Lluvia intensa

Genial se lo tienen que pasar Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina cuando acuden a Buenos Aires a tenor de la galería de retratos que de ambos cuelgan de las paredes del restaurante La Brigada. Que se encuentra en el barrio empedrado de San Telmo, uno de los más antiguos de la ciudad. San Telmo fue conocido durante un tiempo como el barrio de La Residencia, porque allí se establecieron los jesuitas. Es un barrio decadente (y maltrecho), cuyos orígenes se remontan a la segunda mitad del siglo XVIII. Originalmente estuvo poblado por estibadores portuarios. Pero con el tiempo se instalaron allí familias de ilustres patricios bonaerenses de origen español. Como cualquier rincón del viejo Buenos Aires, San Telmo suena a tango. Es bullicioso. Y despide olor a parrilla de carbón. En esta parte de la ciudad se encuentra la Casa Mínima, la vivienda más angosta de la capital porteña. Con 2.50 metros de frontal. Y una profundidad de 13.50 metros. Llueve sobre Buenos Aires. Y los taxis pasan completos por la calle Estados Unidos. Que es donde se encuentra La Brigada. Magnífico el bife especial trinchado con cuchara acompañado de ensalada todo verde. Plato que aquí recomiendan regar con vino tinto Trapiche de uva sirah procedente de Mendoza. En Francia se le conoce como vino negro de Cahors. Y fue introducido en Argentina a mediados del XIX por el francés Louis Pouget. La Brigada la dirige Hugo Chavarrieta, que es uno de grandes parrilleros de Buenos Aires. Como buen porteño es amante del mejor fútbol. Y el local atesora una colección de camisolas de los más célebres futbolistas argentinos. La lluvia me obliga a hacer un recorrido de interiores. Y he elegido la calle Defensa. Que es como la calle de López en Ciudad de México. Comercial. Ruidosa. Y popular. Lo que ocurre es que en la capital mexicana no se sabe a ciencia cierta quién era el tal López. Y aquí en Buenos Aires La Defensa es todo un sentimiento patrio. Puesto que con ese nombre se recuerdan las dos veces que fueron repelidos en la ciudad los invasores ingleses. 1806 y 1807. Parte de ambas batallas transcurrieron en esta calle. Que va desde la Plaza de Mayo al Parque Lezama. Precisamente aquí en la calle Defensa está la casa donde vivió Bernardino Rivadavia, primer presidente constitucional de Argentina. Que murió exiliado en Cádiz. Y también el Convento de Santo Domingo, en cuyo atrio se levanta el mausoleo del general Belgrano. Padre de la bandera nacional.

Llueve si parar sobre Buenos Aires, lo que hace aún más peculiar este paseo por sus calles empredadas. Sin dejar Defensa, me encuentro ante la antigua Casa de la Moneda, un edificio neoclásico de estructura de hierro y ladrillo levantado en 1881 en un solar donde estuvo anteriormente el Hospital del Rey, el cuartel de la Partida Celadora y el Cuerpo de Leones. Y casi en frente, con el Zanjón de Granados. Un yacimiento arqueológico bajo una casona de 1830 -descubierto accidentalmente en 1985-, que retrae al visitante (mediante un laberinto de túneles) a la segunda fundación de Buenos Aires (1580) por Juan de Garay. Siguiendo los consejos de mi amigo Diego Yaker, director de cine argentino afincado en Barcelona, me detengo a curiosear La Vieja Rotisería de Nonno Bachicha. Que es uno de los establecimientos más emblemáticos de San Telmo. Pero dejo para otro día sus pastas caseras y sus bifes de chorizo a la pimienta con papas a la crema. Junto a esta rotisería está el Mercado de San Telmo, levantado en 1897 por el arquitecto Juan Antonio Buschiazza. Que es quién proyectó también los cementerios de La Recoleta y La Chacarita. El brazo del mercado que se abre hacia la calle de San Telmo se asemeja a un bazar de Estámbul. La mayoría de los puestos lo ocupan actualmente baratillos y tiendas de antigüedades. Precisamente las antigüedades constituyen la principal actividad comercial de este viejo barrio de Buenos Aires. Que en el Mercado de San Telmo cohabitan con las pocas carnicerías, verdulerías y tahonas de pan y despachos de dulces que han sobrevivido a su invasión. Manolito en su puesto ofrece pan de campo. Que es similar al pan gallego. Mientras una mujer de mediana edad pregunta en el puesto de al lado si restauran arañas de cristal. No creo que haya en el mundo un lugar así. Donde las garrapiñadas se mezclan con relojes sin agujas. Viejos almanaques con cortes de carne vacuna. Ya sean bolas de lomo, vacíos, faldas, bifes o entrañas. Y las coles, papas y lechugas con tijeras. Una guitarra vieja. E incluso un samorar. Pasa lo mismo con la fruta de temporada, que está expuesta ordenadamente flanqueanda por vecinos que ofrecen guitarras usadas. Y un viejo sable que sabe Dios si perteneció a algún oficial del libertador San Martín. Hago un alto en el camino en el Bar Dorrego, frente a la plaza del mismo nombre. Y en donde cada domingo se instala un mercado de pulgas que incluye bailes de tango al aire libre. El Dorrego es un bar especial, cuyo origen fue un almacen de coloniales con despacho de vinos llamado del Besio. Por ser este el apellido de su propietario. Las mesas están gastadas, así como su mostrador de madera. En donde los clientes graban a rayas declaraciones de amor y dedicatorias a sus equipos de fútbol preferidos. Una fotografía en sus deterioradas paredes da fe del encuentro que aquí sotuvieron en los 70 Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato.

