Cuando Ignacio Sánchez Mejías viajaba a Cádiz acudía a la Tienda del Matadero para encontrarse con Ignacio Espeleta. Que era su debilidad. El torero sevillano amigo de Lorca tenía vinculos familiares con la ciudad porque estaba casado con Dolores Gómez Ortega. Hermana de los Gallo. Y tía del Niño Caracol. Pero con el tiempo Sánchez Mejías amó a otras mujeres. La última, la escritora francesa Marcelle Auclair. Fundadora de la revista Marie Claire. Y antes, a Encarnación López, La Argentinita. Que era la novia de Joselito cuando lo mató el toro en Talavera. La Tienda del Matadero estaba en el Barrio de Santa María, frente a la antigua Cárcel Real. Y en una silla de anea situada junto a su puerta sentaba sus posaderas Espeleta cuando hacía buen tiempo. Porque los días de vendaval -que en esa parte de Cádiz suele pegar fuerte- se los pasaba dentro haciendo sufrir con sus guasas al montañés que regentaba el establecimiento. Todo esto lo sé de oido. Porque tanto Espeleta como Sánchez Mejías murieron en los años 30. De forma trágica el segundo. Como nos dejó inmortalizado Lorca en su llanto. Estos recuerdos me vienen a la memoria cada vez que paseo de noche por este rincón de Cádiz en el que reinó durante un tiempo Espeleta. Jefe de triperos. Cantaor flamenco. Y guarda de jardines. Además de guasón fino y sín límites. El silencio me ayuda. Porque es la única forma de recrear interiormente aquel escenario. Y porque aún quedan restos del primitivo Matadero, ahora ocupados por una peña flamenca. Pero no de la tienda (o colmao), que se encontraba en donde hoy existen unos baños públicos. La antigua Cárcel Real, edificio de la Ilustración, luce majestuosa tras su reciente restauración para los actos del Bicentenario. Y más ligera de compañía que otrora. Cuando estaba flanqueada por una plaza de toros de madera (derribada en 1916) y por aquel Matadero, que tocaba puerta con puerta con el viejo cuartel de San Roque. Ubicado en la muralla real. Y en el que acantonaba uno de los dos regimientos de Infantería de la plaza.
Cuentan los viejos del lugar que junto a la Tienda del Matadero existió una posada llamada El Paraiso que frecuentaban las familias canasteras que tenían parientes entre rejas. Y que mestizaban su bronce con las grandes dinastías del barrio. Los Ortega, los Espeleta o los Rebujina. Que vivían del Matadero. Del cante. El baile. Y el toro. En ese ambiente se movía Ignacio Espeleta, a quien Lorca definió “hermoso como una tortuga romana”. Probablemente por su haraganería manifiesta. Porque no era un efebo romano como los cuatro que sostienen las tortugas de la fuente de la piazza Mattei ni una formación en testudo como las que muestran los bajorrelieves de la columna de Marco Aurelio. Ezpeleta era simplemente eso. Una tortuga en permanente reposo. Capaz de inventar el farfullo de las alegrías por pura inconsciencia al no recordar una letra. Tirititrán. O llevar a la máxima el disparate. ¿Cómo voy a trabajar si soy de Cádiz? En mis años de juventud me contaron que Sánchez Mejías organizó un homenaje en el Aero de Sevilla a los héroes de la travesía del Plus Ultra. Franco, Ruiz de Alda, Durán y Rada. Que quiso cerrar con una fiesta flamenca. Entre los artista se encontraban Espeleta y su amigo el bailaor Azuquiqui. Sánchez Mejías invitó a Espeleta a que se dirigiera a los concurrentes para glosar en su estilo aquella hazaña. Y el de Cádiz dijo que no menospreciaba la odisea. Pués le parecía magnífica. Pero que más difícil fue la de su amigo Azuquiqui allí presente. Que había hecho el camino de Cádiz a Sevilla con seis gatos en hilera sin que ninguno se le escapara. Contar este tipo de cuentos (o embustes) viene de antiguo en Cádiz. Pués era muy común pasar así las noches de velatorios en los corrales (o casas) de vecinos para exonerar las penas. Espeleta -que cantaba como nadie la seguiriya y los tientos- dejó escuela de estas cosas. Y le siguieron Pericón, Agustín Fernández Melu, Beni de Cádiz, El Cojo Peroche y Chano Lobato. Pero con la muerte hace dos años de este último se acabó el género.
Sánchez Mejía le pidió a Lorca que le acompañara en un viaje a la capital gaditana con el fin de reclutar flamencos para un espectáculo teatral que había escrito para La Argentinita. Y que estrenó en el Teatro Español de Madrid con el nombre de Las Calles de Cádiz. 1933. En aquella visita ambos visitaron una taberna llamada Parra de la Bomba -hoy desaparecida- donde cantaba La Niña de los Peines. Con el fin de contratarla para el espectáculo. Pero allí ya estaba Espeleta. Que fue incorporado antes que Pastora al reparto en el papel de zapatero remendón. Mi padre era muy amigo de José Ignacio Sánchez Mejías, el único hijo varón del torero del 27. Educado en el Liceo Jacquard de Lausanne, era biznieto del mítico cantaor Curro Dulce y por sus venas fluía sangre de los Gallo y de los Ortega. Torero como su padre y sus tíos, no llegó a alcanzar el éxito. Y reemplazó el traje de luces por los negocios taurinos. Hasta que murió de un infarto en la plaza de Acho en Lima cuando apoderaba a Antoñete. 1966. José Ignacio le confío a mi padre por los años 50 la gestión de sus intereses en Cádiz. Que incluía la dirección de la plaza de toros. Era yo muy niño entonces, pero años después fui conociendo a muchos personajes agradecidos de aquellas dinastías flamencas que solían frecuentar sus oficinas en busca de oficios taurinos. Que son los trabajos humildes que comporta una tarde de toros. Areneros. Mulilleros. Clarines. Alguacillillos. Monosabios. Corraleros. Y demás. Toda esta gente -de apellido Ortega, Espeleta, Vargas, Nondedeu, entro otros- solía acudir cada viernes de Dolores al convento de Santa María -que está allí mismo- para renovar sus votos a Jesús. Un nazareno del XVI que ese día de Cuaresma permanece expuesto al culto tras la reja del claustro. Escoltado por monjas concepcionistas franciscanas. Y al que se encomendaban los Gallos en sus tardes de toros. O los Caracol en sus noches de cante. También la Niña del Columpio, prima hermana de Joselito y excepcional cantaora de bamberas. Cuyo hijo Melchor (matarife) fue fusilado a doscientos metros de aquel Matadero. Fosos de Puerta de Tierra, 1937. Pienso que a Lorca se le escapó poeticamente el Barrio de Santa María. Digno del romancero. Y en donde convergen la alegría, el llanto y la pena. Pero nos retrató a Espeleta, “hermoso como una tortuga romana”. Con quien se divertía su amigo Ignacio, que “no hubo príncipe en Sevilla que compararsele pueda”. La noche es platinoche. Noche que noche nochera. Tirititrán. Y seis gatos en hilera.
(Foto: antigua Cárcel Real de Cádiz)