Barcelona, viernes 21. Son las siete de la tarde. Y hace frío en la ciudad. Me he tirado a la calle con cincuenta euros en el bolsillo. Y muy abrigado. El 66 me lleva desde la calle Muntaner a la Ronda de San Pedro, ya casi en la plaza de Cataluña. El autobús no va lleno. Y el usuario de esta hora de la tarde es gente mayor. De la que gusta vestir de manera sencilla. Pero elegante. El transporte público de Barcelona es de los mejores de España. Aunque caro: 1.45 euros el billete sencillo. La Llibreria Catàlonia anuncia en sus escaparates La senda oscura, última novela de Asa Larson. Y la acera de El Corte Inglés se presenta transitada. Con jóvenes que hablan con acento extranjero. Pakistaníes que caminan deprisa. Muchachas que se divierten preparando una despedida de soltera. Un marroquí que ofrece propaganda de mano. Y matrimonios con niños que apuran las últimas compras. Unos hablan en catalán. Y otros en castellano. Pero todo el mundo va enfundado en ropa de abrigo. Esta plaza de Cataluña es así de universal. Recuerdo cuando años atrás acudía allí en masa la colonia filipina. Que se intercambiaba las meriendas a los ojos de la Diosa de Josep Clará y el Pastor de Pablo Gargallo. De 1991, cuando gobernaba la ciudad Pascual Maragall, es el monumento a Francesc Maciá, de Josep Maria Subirachs. Poca gente sabe que Maciá fue teniente coronel del arma de Ingenieros. Y que estuvo destinado en Sevilla. Porque principalmente se le conoce como el primer presidente de la Generalitat moderna. Cuando murió el día de Navidad de 1933 los forenses que realizaban el embalsamiento de su cadáver extrajeron cuidadosamente el corazón para galvanizarlo mediante un baño electrolítico. Y depositarlo para la posteridad en un estuche de plata. Uno de los primeros en acudir al día siguiente a la capilla ardiente en el Palau de San Jordi para mostrar su condolencia fue el general Domingo Batet, comandante general de la IV División Orgánica. La máxima autoridad militar de Cataluña en ese momento. Batet recibió en 1934 la Cruz Laureada de San Fernando del Gobierno Lerroux por reprimir la insurrección de la Generalitat de Lluís Companys contra la II República. Poco le valió aquella acción (y la correspondiente condecoración) el 18 de julio de 1936. Porque fue arrestado en Burgos por no secundar el golpe. Y fusilado siete meses después con la anuencia de Franco. Que desoyó todas las peticiones de clemencia que le llegaron.
La plaza de Cataluña enlaza la ciutat vella con el Ensanche. Y hace de antesala del Portal del Ángel. Que es una de las calles más comerciales de Barcelona. Allí está el edificio que albergó Can Jorba, hoy integrado en El Corte Inglés. Yo lo conocí llamándose Jorba-Preciados. Porque por los años 60 fue adquirido por esos otros grandes almacenes madrileños. Fue el primer centro comercial de España en incorporar escaleras mecánicas. Y llegó a tener en su planta más alta un pequeño zoológico que se hizo muy popular entre los niños de Barcelona. Can Jorba competía en los años 20 con otro establecimiento secular llamado Grandes Almacenes El Siglo. Que fue pasto en llamas también un día de Navidad. Pero de 1932. Estaba emplazado en las Ramblas (de los Estudios). Junto a la calle Xuclá. Y el fuego se originó por un cortocircuito al calentarse el motor de un pequeño tren eléctrico que se empleaba como atracción en el escaparate. Los operarios del edificio se olvidaron de desconectar la locomotora la noche anterior. Y a la diez y media de la mañana del 25 se iniciaba un incendio que en dos horas se apoderó de sus siete plantas reduciéndolas a cenizas. Tengo excelente información sobre este siniestro porque recientemente cayó en mis manos un ejemplar de La Vanguardia del martes 27 de diciembre de 1932 en el que se da cumplida cuenta de lo acaecido. Con una narración periodística que ni por asomo serían capaz de hacerla hoy nuestros grandes periódicos. Porque el género de sucesos hace tiempo que pasó a mejor vida. En la esquina de la calle del Pí con la de Portaferrissa se encuentra la chocolatería Farga, que data de 1827. La última decoración es de los años 20. Así que a los exquisitos chocolates de sus vitrinas tenemos que sumar el glamour de sus paredes. Cuenta Pilar Eyre en su biografía novelada sobre la Condesa de Barcelona –María la Brava– que entre las amantes de Alfonso XIII se encontraba la propietaria de otros grandes almacenes de la ciudad. De nombre El Águila, ya desaparecido. Cuyo edificio -sito en la calle Pelayo– sufrió también un incendio en los años 80. No me extrañaría que aquel rey adúltero (y libertino) hubiera recurrido a los bombones de Farga para hacerse con los favores de aquella dama. Pero esto forma parte de la fantasía que también me acompaña en este paseo vespertino. Que llega ya a su primera hora. Porque ya son casi las ocho. Momento en que puntualmente cierran los comercios tradicionales de la ciutat vella. Por eso apuro el paso en dirección a la calle Petrixol. Donde tengo que elegir entre Dulcinea y La Pallaresa. Dos de las granjas más populares de la ciudad. Inmortalizadas por Maruja Torres -excelente amiga- en sus historias de Barcelona. La elección es difícil, pero al final me decido por La Pallaresa. Que está abarrotada de familias que meriendan suizos con churros. Es algo tarde. Y por eso se han agotado ya los melindros, que son bizcochos de soletilla. Un camarero con pajarita me sirve el suizo. Un chocolate a la taza con nata montada que me ayuda a reponer fuerzas. Y a combatir el frío.
