Venta de Vargas

El verdadero nombre de Perico el del Lunar era Pedro del Valle Pichardo. Había nacido en Jerez de la Frontera en 1894, pero desde 1921 frecuentaba los colmaos de Madrid como guitarrista flamenco. Casi siempre Villa Rosa. Porque era su casa. En aquellos tiempos los guitarristas eran quienes contrataban a los cantaores. De manera que Perico el del Lunar acarreaba a su magisterio la condición de llave para muchos artistas -en su mayoría consagrados en origen- que acudían a Madrid en busca de oportunidades. El flamenco ha estado presente en la capital de España desde la segunda mitad del XIX. Primero con el auge de los cafés-cantantes. Y después con la ópera flamenca. Que llegó a su mayor excelencia en la II República con el espectáculo Las Calles de Cádiz, escrito en 1933 por Ignacio Sánchez Mejías (con canciones de Lorca) para su amante La Argentinita. En 1922 hubo una aproximación de los intelectuales al flamenco con la celebración del Concurso de Cante Jondo de Granada. Que promovieron Falla, Lorca y Zuloaga. Pero que resultó a grosso modo un fiasco porque se intentó cubrir la falta de artistas con aficionados que habían sido escolarizados precipitadamente con la ayuda de un gramófono. El presidente del jurado era don Antonio Chacón. Y quien ganó el concurso, un niño de doce años llamado Manuel Ortega Júarez, después Manolo Caracol. Que a sus cualidades artísticas añadía haber heredado en vena la pureza de sus antepasados. Todos ellos aristócratas del cante. Y originarios de Cádiz. Como El Planeta, El Fillo de Puerto Real, Curro Dulce y Enrique El Mellizo, creador de la malagueña doble y de la malagueña chica. Además de su padre, Caracol el del bulto. Coincidiendo con el declive de la ópera flamenca, surgen en Madrid los tablaos. Que van en paralelo al desarrollo del turismo de calidad. Es cuando Fernán A. Casares inaugura Zambra. Que se establece en 1954 en el número 7 de la calle Ruiz de Alarcón, en las proximidades del Hotel Ritz. Y cuya dirección artística encomienda a Perico el del Lunar. Que es solicitado igualmente por Hispavox para dirigir en disco de vinilo la primera Antología del Cante Flamenco. Curiosamente editada antes en Francia que en España. Y que convoca en Madrid a los principales artistas del universo flamenco. Que alternan los estudios de grabación con actuaciones ya en la noche en Zambra. Volviendo a recuperar la capital el esplendor flamenco de antaño. Cuando las cuadrillas de El Tato, Cúchares o El Cuco traían a sus calles los cantes de Triana. De Jerez. O de Cádiz y sus puertos. Como aquellos caracoles (o cantiñas) que decían: Como reluce/ la calle de Alcalá como reluce/cuando pasan por ella/los andaluces.

camaron1La vieja estación de Atocha se convirtió aquel año de 1954 en punto de destino de representantes de las grandes estirpes del flamenco.  Muchos de ellos empujados por un aficionado (y erudito) gaditano de nombre Juan Vargas Pérez, propietario de una venta con su nombre en San Fernando que frecuentaba  Manolo Caracol cuando acudía a ese rincón de Andalucía. Entre aquellas gargantas se encontraban las de Manolo Vargas (Gómez). Genio de los cantes de Cádiz. Hermano de El Cojo Peroche. Y heredero en vida de Aurelio Sellé. Luis el Compadre, nieto de Francisco la Perla. Juan Martínez Vílchez, Pericón de Cádiz. Cantaor de fina compostura iniciado de niño en los pescantes de los coches de caballos. Y Antonio Díaz Soto, El Flecha. Que es quien mejor ha sabido interpretar hasta el momento la malagueña de El Mellizo. En ese cuadro grande de Zambra coincidieron también otros destacados artistas gaditanos. La cantaora Adela Chaqueta, que había formado reparto con La Argentinita en Las Calles de Cádiz. Y los bailaores Pepín Cabrales Campos y Federico Casado Algrenti, Caracolillo. Pero mientras Perico el del Lunar reclutaba en Madrid artistas para Hispavox, Juan Vargas cuidaba con mimo las nuevas flores del flamenco nacidas en el seno de las grandes familias de la tierra. Empezó a regentar la venta -un local inicialmente llamado Eritaña– en 1924, siendo aún un adolescente. Aunque el éxito le llegó en plena guerra civil tras acudir al frente durante unos meses como cocinero de una bandera de Falange integrada por señoritos. Que se convirtieron en asiduos de la venta atraídos por la variedad de vinos de Jerez de sus vitrinas. Y por las almejas y frituras de pescados de esteros que enviaban desde la cocina Catalina Pérez, su madre, y María Picardo, su esposa. Reinas de aquella venta con sus almidonados delantales blancos. Conocí a Juan siendo yo un niño. Cuando me empinaba en los mostradores de aquella establecimiento mientras mis padres hacían corrillo con sus amigos. Entre ellos Perico Fernández Melu -otra dinastía gaditana- y José Brea Breita y sus esposas. Pero tuve el privilegio de tratar ya a Juan de adulto cuando me iniciaba en el periodismo a principios de los setenta. Y él acudía entonces al Ventorrillo de El Chato en busca de su amigo Antonio Roa -propietario del local- para recordar en largas charlas cosas antiguas de Cádiz. Parece que los estoy viendo. Bajo un viejo escudo heráldico de la ciudad y sentandos ambos en sillas de anea compartiendo unos olorosos en pulcros catavinos de cristal que les iba reponiendo Remedios, esposa de Roa. Hace unos días estuve en la Venta de Vargas recorriendo su galería de fotos. Que constituye un tesoro documental que Lolo Picardo -cuarta generación de la propiedad- debería digitalizar para que se mantenga a buen recaudo. Porque allí se concentra una historia seriada de los últimos 75 años de Cádiz, sus gentes y sus cantes. Tan interesante (o más) como las visitas que hacía de madrugada a la venta Don Juan de Borbón cuando el Giralda fondeaba en la bahía. O el nacimiento como artista de Camarón. Que son los dos grandes iconos de la Venta de Vargas. Por qué a tu fuente me llevas/ si el agua que yo necesito/ no puedo beberla en ella. Que decía Juan Vargas canturreando por bulerías.

