Durante un tiempo residí en el Hotel Suizo, en la barcelonesa plaza del Ángel, junto a vía Layetana. Fue en 1982. En los meses de septiembre y octubre, justo cuando se produce el relevo estacional y la ciudad se cubre al atardecer de color ocre, con sus calles y plazas alfombradas por las primeras hojas que desprende el otoño. Las Ramblas no tenían aún el aspecto multirracial de hoy día, pero por ellas discurrían los últimos vientos de ese espíritu libre, trasgresor y colorista que años antes le había impregnado el gran Ocaña. Justo encima del restaurante Amaya, agotaba sus días la vieja delegación del diario El País, hasta ese momento dirigida por Alfons Quintá, preparando ya su mudanza a la nueva redacción que se levantaba con prisas en la Zona Franca, a cuyo frente se iba a poner uno de los mejores periodistas que he conocido, Antonio Franco Estadella. Yo llevaba una vida parcialmente ociosa, lo que me permitía recorrer casi todas las tardes la ciudad de punta a punta, observando en silencio sus movimientos y descubriendo lugares que con el tiempo he hecho propios. Conocía Barcelona desde 1974, año en que la visité por primera vez guiado por Jose Ramón Albiach, vinculado a la familia propietaria del viejo -y ya desaparecido- El Noticiero Universal, en cuyos talleres de la calle Lauria se tiraban también el periódico deportivo Dicen y Diario de Barcelona, el inolvidable Brusi, entonces el más antiguo de España. Fue allí donde conocí al periodista (hoy doctor en medicina) Antonio Guerra, años después primer biógrafo de Felipe González, que soportaba como corrector de pruebas un castigo que le había infligido la censura por haber publicado un artículo en el Brusi en el que se mofaba de la Sección Femenina.
Tengo que confesar que hoy he amanecido triste al leer, en la primera página de El País, la noticia del asalto que prostitutas y clientes realizan cada noche a la Boquería para practicar sexo a ojos de la calle. Es un espectáculo lamentable, que degrada el ámbito de Las Ramblas y ensucia la imagen de este coqueto y hermoso mercado, de nombre Sant Josep y fundado en 1836, próximo al Liceo, que se ha convertido en uno de los lugares más visitado de Barcelona, ciudad que sabe conquistar mejor que nadie al transeunte con sus rincones populares. Espero que la denuncia del periódico surta efecto para que la Boquería, símbolo de la ciudad y de sus Ramblas, vuelva a recuperar la pureza. Y se mantenga para siempre como lugar de visita obligada de lo que es, un mercat de abastos. Como la que suelo hacerle yo en mis desplazamientos a Barcelona desde los tiempos del Hotel Suizo, deteniéndome a observar sus puestos de frutas y verduras, de encurtidos o de chacina fresca, cuidadosamente ordenados y diferentes en cada estación del año. Los mercados en Barcelona constituyen una seña de identidad, donde los clientes -vecinos de cada barrio- reciben un trato directo y cordial, diría yo cuasi familiar. Hay alrededor de treinta, entre los que destaco Santa Caterina, en la Ribera, remodelado por Enric Miralles, el malogrado arquitecto que construyó el Parlamento de Edimburgo. O el de Sant Antoni, en Comte d’Urgell y en fase de transformación, donde los domingos se instalan bajos sus marquesinas puestos de libros de ocasión. Aunque donde me siento verdaderamente feliz es en el Ninot, en el Eixample, también pendiente del cambio y en el que -estoy seguro- no se volverán a repetir esas escenas costumbristas de payesas de El Prat, estrategicamente instaladas en uno de sus patios de salida, ofreciendo tomates de Montserrat, calçots y verdura fresca.
Sin embargo, el mercado barcelonés que llevo en el corazón es el del Born, entre la iglesia de Santa María del Mar y el parque de la Ciutadella. Lo conocí ya inactivo, cuando bajo su impresionante estructura de hierro se celebró en octubre de 1982 la gran fiesta de la democracia con que se recibió a la primera victoria electoral del socialismo español. Siempre admiré a aquella clase política liderada por Felipe González que supo esperar su momento para gobernar España, con gente sólida y de principios -entonces en plena madurez de su juventud-, que sorprendió al país con su gestión. Habría sido distinto si Felipe González no hubiera contado con sus correligionarios catalanes, hoy casi todos en segunda actividad, como Narcís Serra y su inseparable Lluís Reverter -mi gran amigo-, o Pascual Maragall, Josep Verde i Aldea, Salvador Clotas, Raimon Obiols e Isidre Molas, con su inseparable pipa. Y los ya desparecidos Joan Raventós, Juli Busquets, Mercé Sala y Ernest Lluch (asesinado por ETA), entre otros. En aquella fiesta del Born comprobé el sentido cívico de los catalanes, muchos de los cuales eran ya federalistas que sacrificaban sus posiciones en bien de una democracia compartida, más allá de las mercaderías -a veces lógicas- y de las alianzas que vienen con los tiempos. Yo me he sentido libre siempre en Barcelona, donde jamás he tenido problemas con mi idioma natal y donde conservo grandes amigos. Por eso ahora, en mi regreso como cada septiembre, visitaré la Boquería, me detendré unos minutos frente al Hotel Suizo, pasearé por el Born y me escaparé un rato a El Xampanyet, en la calle Moncada, donde brindaré con vino espumoso por la complicidad de aquellos años, que deseo continúe siempre.