Siempre he tenido curiosidad por las rutas de navegación entre Europa y América tras el Descubrimiento. De hecho, fue una odisea que Colón atravesara el Atlántico con tres embarcaciones de cabotaje similares a la que los portugueses empleaban para bordear las costas africanas en busca de derroteros que permitieran alcanzar las Indias Orientales para comercializar sus cotizadas especies y sedas, que por tierra estaba bajo control del Imperio turco. El éxito del Descubrimiento permitió a España perfeccionar estas embarcaciones hasta lograr la nao ideal -que no dejaba de ser una carabela de mayor dimensión-, haciéndola más resistente a la travesía atlántica. A la nao la sustituyó adentrado ya el siglo XVI el galeón, que combinaba la capacidad de carga de aquella con la facilidad en el manejo de velas y aparejos de la carabela. Naos y más tarde galeones se encargaron de cubrir la ruta hacia Nueva España, que era como durante la colonia se llamaba México. Las flotas partían en su origen de Sevilla, y después de Cádiz, para rendir viaje en el puerto de Veracruz, a veces con escala en La Habana. Casi al mismo tiempo, desde México -incorporado ya a la Corona española el archipiélago filipino- se estableció una ruta de galeones por el Pacífico -uno y hasta tres en cada travesía- con Asia oriental, cuya mercancía era descargada en el puerto de Acapulco. De ahí la llamada nao de la China, o galeón de Manila. También nave de la seda, o galeón de Acapulco.
El México colonial se convirtió entonces en nexo de unión del comercio marítimo entre Asia y Europa, porque parte de la mercancía que arribaba a Acapulco era transportada por tierra al puerto de Veracruz y reembarcada hacia España. La nao de la China, o galeón de Manila, dejó huella en tierras mexicanas, pero también en la metrópolis, sobre todo en sus puertos. Mientras que en los viajes de ida iba cargada de lingotes de plata -metal más preciado que el oro en tierras de tagalos-, en los de vuelta traía en sus bodegas original mercadería, como tibores, porcelanas, marfiles y piedras preciosas, conchas de madreperlas, bejucos y biombos, canela de Ceilán, alcanfores de Borneo, sándalos de Timor, algodón de la India, gallos malayos para riñas, ámbares y jades, lacados, damascos y sedas, abanicos y marquetería, carey para peines y peinetas, tejidos del paraiso (o también llamados de nipiz), tapices y alfombras, y mantones de Manila, que en realidad eran de China. Fueron los españoles los que sustituyeron sus bordados iniciales sobre fina seda -pagodas, bambúes e, incluso, dragones- por rosetones, pájaros exóticos y flores diversas-, añadiéndoles los flecos. Igual que ocurrió con el rebozo mexicano, que es una adaptación a la vestimenta mestiza del sari hindú, lienzo de tela horizontal con el que la mujeres de la India se cubren desde la dominación persa.
El galeón de Manila ha dejado para la historia fantásticas leyendas, como la de La china poblana, que fue la primera mujer con rasgos orientales llegada a México. En 1609 nació en la ciudad de Indraprashta, a orillas del rio Yamuna y cerca de los que es hoy Dheli, una princesa llamada Mirnha, cuya familia -hindú, pero de origen mongol- se vio obligada a huir del asedio turco, instalándose en la costa. Siendo todavía niña, fue hecha prisionera por esclavistas portugueses, que la enviaron a Manila conocedores de que el marqués de Gelves y conde de Priego, virrey entonces de Nueva España, había encargado al gobernador de Filipinas esclavas de buen parecer y gracia para el servicio palaciego. Pero Mirnha no llegó a Ciudad de México porque fue vendida en el puerto de Acapulco a un capitán con residencia en Puebla que ofreció por ella más dinero que el propio virrey. Aquella esclava nacida princesa, que contaba apenas diez años, despertó -en su tránsito de Acapulco a Puebla- la curiosidad de propios y extraños, por sus rasgos orientales, doble trenza en el pelo e indumentaria de origen, con camisa de ricos bordados, sari sobre sus hombros, refajo con lentejuelas y chancletas de seda, siendo bautizada por el vulgo como china, pese a ser de origen hindú. Recibió las aguas como Catarina de San Juan y nunca llegó a dominar el idioma castellano, pero siempre vistió a su usanza original, además de convertirse en excelente bordadora. Casó con un esclavo de origen chino, que rechazó al poco tiempo para abrazar la religión, llegando a tener visiones místicas, por lo que las clases populares -todavía arrastrando costumbres paganas- la tomaron por santa, lo que obligó a la Inquisición a intervenir para acabar con el despropósito. Pese a ello, sus restos reposan en la Iglesia de la Compañía de Jesús, en Puebla, y su atuendo inspiró el traje regional de la mujer mexicana, que se extendió por toda la geografía y que hoy es el empleado por quienes bailan en pareja con los charros (jinetes) el llamado jarabe tapatío. Así se levantó un peldaño más de la identidad de México.