Eduardo Chillida representa la universalidad vasca. Desgraciadamente ya no está con nosotros, pero sí su obra. Cuarenta y siete piezas repartidas en lugares públicos del mundo. Doce en Alemania. Lo que le mantiene vivo. Al igual que Jorge Oteiza, el otro gran escultor vasco contemporáneo. También fallecido. Chillida y Oteiza -quince años mayor que el anterior- eran amigos hasta que un día se distanciaron. Aquello duró cuarenta años. Pero en 1997 se reconciliaron. Y como buenos vascos impidieron que esa universalidad que ambos representan haya llegado a nosotros con la quiebra temperamental. Muy propia de los artistas, aunque absurda para los demás. Porque tanto uno como otro son dos genios que se estudian ya juntos. Que es como entendemos algunos la universalidad. Tengo pendiente visitar el museo que Oteiza dejó en Alzuza (Navarra), que acoge 1.650 de sus esculturas, aparte de otras piezas y su biblioteca personal. Me ocurría lo mismo con el de Chillida, cuyo Monumento a la tolerancia, ubicado en el muelle de la Sal de Sevilla, he contemplado en silencio en muchas ocasiones. El sábado pasado visité por fin Chillida-Leku, el bosque encantado de Hernani que hermana naturaleza y arte. En el caserío Zabalaga. Hasta ahora tenía yo visualizada la fuerza de Chillida en el Peine del Viento, al final de la playa de Ondarreta. Donde sus esculturas emergen de rocas milenarias sobre las que rompe el mar. Creando música. Picasso. Allende. Neruda. Propagando la universalidad vasca. Todavía estoy en esa fase primitiva con Oteiza. A quien -mientras no acuda a Alzuza- continuaré saludando en Biarritz. En la Place Bellevue, a la que inyecta dosis de majestuosidad ancestral con su Homenaje al caserío vasco. También junto al mar. Como en el Paseo Nuevo de San Sebastián, donde irrumpe casi tocando el firmamento con su Construcción vacía. Frente al peine de Chillida, ahora unidos por el mar. Aquel de Orio. Este de Donosti. Con la Naturaleza de por medio a modo de perla verde. Que es como concibo yo a la isla de Santa Clara. Entre el Urgull y el Igueldo. Cerrando la bahía de la Concha.
Chillida-Leku es un paraje abierto donde hayas, robles y magnolios comparten vida con la creación del hombre. Piedra. Tierra. Granito. Acero. Alabastro. Arte sobre praderas. Entre jardines. Donde en este templado otoño corre la hoja seca al empuje de los vientos. Dibujando saetas por el bosque. Encima unas de otras. Alfombrando los caminos. Al abrigo sereno del caserío Zabalaga. Muros de piedras que sostienen viejas vigas de robles. Hidalguía vasca del siglo XVI. Donde grandes esculturas se reparten hoy en su espacio natural. En permanente diálogo. Interrogándose entre sí. Con dudas. Descubriéndose. Como era el escultor con su obra. Berlín. Besarkada. Lotura. Harry. Buscando la luz. Hasta tres veces. En permanente homenaje. Luca Pacioli. Balenciaga. San Juan de la Cruz. Jorge Guillén. Juan Sebastián Bach. A quien reconoce con una vieja estela funeraria vasca. Tiempo. Medida. Ritmo. Silencio. Chillida tuvo pasión por el compositor alemán, cuya música está presente en gran parte de su obra escultórica. A través de la espacialidad. Y de la variación infinita. Como arquitecto también del vacío que era Bach. El caserío Zabalaga acoge tres salas permanentes. Una correspondiente a los últimos veinte años de trabajo de Chillida. Otra basada en los yesos de su obra parisina (1948-1951). Y la tercera recordando su obra pública repartida por el mundo. También dispone de una sala temporal, que ahora alberga (hasta el 22 de enero de 2010) su Homenaje a Bach, con las 12 serigrafías editadas en 1997 por Edouard Weiss, que se mezclan con reproducciones de partituras y manuscritos del compositor perfectamente presentadas.
El sol hace intermitencias en esta mañana otoñal de sábado en Chillida-Leku, a quince minutos en automóvil de San Sebastián. Fue un espacio nacido de un sueño compartido. Con Pilar Belzunce, su esposa. Un bosque animado, presto al asombro. Que diera cobijo a la esencia de su obra. Y que representa su filosofía universal. La de un artista de Euskadi abierto al mundo. Grupos de adolescentes siguen con enorme interés la explicaciones de una joven guía, mientras cuadrillas de mujeres se disponen a recorrer con curiosidad los diferentes expositores del interior del caserío. Un joven solitario intenta hablarle a una pieza de alabastro. Y otra de hierro combinado con acero espera que alguien se le acerque. Fieltros que requieren reflexión. Piedras que pronuncian palabras. Maderas en silencio. Elogio de la Luz. Forma. Torso. Chillida-Leku es un remanso de paz. Un homenaje también a ésta. Y a la libertad. Donde existe vida. Nunca muerte. Con vientos que no contaminan. Donde caben razas y creencias. Donde somos todos iguales frente al espacio. Que aquí está en permanente conversación con la Naturaleza. Tierra vasca esta sobre la que camino. De raices profundas. Con hojas secas que vuelan en otoño. Con otras que balancean al compás de sus ramas. La de los viejos magnolios. Siempre ahí. Perennes. Como el alma vasca. Tan presente en la obra del escultor. En los muros de piedra del caserío Zabalaga. Que voy dejando atrás. Lentamente. Ya en la carretera de Hernani. Donde nació Celaya. Poeta amigo de Chillida. Poeta de aquel epitafio. Y al fin reina el silencio./ Pués siempre, aún sin quererlo, /guardamos un secreto.