Me instalo en La Bodeguilla del Café Central. Que es la trastienda de este histórico establecimiento malagueño de la Plaza de la Constitución, otrora Plaza Mayor de la ciudad, en donde convergen las calles Marqués de Larios y Granada. El centro de Málaga está a rebosar de transeuntes. Es domingo. Y, ya al caer la tarde, la ciudad presenta su cara más familiar. En las esquinas más concurridas los niños acuden en fila a comprar almendras tostadas ante la atenta mirada de padres. O abuelos. Casa Mira expende sus tradicionales turrones, ahora con más demanda dada la cercanía de la fiestas navideñas. Y al Lepanto acude lo mejorcito de la ciudad en busca del chocolate -el suizo– bien caliente. Y de la variedad de sus pasteles de bizcocho, mantequilla y frutas. Repican sin cesar las campanas de la Catedral porque estamos en vísperas de la Inmaculada. O de la Purísima, que dirían otros. Luce ya el alumbrado navideño, pero aún no se ha desatado la fiebre consumista que traen consigo las fiestas. La mañana ha debido de ser espectacular en el litoral malagueño a tenor de lo que escucho. Yo he llegado por carretera a la ciudad sobre las cinco de la tarde, hora lorquiana. Tras recorrer la campiña sevillana. Y hacer un alto para almorzar en Casa Curro, en Osuna, ciudad ducal a mitad de camino entre Sevilla y Málaga. Casa Curro es un clásico de la gastronomía en esta parte de Andalucía. Inmejorables sus flamenquines de esparragos trigueros. Y sus alcachofas guisadas. Dos osos rampantes a ambos lados de una torre conforman el escudo de Osuna. Enclave monumental. Y trimilenario. Fernando III conquistó la ciudad a los árabes en 1231. Y treinta y tres años después pasó a la Orden de Calatrava. Los romanos la llamaban Genitava Julia. Y en 1548 el papa Pablo III autorizó la creación de una universidad pontificia, que fue costeada por Juan Téllez de Girón, IV conde de Ureña -padre del I duque de Osuna- y llegó a tener hasta quince cátedras mayores. El impresionante edificio que la albergó se levanta aislado sobre el Cerro del Higueral. Es de planta rectangular, organizado en torno a un patio de planta cuadrada. En cada una de sus cuatro esquinas se alzan igual número de torres rematadas por chapitales de cerámica vidriada. Es un edificio rectilíneo. Y austero. Pero singular, porque este tipo de arquitectura no es común en Andalucía. El recuerdo de Osuna me acompaña en estas últimas horas del domingo. Nada mejor que el contraste para reflexionar en literatura. Con una ciudad. Y con otra. Ambas de fondo. Esta mañana cayó en mis manos la edición sevillana de Abc. Periódico en el que trabajé en los años 70. Y ahora repaso las páginas del diario Sur, que es referente malagueño. La Plaza de la Constitución es un observatorio de la ciudad, como la Calle Larios. Y todas las que circundan. El vendedor de almendras tostadas sigue rellenando pacientemente los finos cucuruchos acompañado de una cucharilla ante la demanda de los infantes. Un entre largo de café reclama el camarero tras la llegada de un cliente habitual que sigue con auriculares la jornada deportiva del domingo.
