El Swiss Hotel es la atalaya cuasi perfecta para contemplar el Bósforo. Que es el estrecho que divide en dos partes a Estambul, la mayor ciudad de Turquía. Separando por mar Europa de Asia. Y creando un pasillo navegable entre el mar Negro y el Mármara. Es un hotel internacional de arquitectura moderna. Espacioso. Y operativo. Que se alza sobre una cima frondosa cercana al barrio de Nisantasi. Donde se ubican las tiendas más exclusivas de la ciudad. También los mejores cafés y restaurantes. Pasear por Nisantasi es como sentir Estambul de otra manera. Porque la identidad oriental no es allí tan acusada. Quienes habitan este barrio son gente pudiente. Profesionales, universitarios, artistas. Extranjeros de ahora. Y de los de antes. Clases refinadas en suma. Aquello fue hasta mitad del XIX un paraje a orillas del Bósforo donde el Ejército otomano medía su puntería en el lanzamiento de piedras. Pero el sultán Abdulmecid lo transformó en un barrio occidental separado del grueso de la ciudad. En contraste con la vieja Estambul, hasta 1930 llamada Constantinopla. La del Palacio de Topkapi, Santa Sofía y la Mezquita azul. La del Gran Bazar. Con su olor a especies. Y sus coloristas calles empinadas que bajan al mar. Repletas de cafetines, gremios y puestos ambulantes. Y que fluye más allá de los cuatro puentes del Cuerno de Oro. Aldumecid hacía el número 31 de los sultanes del Imperio otomano. Pero había recibido educación europea. Que derivó en afrancesamiento. Y en pasión por la literatura y la música clásica. No en vano introdujo en Turquía los primeros billetes de papel moneda. Sustituyó el turbante por el fez. Permitió a los no musulmanes formar parte del Ejército. Y reorganizó las finanzas del Estado importando el modelo francés. Con este sultán Turquía estrenó himno nacional e incorporó a la bandera la estrella de cinco puntas que hoy luce junto a la media luna. Ay Yildiz, que es el símbolo musulmán por excelencia y que algunos estados de esta confesión asocian con el Paraiso.
El barrio de Nisantasi dispone de una mezquita neobarroca. Y de una estación de policía de estilo neoclásico. Predomina el art nouveau entre sus edificios, que en sus bajos suelen albergar comercios, galerías de arte y una gama variada de locales comerciales de corte parisino. Fue el barrio elegido por la familia del poeta Nazim Hikmet cuando tuvo que huir de Salónica a Estambul tras la guerra de los Balcanes (1912-1913). Y también donde hoy día tiene su residencia Orhan Pamuk. Escritor turco que en 2006 obtuvo el Premio Nobel de literatura. Ambos rebeldes, cada uno en su tiempo. No hace mucho estuve en Estambul recorriendo esta orilla. Y contemplando desde el Swiss Hotel el paso de buques que atraviesan a diario el Bósforo. Navegando pausadamente unos trás otros a la luz del día. O ayudándose en la noche de sus sirenas para mantener firme el rumbo en la oscuridad. Pero siempre solemnes entre los viejos fortines otomanos. Rumel Hisari, Anadolu Hisari. Que están frente a frente. El primero en Europa, el segundo en Asia. Y que custodian desde las dos cornisas la parte más angosta de este canal natural. 750 metros. Donde los buques se alinean con el caserío creando una fotografía única. Mientras una legión de vapores y catamaranes (deniz otobüsü/autobuses de mar) se hacen dueños del Mármara en su trasiego de orilla a orilla. De isla en isla. Y la silueta de los dos gigantescos puentes colgantes -el Bogazici (1973) y el Fatih Sultan Mehmet (1988)- irrumpen con su modernidad a lo lejos haciendo más corto el encuentro entre ambos lados de la ciudad.
Estambul es una ciudad de contrastes. Como también lo es Turquía. Mehmet -el sultán que tomó Costantinopla- pidió en 1453 a los judíos del mundo que se establecieran en la ciudad para hacerla más fuerte, moderna y poderosa. Y desde entonces existe allí una importante comunidad judía. Al desaparecer el imperio otomano tras la I Guerra, Turquía inició su proceso hacia la modernidad convirtiéndose en un país con la mirada puesta en Occidente. Con pilares sólidos como la laicidad de su Estado, el sistema republicano que rige su vida pública y la libertad de culto que gozan sus ciudadanos. Pero también es un país fronterizo. Con sus ventajas. Y sus inconvenientes. España y Suecia apoyan su ingreso en la Unión Europea. Francia y Alemania se resisten. Pese a que es un país atlantista, forma parte del Consejo de Seguridad y su situación geopolítica es una valiosa garantía. El problema lo plantea la religión. Con 41,3 millones de musulmanes, que representan el 60% de la población. Hay quienes piensan que esta entrada masiva desequilibraría la línea de flotación de Europa. Y otros sostienen que con la ciudadanía comunitaria estos musulmanes estarían a salvo de caer en manos del islamismo radical. Todas estas reflexiones me acompañaron en mi recorrido por la orilla occidental de Estambul entre el Swiss Hotel y Nisantasi. Que es un balcón turco tan europeo como los bulevares de Paris. Y desde donde se contempla un hermoso paisaje asiático. Muy europeo también en su primera línea. Pero con un horizonte en el más allá que presentí indefinido. E incluso misterioso. Que es como Occidente siente historicamente a Oriente. La literatura política que me acompañaba en esta reflexión iniciada en la orilla europea de Estambul no me ayudó a establecer criterio. Turquía la dirige un islamista moderado (el primer ministro Erdorgan) que se entiende con paises como Irán, Irak y Siria, además del Norte de África y Sudán. Con quienes ha multiplicado sus exportaciones. Pero para entenderse hay que hacer guiños. Y en Europa no gustan los guiños con el bravucón de Ahmadineyad o con el dictador Al Bashir. Circunstancias que aumentan la sospecha de que tras la aparente laicidad de la actual Turquía se ocultan otras intenciones. Lo que me provoca un mar de dudas. Y bastante tristeza. Esto me ocurría frente al Bósforo. Mirando fijamente a Asia desde la otra orilla. De la que me despedí enamorado de su silueta sin saber qué piensa (ella) de Europa.