El reloj de la estación de Vila Real de Santo Antonio marca siempre las 19.30 horas. O las 7.30 tal vez. Es un viejo reloj de Paul Garnier cuya esfera asoma al andén. El edificio de la estación data de los años cuarenta, cuando Portugal soportaba amordazada el dictado de Salazar, promotor del Estado novo. E ideólogo de aquel orgulhosamente sós que convirtió en ridículo mito (1). En ese tiempo el país creció en obra pública, impulsada por políticos como Duarte Pacheco, modernizador de la red viaria portuguesa, y arquitectos como Cotinelli Telmo, que fue también director de cine, poeta y músico, además de dibujante. De un proyecto de Telmo nació la estación término de Vila Real, hoy solitaria. Y detenida en el tiempo. Como aquel Estado novo. Y como el viejo reloj sin horas. Es otoño en este extremo del Algarve. Los pasajeros acuden al andén de la estación apurando los minutos. Las taquillas abren momentos antes. Y los comboios, automotores de color gris gastados de pintura y con más de cuarenta años de servicio, esperan lo justo para emprender de nuevo viaje en destino inverso. El único taxista que aguarda en la explanada marcha de vacío. Y todo vuelve a ser monótono. Silencioso. E incluso desabrido. Vila Real debió ser una hermosa población después de que el marqués de Pombal, primer ministro del rey José I, la planificara con exacto trazado a finales del siglo XVIII como caserío (y factoría pesquera) junto a la frontera con España. Y en competencia con el puerto de La Higuerita, después Isla Cristina. Porque entonces Ayamonte, ciudad vecina, se dedicaba a la agricultura. Y sus moradores no alternaron las labores del campo con la pesca hasta bien entrado el siglo XIX. Conocí Vila Real empapelada de cartelería electoral tras los primeros comicios que siguieron al 25 de abril. Fue la segunda vez que ví de cerca la hoz y el martillo, porque la primera me sobrevino en el puerto de Cádiz desde un paquebote ruso que la lucía como estandarte en su chimenea. La insignia comunista amparaba los pasquines del partido de Alvaro Cunhal, Camarada Duarte en la clandestinidad. Y cuyo rostro fruncido, pelo blanco sobre cejas negras y elegante traje de alpaca gris, despuntaba en muros y paredes reclamando el voto. Vila Real era entonces un refugio de contrabandistas que sorteaban con habilidad las canoas de la Gardinha. Y de la Guardia civil española, llamados carabineros por su gorra de plato. Humildes contrabandistas que pasaban granos de café, sacos de almendras y paños de encaje a lado español, para recorrer a pie caminos secundarios que conducían a los pueblos de Huelva. E incluso a algunos de Sevilla, los del Aljarafe. Y los que dan al Guadalquivir. Gelves, Coria, Puebla del Río. “Hace cincuenta años zarpaban a diario hacia la mar treinta traiñas. Ahora sólo hay una. Y mala”, lamenta un marinero que recoge sus redes junto a los esteros de Leziria. El ferrocarril del sur de Portugal cubre la franja costera entre Vila Real y Lagos, ya próximo al cabo de San Vicente. En medio está la ciudad de Faro, de donde parten los trenes hacia Lisboa. Y Oporto. La línea llegaba hasta la desembocadura del río. Y esta estación de Vila Real, ahora término, era la penúltima del trayecto. Porque el pasaje podía continuar hasta un apeadero situado frente al Grand Hotel Guadiana, hoy cerrado. Justo en donde se encuentra el embarcadero en el que atraca la barcaza que une las dos riberas fronterizas. Portugal aquí. Y enfrente España. El trazado ferroviario hacia el embarque fue clausurado. Y dicen los lugareños que a Vila Real llegaron bandas de expoliadores de hierro que desmontaron las vías y se fueron con ellas hacia el interior de Portugal para venderlas a bajo coste a chatarreros sin escrúpulos. Sabré, príncipe mendigo,/ asir, con la buena gente,/ entre el ondear del trigo,/ la amapola inteligente, escribió Pessoa.
