.
(1) Colegio Mayor de la Universidad Complutense de Madrid cuyo Club de Música es Medalla de Oro de las Bellas Artes.