Mios tíos abuelos (maternos) Carmen y José, ambos hermanos, eran propietarios de una confitería en la calle Rosario de San Fernando (Cádiz) de nombre La Campana. Todavía existe, pero reformada con los tiempos y con otro dueño. Estaba ubicada en un edificio de dos plantas ocupado en la baja por el establecimiento en sí, de labrados estantes de madera blanca y un pulcro mostrador de marmol con vitrinas de cristal, que completaban un reloj de pared y una pequeña fuente de grifería de bronce. Quien seguro que lo recuerda mejor que yo es el escritor Enrique Montiel, que vivía con su familia en la casa colindante y que se crió entre aromas de coco y vainilla, azúcar quemado y tostados de piñones y almendras, que eran los que despedía desde muy temprana hora el obrador, instalado en la trastienda del despacho de dulces. En el piso superior se encontraba la vivienda, de la que recuerdo una impresionante cómoda de caoba y tapa de marmol blanco en cuyos cajones dormían mantones de Manila delicadamente plegados, fina lencería de cama y manteles de lino almidonados. Sobre aquella cómoda había una enorme caracola que Carmen me llevaba al oido para que yo experimentara la ilusión acústica de escuchar el mar. A aquella confitería acudía todos los años la familia en pleno con ocasión de la víspera de la Virgen del Carmen, día de su onomástica y primera noche de una velada en el Parque Almirante Laulhé con que San Fernando celebraba cada año las fiestas de su patrona.
Las manos artesanas de Carmen, a quien llamábamos familiarmente madrina, confeccionaban cada año centenares de unidades de nazarenos (o penitentes) de cartoncillo forrados de tela, acompañados todos ellos de una diminuta vela de cera, que durante la Cuaresma vendían al público rellenos en su interior de bombones de chocolate. Fue el primer producto que ví patentado porque, además de proveer a su propio establecimiento, los enviaba por pedidos a las principales confiterías de Cádiz y su provincia. En aquellas vísperas del Carmen escuché con indiscreción de aquel maestro pastelero, nuestro padrino José, una historia, a media voz y dirigida a los mayores, que yo -muy niño entonces- no alcancé a interpretar hasta muy avanzada la adolescencia. Una medianoche, cuando ya estaban durmiendo, un piquete de Infantería de Marina aporreó insistentemente la puerta del establecimiento. Al percibir que se trataban de militares, bajó rapidamente con lo puesto para atenderles. Eran los primeros meses de represión franquista y los militares le pidieron media docena de dulces que había solicitado -como última voluntad- un marinero preso, otrora asiduo cliente de la confitería, al que le quedaban sólo horas para ser fusilado. Cada vez que recuerdo aquello me produce un tremendo escalofrío, pero historias como éstas -o como el rechazo de José a que el suboficial que mandaba el piquete le abonara el importe- no pueden permanecer en el tintero.
De mis horas en el obrador observando a José batir artesanalmente las claras, calcular el peso de harinas y azúcares, distribuir la fruta escarchada o hacer los cortes de bizcocho, me aficioné a todo lo que conforma este noble arte de la repostería, mostrando mi curiosidad ya de por vida por estos antiguos establecimientos de sabor, algunos verdaderas obras de arte en arquitectura de interiores. Desgraciadamente muchos ya han desaparecido, como la exquisita confitería La Perla, de Córdoba, cuyo mostrador fue recuperado por Jesús Quintero, El loco de la Colina, a finales de los ochenta para instalarlo en un café a la época, que inauguró en la calle Placentines, de Sevilla. De mi infancia en Cádiz guardo grato recuerdo de Viena y La Rosita, La Camelia, Orcha, Antigua de Brú y La Predilecta, que ya han pasado a la historia y que, en algunos casos, llegaron a disponer de salones de té. Sin embargo, todavía quedan reliquias en provincias que han luchado bravamente contra estos tiempos modernos e industrializados en que vivimos. Es el caso de La Campana (la de la fotografía), en Sevilla, Fantoba, en Zaragoza, López Mezquita, en Granada, La Española, en Tánger, la Dulcería de Celaya, en Ciudad de México, Sobrina de las Trejas, en Medina Sidonia, Bernal, en Tarifa, Villanueva, en Valencia, El Alcázar, en Segovia, Anglada, en Málaga, y otras más que no recuerdo. También las encontramos en las calles de Madrid, como la Antigua Pastelería del Pozo, El Riojano, Casa Mira o los Viena Capellanes, y en Barcelona, donde sus tradicionales hornos artesanos cohabitan con selectas pastelerías como Mauri, Farga y Escribá, entre otras. Sin embargo, en mi vueltas por España, apenas he encontrado un establecimiento ligeramente parecido a aquel despacho de dulces familiar de la calle Rosario, de San Fernando. Salvo uno, la confitería La Victoria, de Moguer (Huelva). Emplazada en el entorno juanramoniano, data del último tercio del XIX, aunque fue reformada en 1933. Este establecimiento -también familiar y regentado por los Sucesores de Acebedo-, de estantes de madera blanca y vitrinas de cristal, y aromas que guardo conmigo desde la infancia, elabora un dulce tradicional de mazapán con yema de huevo y raspadura de limón conocido popularmente por quesadilla. Por todo eso -y por otras cosas que van unidas a mis sentimientos- me pierdo entre sus paredes de vez en cuando.