Desde que se construyó el puente internacional las barcazas que unen ambas orillas del Guadiana se han convertido en testimonio de otro momento. Pombal, de nombre Sebastião José de Carvalho e Melo, era también conde de Oeiras. Fue un discutido estadista portugués, pero a él se debe la existencia de Vila Real. Levantada a modo de cuadrilátero rectangular sobre un antiguo asentamiento de casetas de pescadores llamado Santo Antonio de Arenhila, su diseño geométrico se inspira en la Baixa de Lisboa. Fue la primera ciudad del Algarve que tuvo iluminación de gas (1886). Y también fue la precursora de la industria conservera nacional. Cuando en 1856 Paris era transformada como ciudad por el barón Haussmann, favorito de Napoleón III, o Turquía le declaraba la guerra a Rusia, Sebastião Ramirez montaba en Vila Real la fábrica de conservas de su nombre, hoy la más antigua del mundo en elaboración de este tipo de enlatados. Sardinas, caballas y atunes capturados en las costas del Algarve. Pero Conservas Ramirez emigró a otros puntos del litoral portugués, primero a Olhão. Y después a Peniche y Leça de Palmeira. Desde donde hoy día la quinta generación de la familia gestiona la industria. Fue Manuel Ramirez, primogénito del fundador, quién impulsó la creación del Grand Hotel Guadiana, proyectado por el arquitecto Ernest Korroch sobre una mezcla de estilos que van del art noveau a la composición clásica, conformando un conjunto ecléctico de tres alturas que con el tiempo se ha integrado sin hacer ruido en el caserío pomboliano, por lo general de dos plantas. El Grand Hotel Guadiana permaneció abierto hasta hace unos años, pero hoy se encuentra abandonado. Y sus actuales propietarios de pleitos. Detenido también en el tiempo, de este hotel sólo queda el consuelo de una placa turística municipal junto a su fachada que recuerda sus años de esplendor. Una sucursal del Banco de Santander Totta invade los bajos del edificio cual rapiña que acecha. Pero Portugal es un país intervenido. Y la ciudanía está sometida a la presión de sus gobernantes. Difícil presa, triste país. No más orgulhosamente sós. Tal como sentencia el fado: Vai, oh!, Sol poente…/ Vai e não voltas sem trazer./ No primeiro raio./ Notícias de quem se foi.
En los esteros de Leziria, y a los pies del castillo de Castro Marim, permanecen enjauladas cientos de palomas mensajeras que en otros tiempos cruzaban libres el Guadiana sin permiso de gardhinhas ni civiles. El pombo correio comunicó durante siglos las dos orillas del río. E indistintamente volaba con asombrosa orientación sobre la franja costera, y los olivares y marismas de ambos países, para llevar noticias a Ayamonte, a Tavira, a Huelva, a Faro o a Sevilla. En la sede del Grupo Columbofilo do Guadiana, muy cerca de la estación, lucen retratos de palomos campeones. No tienen nombre, pués se indentifican por número, salvo uno, Pinguin. Debió este pombo correio meritar en demasía para tal excepción. Y así se lo han reconocido para la posteridad en marco dorado con su pico corto, pecho amplio y arqueado, y plumaje apretado. La paloma mensajera es entrenada casi desde pichón para volar. Y regresar de modo seguro a su palomar. Noé recibió de una paloma con una rama de olivo en el pico la noticia de que las aguas del Diluvio iniciaban el descenso. Los griegos también las utilizaron para conocer los resultados de sus competiciones olímpicas. Y las legiones romanas se comunicaban a través de ellas para guerrear contra el enemigo. Una paloma mensajera es capaz de recorrer en un día casi mil kilómetros volando a noventa por hora. Los nuevos tiempos han obligado al pombo correio a competir con la modernidad. Primero, el telégrafo. Después, el tren, el barco a propulsión y el automóvil. E incluso el avión que une Faro con Lisboa. Pese a ello, rebasa en vuelo al viejo ferrocarril costero, amor desde los cielos, hierro perdido en el tiempo. Enjaulado junto a los esteros, a la espera de cada suelta, el pombo correio es también prisionero de la melancolía. De una tierra que quiso ser. Y no llego a ser. De un barco que zarpa. Y tarda en regresar. De un tren que llega y se va, pero no espera. De gardinhas y civiles. De contrabandistas. Y marinheiros. De un reloj que siempre marca las 19.30 horas. O las 7.30 tal vez. Que destino, ou maldição/ manda em nós, meu coração? /Um do outro assim perdido,/ somos dois gritos calados. / Dois fados desencontrados,/ dois amantes desunidos, cantaba Amalia Rodrigues.
(1) La expresión orgulhosamente sós (orgullosamente sólos) fue usada por Salazar para justificar el aislamiento del Estado novo portugués frente a la comunidad internacional.