Caracol fue uno de los personajes más impertinentes de la época. Pero nació (y murió) genio. Supe bastante de él gracias al testimonio del periodista José Antonio Blázquez. Que sostengo que fue quién mejor lo entendió desde nuestro oficio. Pero ese es otro artículo. Una vez  que se presentó en la Venta de Vargas, Juan le echó a cantar a un Camarón tan niño como aquel otro que ganó el concurso de Granada. Devolviéndole a ese momento tan importante de su carrera en que se sometió a examen de Chacón. Lo ninguneó sin mostrarle el más mínimo sentimiento. Y creo que Camarón jamás se lo perdonó. Pese a ello, ese día nació en la Venta de Vargas un artista libre. Tan grande como impredecible. Porque al estilo único de su voz se unía un profundo conocimiento de los cantes básicos. Que había aprendido al tiempo que andar en su casa de la Isla. La amistad de Caracol con Juan Vargas era profunda. Y cuando murió Catalina Pérez (su madre), se presentó en la capilla ardiente -instalada en la cocina- cantando martinetes. Esto explica la confianza que siempre depositó en Juan. Que la aprovechó para ayudar a muchos artistas a hacer carrera en los espectáculos de Caracol. Ocurrió con Los Gitanillos de Cádiz. Cascarilla, Bendito y Conchita Aranda. Que le acompañaron en una gira por México en 1958. Y después con el cuadro de Los Canasteros, el tablao que abrió en 1963 en la calle Barbieri y que se nutrió de muchos artistas de Cádiz. Los años 60-70 juntaron en Madrid a José Llerena Ramos, Chato de la Isla. Juan Ramírez Sarabia, Chano Lobato. Benito Rodríguez Rey, Beni de CádizAntonia Gilabert Vargas, Perla de CádizAlonso Núñez Núñez, Rancapino. José Cortés Jiménez, Pansequito. Juan Jiménez Villar, Juanito Villar. Todos ellos artistas que frecuentaron la Venta de Vargas. Y herederos también de la pureza de aquellos cantes de antaño. Que ya en 1922 habían sido sometidos a reválida cuando Falla le encargó a su amigo el mecenas Alvaro Picardo Gómez que explorara la legitimidad de la tradición oral gaditana. Descubriendo que Enrique y Antonio Jiménez Ezpeleta, hijos de El Mellizo, mantenían las esencias de su padre. Como el guitarrista Manuel Pérez, El Pollo, llevaba en sus dedos las del legendario José Patiño González. Lorca lo comprobó también sobre el terreno en los años 30 cuando acudió a Cádiz con Ignacio Sánchez Mejías en búsca de artistas para el espectáculo de La Argentinita. Y pudo intimar con miembros de algunas de las grandes dinastías flamencas de la ciudad mientras presenciaba la actuación de Pastora Pavón en un colmao ya desaparecido llamado La Parra de la Bomba. Juan murió en 1975, pero -por línea de María su mujer- ha dejado en buenas manos la Venta de Vargas. Fue un gran gaditano. Que entendía sobremanera de flamenco. Y que encumbró a muchos artistas. En Cádiz dejó honda huella de su bonhomía. Y los cabales que lo trataron aún lo recuerdan. Diez centimos le di a un pobre/ y me bendijo a mi madre./ Qué limosna tan chiquita/ qué recompensa más grande (1).

(1). Tientos. José Llerena Ramos, Chato de la Isla.

, después Manolo Caracol