En el piso superior del Bar Dorrego tiene su taller el orfébre Jorge Pablo Pallarols. Desde hace 70 años la familia Pallarols cincela el bastón de mando que utilizan los presidentes de la República, hecho de plata y madera de urunday. Que es un árbol autóctono. Los Pallarols llegaron en 1804 a Buenos Aires desde Cataluña, aunque en 1750 eran ya orfebres en Barcelona. En el Bar Dorrego me susurran al oído que este orfébre era uno de los invitados a la cacería de elefantes de Botsuana donde se lesionó la cadera el Rey Juan Carlos. Me avergüenzo del rey de España, pero no de Pallarols. De quién no me interesa su afición a este tipo de cazas. Y de quién hasta hoy no había oido hablar jamás. El mundo es un pañuelo. Pero yo prefiero juntar en un mismo pañuelo argentino a Borges. A Cortázar. Y a Sábato. También a Bioy Casares. Así que doy por terminada mi incursión a este barrio porteño de calles empedradas y consumidores de yerba mate, no sin antes pasar por la esquina de Balcarce e Independencia. Donde se ubica el Viejo Almacén, la más tradicional casa de tango de Buenos Aires. Y el primer local nocturno que conocí en mi primera estancia en la ciudad allá por los años 90. Creo que sigue igual, por lo que me dicen. Al menos como referente de la música popular argentina. De hecho por aquí pasaron los mayores exponentes contemporáneos del tango. Aníbal Troilo. Ricardo Goyeneche. Y Osvaldo Pugliese, entre otros. Hoy el tango está presente en muchos locales de Buenos Aires. En La Puerto Rico de la calle Alsina, muy cerca de aquí, los sábados por la noche (y los domingos por la tarde) ofrecen espectáculos de tango y flamenco. También en el Café Tortoni, de la Avenida de Mayo. Que es a donde ahora me dirijo. Y en donde desde hace dieciseis años actúan cada noche la pareja que conforman Luciana y José. Ha dejado de llover sobre Buenos Aires. Y empieza a anochecer. Intento entrar en el Tortoni por su acceso trasero de la calle Rivadavia. Que fue el principal hasta que se inauguró en 1894 la Avenida de Mayo. Pero está cerrado. Por allí solía entrar Carlos Gardel, escoltado por sus músicos. Junto a la calle Rivadavia se encuentra el Hotel La Giralda, en cuyo solar estuvo la librería La Plata. Que es donde José Hernández escribió en 1879 La vuelta de Martín Fierro. La calle Rivadavia es más que la parte trasera del Tortoni. Borges escribió en 1956 que nadie ignora que el sur empieza al otro lado de Rivadavia. De hecho es la segunda calle de mayor longitud del mundo, con sus 135 kilómetros y sus 106 cruces. Pero también la que dividía la ciudad de Buenos Aires entre “la barbarie del sur y la civilización del norte”. Que es “el mundo más antiguo y firme”, según Borges.

(Foto propiedad de Galería de Salvoville)