Viernes 7 de mayo. Hoy he vuelto a ver el Niger en Madrid. Lo ha traído hasta aquí Miquel Barceló (Felanitx, 1957). Que es uno de los artistas españoles más reconocidos mundialmente. Pero probablemente de los pocos con tal proyección que pertenecen a la década de los 50. Que es la mía. Como también la de Cristina Iglesias (San Sebastián, 1955), excelente escultora y grabadora a quien se deben las puertas de la ampliación del Museo del Prado. Y la del fotógrafo Alberto García-Alix (León, 1956). Que ya en 1999 obtuvo el Premio Nacional de Fotografía. Desgraciadamente un tumor cerebral acabó a los 45 años con Enric Miralles (Barcelona, 1955). Que ha sido el arquitecto español de mi generación que más lejos ha llegado. León de oro de la Bienal de Venecia (1996), dejó obra viva repartida por todo el mundo. El Parlamento de Escocia. El Museo de Arte Moderno de Helsinki. El Rosemmuseum de Steinfhurt, en Frankfurt. Y el acceso a la nueva Estación de Takaoka, en Japón. Tampoco está con nosotros José Monge Cruz (San Fernando, 1950), a quien Barceló diseño la portada de su álbum Potro de rabia y miel. Es una estupidez, pero hoy me siento orgulloso de quienes hemos nacido en los años 50. Sobre todo tras recorrer la exposición de este gran artista mallorquín en Caixaforum. En una tarde templada donde llueve a ratos. Con mayor densidad de tráfico que cualquier otra. Tal vez porque empieza el fin de semana. Patente en esta acera del Paseo del Prado frente al Jardín Botánico. Donde se da un contraste entre gente que huye de la ciudad. Arrastrando equipaje rodado en busca de la Estación de Atocha. Y la que se agrupa con curiosidad en torno al Gran elefant dret. El elefante de bronce de siete metros que irrumpe boca abajo en plena calle anunciando la exposición La solitude organisative. Llevo dentro de mi sangre un potro de rabia y miel,/ se desboca como un loco,/ no puedo hacerme con él.
Miquel Barceló reune en Madrid lo mejor de su obra entre los años 1983 y 2009. De su biografía sólo voy a resaltar que es hijo de la pintora mallorquina Francisca Artigues. Que aprendió dibujo y modelado en la Escuela de Artes y Oficios de Palma. Y que si bien inició en Barcelona estudios de Bellas Artes, pronto los abandonó para crear su propia obra. La de un joven autodidacta inicialmente comprometido con el arte conceptual. Que conoció el art brut en una visita juvenil a Paris. Y que recorrió con 18 años el norte de Italia para conocer en persona el primer Renacimiento. Fue también uno de los activistas del bar Talaiot Corcat (Palma) que en julio de 1977 ocuparon la isla Sa Dragonera en contra de un pretendido proyecto de urbanización, pero en vez de abandonarla cuando cesó la protesta se quedó allí viviendo en su faro. Ya por entonces había creado Cadaverina, una de sus primeras obras. En un taller de la calle Canals, de Palma. Que utilizaba también como vivienda. En un momento de crisis personal. La de aquellos tiempos. Que eran también los de Camarón. La Leyenda del tiempo (1979). Y los de Pink Floid. Que nunca se agota. Yellow bird you are not lonely (Pájaro amarillo, tu estás solo)/ in singing and in flying on (mientras cantas y mientras vuela)/ in laughing and in leaving (cuando ries y cuando te marchas). Cirrus minor (1969). Barceló se instala en Paris en 1983, tras haber vivido a caballo entre Palma y Barcelona. Donde conoció a Miró, que lo invitó a su taller. Y a Nazario y a Mariscal. También a los pintores José Manuel Broto, Ferrán García Sevilla, Xavier Grau, Bruno Fonseca y Lluís Claramunt. Estos años juveniles del artista no están recogidos en esta exposición. Que nos presenta de plano a un Barceló marcado por lugares propios. Desde el mar al taller de pintura, desde el museo a la biblioteca. Que no es otra que la de su abuelo. Y que frecuentaba de niño. The big spanish dinner (La gran cena española, 1985), de la colección del Reina Sofía, surge con fuerza en la primera sala. Le acompañan, entre otras obras, Giorgione a Felanitx, El pintor borratxo y L’amour fou. Las tres pintadas en 1984.
El artista habla con Dante a través de 24 acuarelas entre fantasías y metamorfosis pintadas para ilustrar La Divina Comedia. Que editó Galaxia Gutemberg para el Círculo de Lectores en 2003 y que fueron expuestas en el Louvre un año después. Es en esta segunda sala donde me reencuentro con el Niger al comprobar una pinaza maliense observada desde la penumbra por Dante y Virgilio. Pinaza o pirogue. De las que emplean los pescadores bozo. Y que hago mía para navegar de sala en sala. Ahora Mundo terrenal, que está lleno de dramatismo. Ex voto à la chèvre (1994). Y Taula dibuixada (1991). Después Djoliba (2009). Y que es el nombre del Níger en bámbara. Río de sangre. Arbre et pecheur. Ombre de chameau. Caravane. Les marché de chèvres. Y Amataba, su casa en África. La obra africana de Barceló nace a partir de 1988 cuando decide atravesar el Sahara en su necesidad de huir del exceso. Viaja con Javier Mariscal y Pilar Tomás. Y llega a Gao, la ciudad de los askias, en el noroeste de Mali. Donde conoce al escultor Amaigueré Dolo, desde entonces colaborador y amigo. Mali empieza a ser una constante en su vida. Y en su obra. Como en 1991, año que recorre en pinaza los 1.500 kilómetros de río que separan Ségou de Gao. O como en 2000, cuando se instala en Mopti, la Venecia negra del País Dogón. Las acuarelas de esta última estadía me devuelven por unos instantes a África. Barceló es inagotable. Lo mismo surge en bronce a modo de calavera. Pinocho muerto (1998). Que ya al final de forma grandiosa. La solitude organisative (2008), obra que da nombre a esta exposición. Y que es su autoretrato. Un gigantesco gorila que representa su alter ego. A José Monge Cruz lo conoció en 1991 en Sevilla en una noche de fiesta con Rancapino. Un año antes de su muerte. Me da que en esta exposición hay mucho de kora instrumental. Pero también de Pink Floyd. Y de Camarón. No me extraña, porque sé de la amistad que hubo entre Barceló y Monge. Cuya música la imagino dentro de la obra del mallorquín. Porque hay una conexión espiritual. Cercana, espontánea. Como la que transmite aquel río de África cuando hace coincidir su torrente con el compás de la bulería. Prima, pá que yo te quiera,/ tengo que ver dos señales./ Una, se hundan los cielos/ y otra, se sequen los mares.