Siempre que vengo a Barcelona recorro la calle Avinyó. Me trae muy buenos recuerdos porque yo viví muy cerca. 1982. Primero en una pensión de la calle Ample, que ya no existe, y después en el Hotel Suizo, en la plaza del Ángel. La calle Avinyó a veces me hace sentir en Nápoles. Pero es profundamente barcelonesa. Justamente en el número 7 está La Manual Alpargatera. Que a estas horas ya ha cerrado sus puertas. Es uno de los establecimientos más emblemáticos de Barcelona. Con una fachada exterior que fotograficamente ha dado la vuelta al mundo. Abrió sus puertas por primera vez en la década de los 40. Y desde entonces no ha parado de vender alpargatas a gente de todas partes. La espardenya (o alpargata) de cáñamo es el calzado tradicional de Cataluña. La usan los mossos d’Escuadra cuando lucen de gala. Haciendo juego con el gambeto (capa) y el sombrero de copa. Y se emplea para bailar la sardana. La Manual Alpargatera ha calzado al papa Juan Pablo II, pero también a Jeanne Moreau, Jack Nicolson y Michael Douglas. Entre otros. Por la calle Avinyó intuyo que me aproximo a la Barcelona de Woody Allen. Que no es un espacio geográfico. Sino un espíritu que descubrí cuando acudí al cine a presenciar Vicky Cristina Barcelona. Fantástico reparto femenino. Penélope Cruz. Scarlett Johansson. Rebeca Hall. Y la ciudad. Que no sólo aporta su belleza visual. Sino que se incorpora de la mano de Allen a la película como un personaje más. Cruzo Via Layetana y, desde la plaza de Antoni López, me introduzco en Santa María del Mar. Dejando a mi derecha el Bar Salvador. Es una pequeña incursión al Born antes de volver al barrio gótico. Y especialmente a una calle que siempre me ha seducido. La de las Trompetas de Jaume I. Es pequeña y angosta. Y lleva a la Plaza del Rey. Donde se alza majestuosa la fachada del Palacio Real Mayor. Que es donde se encuentra el Salón del Tinell. A su derecha se ubica la Capilla Palatina. Y a su izquierda, el Palacio del Lugarteniente. Este conjunto único del gótico barcelonés cohabita con una escultura de Eduardo Chillida. Topos V, allí desde 1986. Que es como un guardián oxidado de aquellos lugares regios. Creando contraste con los siglos. Desde allí camino hacia Las Ramblas, a través de la plaza de San Jaume. Todo es historia en esta noche fría. Salvo una concentración de taxis desocupados que advierte de los malos momentos que atravesamos. Las Ramblas presentan un aspecto gélido. Y el Café de la Ópera está vacío. Dos camareros aprovechan la quietud para echar un cigarro a sus puertas. No me gustan los kioskos con que el alcalde Hereu ha sustituido a los puestos de animales vivos. Expenden gofres, creeps y helados. También turrones excedentes de la Navidad. Parecen barracas de feria. Pese a que el cobre que les corona me induce a pensar que son de diseño. Me cuesta aceptar también estas Ramblas ahora repletas de comercios que venden souvenirs baratos. Sustitutos de las mejores tiendas que tuvo la ciudad. Pero los tiempos cambian. Aquí para peor. El viejo edificio del Banco Central sigue ahí. Pero acondicionado por unos grandes almacenes para la venta de ropa de marca. Me tocó cubrir para El País en mayo de 1981 aquel kafkiano episodio. Fue el 23-F barcelonés. Con El Rubio haciendo de Tejero. Lamentable. Dejo atrás la fuente de Canaletas. Y me introduzco en la plaza de Cataluña tras sortear la calle Pelayo. El viejo Café Zurich es desde hace doce años una moderna cafetería que al menos conserva el nombre. Son las diez de la noche. Y apenas hay gente en la calle. Hace frío en Barcelona.