El diario Sur muestra en su primera página una Málaga idílica en estos tiempos de penurias. Y deshaucios. El metro termina los trabajos bajo tierra tras siete años de obra, reza en su primer titular. Y Málaga se sitúa como líder de exportaciones tecnológicas a Estados Unidos, indica otro. Qué suerte. Luego llegan las cifras del desempleo. Y los malogrados brotes verdes que sucumben ante el granizo. O las inundaciones. Pero el diario Sur hoy huye de las penas. E incluso les asegura a sus lectores que las dos primeras líneas del metro malagueño estarán funcionado dentro de un año en los tramos que conducen a la estación María Zambrano. No se puede quejar Málaga, a la que el periódico local viste de verde esperanza. Como la guapa de El Perchel. Y no de negro zaíno. Como la otra Esperanza, la de Joselito. Aquella malagueña, esta última sevillana. Dispone la capital de la Costa del Sol de un nuevo terminal de aeropuerto envidiable en cualquier país de Europa. Una reciente autopista de peaje que a través del alto de Las Pedrizas reduce en una hora la distancia con Madrid. Y el tren de Alta velocidad. Málaga tiene un buen alcalde. Francisco de la Torre, del Partido Popular. Le tengo respeto. Y también cariño. Porque es el tío de mi querida Maite Rico Francia, periodista de El País. Y compañera de fatigas en México. De la Torre no tiene nada que ver con aquella otra alcaldesa de exagerado vocabulario (y desahogado acento) andaluz. Tan populista como excéntrica: Celia Villalobos, hoy apartada de la primera línea política por Rajoy. Aunque agarrada al banquillo de la ciudad. Pese a que aquí en Málaga no remonta. Y va en descenso con la misma velocidad torrencial que lo hacen las aguas del Guadalmedina en época de fuertes lluvias. Hoy Villalobos se ha hecho un hueco en el diario Sur a golpe de titular por una polémica que sostiene con la rectora de la Universidad, Adelaida de la Calle. Está visto que cuando no existe oposición socialista la artillería del Partido Popular busca objetivo en las instituciones que no son ad hoc. Y me da vergüenza ajena que Villalobos acuse a De la Calle, catedrática en Biología celular, de desprestigiar a la Universidad malagueña cuando ella, en su época de ministra de Sanidad, dijo que la legionella no era un bichito que vuela por el aire y se mata de un manotazo. Lo curioso es que ahí sigue, tan cientificamente chistosa como siempre, pero con sueldo de vicepresidenta primero del Congreso de los Diputados.
La Bodeguilla tiene un acceso desde el Café Central, pero sus puertas de hierro forjado dan al Pasaje de Chinitas. Allí estuvo el famoso café cantante de su nombre. Fue fundado en 1857, pero duró hasta 1937, coincidiendo con la entrada de las tropas de Franco en la ciudad. Convirtiéndose entonces en el establecimiento de tejidos de la familia Romero de la Cruz. Por allí pasaron Juan Breva y Antonio Chacón. La Trini y El Petrolo. Manuel Torres, Vallejo y Niño Caracol. Pero también Federico García Lorca, que lo inmortalizó en 1931 con aquel verso que decía: En el Café de Chinitas/ dijo Paquiro a su hermano:/ Soy más valiente que tú,/ más torero y más gitano. En la Plaza de la Constitución se encuentra el edificio neoclásico de la Sociedad Económica de Amigos del País. Pero en realidad fue levantado en 1776 como Real Montepío de Socorro para Viñeros y Cosecheros del Obispado de Málaga. Socorre al diligente, niega al perezoso. Ese era su lema. Toda una sabiduría popular. Pero difícil de aplicar hoy día. La Calle Larios acopia el murmullo dominical, pero durante la semana es un espacio comercial en el que se concentran las tiendas más exclusivas. Y también algunas joyas, como el Lepanto, Casa Mira y el Hotel Larios, con su espléndida terraza en la azotea. Otras ya han desaparecido, como el Bar Ricardo. Cuyos cocteles seducían a Ava Gardner. O el Café-Bar La Cosmopolita, histórico lugar de encuentro. Las franquicias están acabando con los lugares más emblemáticos de las ciudades. Y con estas ausencias desaparecen también las tradiciones que conforman la historia viva de quienes las hacen posible. Dos años han transcurrido desde que cerró en Málaga la Librería Cervantes, que era la más antigua de la ciudad. Y que se encontraba en la misma Plaza de la Constitución. Es una pena que desaparezca una librería. Pero más aún que con ella se vaya una parte de la historia de Málaga. Al menos nos queda el Central, con sus diferentes formas de preparar el café. Y su trastienda escondida con entrada por el Pasaje de Chinitas. La noche se ha echado encima. Y el tránsito por la Calle Larios comienza a descender. Los vendedores de almedras tostadas levantan ya sus puestos. Y algún turista despistado busca un local añejo para probar bocado. Pero aquí todo es nuevo, aunque con reclamo que suena a viejo. Todavía permanecen abiertas algunas de las confiterías Aparicio. Con sus vitrinas de frutas escarchadas, roscos de vinos y borrachuelos. Y también algunos bares cerca de la Alameda. Busco la Calle Fresca, estrecha y silenciosa. Que me introduce en la oscuridad de la noche. Nada mejor también que retirarse a tiempo recordando a Emilio Prados: Duerme la calma en el puerto/ bajo su colcha de laca/ mientras la luna en el cielo/ clava sus anclas doradas./ ¡Corazón, rema!