Regreso a Madrid tras pasar unos días en Cádiz con mi querido amigo Jaime Paz Zamora. Que fue presidente constitucional de Bolivia entre 1989 y 1993. Jaime conoce bien España -de hecho gallega es la madre de sus hijos mayores-, pero hasta ahora nunca tuvo a tiro esa ciudad andaluza. Así que se ha presentado ante su Puerta de Tierra con El Asedio (de Pérez Reverte) en la mano. Me lo ha puesto difícil, porque -pese a que se trata de pura ficción- el autor de la novela es preciso, y cuasi matemático, en cuanto a localizaciones. Pero una cosa es la novela -con Rogelio Tizón, Lolita Palma y Pepe Lobo– y otra los personajes reales de Cádiz en aquellos primeros años del siglo XIX, aunque se den coincidencias. Y también lugares comunes. Jaime llegó a la ciudad obsesionado con la franja costera desde donde los artilleros del Primer Cuerpo de Ejército Imperial bombardeaban Cádiz, según la imaginación de Pérez Reverte. E interesado también por conocer el laberinto de caños mareales e islas fangosas que se dan en el tómbolo arenoso que cierra la bahía. Que sigue igual que entonces, aunque atacado a la altura de San Fernando por la especulación inmobiliaria. Así que una tarde nos desplazamos en catamarán (transporte público) a El Puerto de Santa María. Para pasear por sus calles hasta llegar a su Real Plaza de Toros. Y alcanzar desde allí lo que queda del bosque litoral de pinos que separa el caserío del mar. Que era desde donde los franceses divisaban con más nitidez Cádiz. Para emplear desde sus fuertes la artillería. Alberti, poeta portuense, jamás escribió (que yo sepa) de estas historias napoleónicas que tanto gustan a los gaditanos, pero llama a aquellos pinos -en sus evocadoras memorias de infancia- La arboleda perdida. Y así se lo cuento a Jaime cuando acudimos después al Parque Calderón para observar la mortandad de sus palmeras como consecuencia de la terrible plaga del picudo rojo. Un insecto que llegó a España infecto en las palmeras baratas que adquirían los constructores en Egipto para dotar de vegetación los suelos urbanizados. Me desplazo a El Puerto de Santa María bastantes veces al año. Porque gozo allí de excelentes amigos. Esta ciudad vinatera fue una de las que agasajó con corrida de toros a José Bonaparte durante el viaje que hizo a Andalucía entre el 20 de enero y el 9 de mayo de 1810. Por haber caído desde el primer momento bajo dominio francés, El Puerto de Santa María se ha quedado fuera del Bicentenario de la Constitución de 1812 que con boato pretende celebrar el año próximo Cádiz. Me parece absurdo, porque yo no distingo en ese periodo de la historia de España quienes eran los buenos y quienes los malos. Que yo sepa, malos fueron los que arrastraron (y laceraron) el 29 de mayo de 1808 por las calles de Cádiz (y camino del cadalso) a Francisco de Solano, marqués del Socorro y capitán general de Andalucía, por considerarlo afrancesado. Cuando esto era falso. E infame -que no malo- fue José de San Martín, insigne prócer argentino, hombre de confianza de Solano y aquel día oficial de la plaza. Que al presenciar tan dramático suceso no hizo nada por impedirlo. Solano llegó muerto al cadalso porque su amigo Carlos Pignatelli le atravesó con su sable el corazón para que no sufriera. Mientras que un canónigo magistral de nombre Cabrera ocultó su cadáver para evitar ensañamientos.
He elegido en mi paseo por Cádiz con Jaime la feligresía de San Lorenzo. Al pasar por la calle Solano -levantada para restituir el honor del marqués del Socorro- le he contado el suceso. Como también le he contado quién era aquel canónigo magistral, igualmente con calle pero distante de estos lugares. Cabrera es a todos los efectos el segundo naturalista más importante que ha dado Cádiz -aunque nacido en Chiclana de la Frontera- después de José Celestino Mutis (1732-1808). Que pienso yo ha sido el mayor embajador que la ciudad ha tenido en América. Y probablemente el botánico más importante de aquellos tiempos. Por lo que les oí en su día a los profesores Tovar y Laín, nació (o vivió) en una calle de esta feligresía. Junto a una espléndida iglesia barroca dedicada a la Divina Pastora. Y en lo que llamaban entonces Campo de las Cererías, concretamente en lo que hoy es el número 100 de la calle Sagasta. Los Callejones de Cardoso le recuerdan a Jaime Paz las calles de Potosí. Ciudad boliviana que junto a la mexicana Guanajuato dieron la mayor parte de la plata extraída por los españoles en América. Estos días el anexo del Museo de Cádiz llamado Casa Pinillos acoge una muestra comisariada por el Ministerio de Defensa sobre el viaje a Andalucía de José Bonaparte. Confieso que soy un entusiasta del hermano de Napoleón. Entre otras cosas porque fue más luz que sombra entre dos nefastos Borbones. La exposición es fundamentalmente didáctica. Pero de contados fondos, porque la mayoría de los documentos y pinturas son reproducciones. Con excepciones como un par de retratos de Goya, correspondientes a Cabarrús, ministro de Hacienda josefino, y Meléndez Valdés, ilustrado que se puso al servicio de Francia. También se exhiben varios trofeos de guerra que pertenecen a los herederos de Arthur Wellesley, duque de Wellington, o a los regimientos que éste mandó. El que más me ha llamado la atención es un orinal de plata capturado por las tropas de Wellesley a José Bonaparte en Vitoria cuando huía hacia su país. Le comento a Jaime que, dado que la mayor parte de la plata que circulaba en el mundo en aquel tiempo procedía de Potosí y Guanajuato, casi seguro que esa pieza era también americana. Y me asiente, porque puede ser verdad. En la cercanía a estas calles se encuentra el Oratorio de San Felipe Neri, que es donde se promulgó la Constitución doceañista. Pero esto es muy sabido. Lo que no se sabe con tanta publicidad es que junto al edificio eclesiástico se fundó en 1838 un colegio de humanidades mediante el cual los comerciantes gaditanos intentaban evitar el envío de sus hijos al extranjero. Para garantizar la calidad de la enseñanza se contrató como director al mejor pedagogo de España entonces, Alberto Lista. Que permaneció al frente del colegio hasta 1843. Lista fue un destacado intelectual afrancesado, aparte de profesor de Espronceda y Ventura de la Vega, entre otros. Y tuvo calle en Madrid hasta 1955, en que el conde de Mayalde -su alcalde falangista- lo reemplazó absurdamente por Ortega y Gasset cuando en la capital había sitio para los dos. Pero Mayalde, embajador de España en la Alemania nazi y criador de toros de lidia, era un personaje siniestro. No en vano, fue señalado por el cantante Miguel de Molina como uno de los falangistas que intervino en la brutal paliza que recibió en 1942 por su condición de homosexual. Y que le indujo definitivamente al exilio en Argentina. Donde fue de nuevo perseguido por el regimen hasta que Eva Perón lo protegió.
Jaime Paz nació en Cochabamba, pero su familia es originaria de Tarija, al sur de Bolivia. Y a poco más de cuatro horas por carretera de Salta, ya en Argentina. Donde realizó estudios preparatorios antes de cursar la carrera de Ciencias Sociales en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Es hijo de un general boliviano (Néstor Paz Galarza) que participó en la batalla de Chaco, sobrino de un presidente en cuatro ocasiones de la República (Víctor Paz Estenssoro) y hermano de un guerrillero (Néstor Paz Zamora) que murió de inanición en la selva tras haber repartido sus provisiones entre gente necesitada. En el viaje de regreso de El Puerto de Santa María, Jaime me mostró una fotografía alojada en su móvil de la modesta vivienda rústica (y colonial) que posee en Tarija. Y que es donde actualmente reside. En el jardín reposa su hermano Néstor bajo una impresionante cruz. Los hermanos Paz combinaron sus convicciones cristianas con los movimientos revolucionarios de la época. Para combatir a la oligarquía boliviana que se amparaba en los diferentes regímenes militares que mediante golpes de Estado se fueron sucediendo en el último tercio del siglo XX. Tarija es conocida como la ciudad de las flores. Y junto a ella pasa un río llamado Nuevo Guadalquivir, por su parecido al que desemboca en Sanlúcar de Barrameda. Mientras Jaime otea el horizonte desde cubierta. Descubriendo la estela de luces candentes que sobre las aguas de la bahía lastra el sol tras su puesta. Un grupo de mujeres sentadas a estribor canta coplillas del Carnaval gaditano. Con ingenuidad, una de ellas se acerca a Jaime para preguntarle por las marcas indelebles que cubren parte de su rostro creyendo que son manchas naturales. Y éste, esbozando una ligera sonrisa, le responde que son estigmas de la política. De cuando sobrevivió envuelto en llamas a un sabotaje aéreo de la inteligencia militar en plena campaña presidencial de 1980. Las andanzas de José Bonaparte por tierras andaluzas han quedado reflejadas en un óleo ad hoc que ha realizado el joven pintor barcelonés Ferrer Dalmau para la exposición de la Casa Pinillos. En él aparece a caballo (y escoltado por sus generales) divisando desde El Puerto de Santa María la silueta de Cádiz en resistencia. Ferrer Dalmau es el Pérez Reverte de la pintura. Imaginativo, historiado, militarmente exacto y produndamente realista. Jaime se ha marchado un día antes que yo sin conocer los caños mareales que separan la Isla de León de Cádiz y sus puertos. Con su ausencia, me ha dejado un vacío. Y no he podido resistirme a viajar a San Fernando -ya sin su compañía- para comprobar que todo sigue tal cual. Me he prometido darle la novedad pronto en Tarija. La ciudad de las flores que aún no conozco. Y donde reposa su hermano Néstor. Debe ser hermoso el caudal del Nuevo Guadalquivir, que sólo por llevar tal nombre me hace adivinar que voy a encontrar un lugar de Andalucía en Bolivia.