Observo en el horizonte del litoral gaditano una goleta sudafricana de tres mástiles escorada hacia babor por la fuerza que empuja el viento de poniente. Y que navega en la dificultad. Esto es una excepcionalidad hoy, pero otrora desde el Campo del Sur, malecón de Cádiz, se divisaban todo tipo de veleros intentando sortear la adversidad de los mares. Y de los vientos. O no. Unos portando mercancía, y pasaje, desde los puertos mediterráneos. Otros surcando esas aguas en el mismo horizonte rumbo a las costas de Berbería. Y el resto, ya hacia Occidente, enfilando la suerte del Atlántico. Eran siglos de navegación a vela, cuando los vendavales hacían sonar con estruendo las jarcias contra los mástiles. El paje bendecía el día al cantar las horas. Y las lonas del velamen aleteaban sueltas hasta quedar sujetas a sus aparejos por la marinería. También eran tiempos de diestros pilotos, que sabían sortear con dominio la fuerza de los vientos. Y maniobrar con excelencia para encarar la navegación por mar abierto. Algunos de estos pilotos eran vizcaínos. Otros de Arenys de Mar. Y el resto, gaditanos. Sopla poniente otoñal en Cádiz. Sobre cielo emborregado. Y un conjunto de azules en contraste que se turnan a medida que traspasan los rayos del sol. La ciudad está tranquila. Y un grupo de ciclistas de un crucero anclado en el puerto circula al ras de sus murallas marítimas como atras lo hicieran las rondas de vigilancias. El mar llena de brisa fresca el caserío de la ciudad. Que emerge de las aguas en un blanco radiante coronado por miradores, torres y campanarios, que en el caso de la Iglesia del Carmen son reemplazados por doble espadaña. Todavía quedan algunas relictas araucarias en Cádiz, pero se elevan en solitario entre palmeras que cimbrean. Mi mejor experiencia en la navegación a vela la tuve hace unos años en el curso de una travesía en el bergantín-goleta Juan Sebastián Elcano desde Marín a Cádiz. Los gaditanos han convertido este buque-escuela en seña de identidad, pero yo no le doy más valor que el justo que tiene por el mérito de haber sido construido en los astilleros de la ciudad y de repetir cada año aquí el inicio de su viaje de instrucción. Y en ningún modo por su naturaleza de buque. Mi padre me contaba de niño que se trataba de un híbrido botado en 1927 que, cuando empezó a navegar, ya tenía problemas en su calafateado. De manera que se filtraba el agua. No me lo comentaba por estricto puritanismo naviero sino porque la Armada Española menospreció, en beneficio de la novedad, a otro excelente buque-escuela de su flota, el Galatea. Que no era ningún híbrido, sino una bricbarca (o corbeta) de tres palos, construido a finales del XIX en unos astilleros de Glasgow. Y que hasta su incorporación a la Armada Española en 1922 navegó comercialmente bajo pabellón británico e italiano. Hoy nadie se acuerda del Galatea que, adquirido y restaurado en unos astilleros de Greenock, se encuentra varado con su nombre original, Glenlee, en Point House Quay, puerto de Glasgow. De ese viejo Galatea lo sabía todo el almirante Ignacio Martel Viniegra, marqués de San Fernando del Mar.
Llevo unos días en Cádiz haciendo de cicerone de algunas amigas extranjeras. Una de ellas, Ilona Rymkiewicz, vicecónsul de Polonia en España. Y otra, Helene Zuber, periodista de la revista Der Spiegel, con sede en Hamburgo. Zuber conocía ya Cádiz de dos visitas anteriores, así que he intentado mostrarle una cara de la ciudad que no suele aparecer en las guías. Con Ilona, sin embargo, he paseado por todos los rincones citadinos, preferentemente por aquellos que discurren alrededor del mar. Que junto al sol son dos de sus pasiones, sea cual sea la estación. Lo que no encuentra por lo regular en su Varsovia natal. Hermosa ciudad, en la que en estas fechas predomina el gris. Cuando no el blanco de los copos que cubren sus calles y tejados. José María Pemán ganó en 1935 el Cavia con un artículo publicado el 12 de febrero de 1935 en El Debate titulado Nieve en Cádiz. Escribía entonces: “Ha sido una mañana inolvidable e ingenua, sólo comparable con aquélla en que se leyó en la prensa, el año sesenta y tantos [del siglo XIX], la proclamación de la libertad de cultos, o hace tres años la instauración de la República. Hemos jugado a Europa. Nos hemos vestido, por una hora, de un Spiltzberg de percalina. Toda la ciudad ha vivido durante una mañana, de esa única noticia. El panadero ha entrado en la casa diciendo: ¿Han visto ustedes la nieve?” Fue un 9 de febrero, pero desde entonces no se ha repetido ese fenómeno. Sin embargo, desde la lejanía del mar, Cádiz parece un iceberg entre aguas. Unas veces azules, otras verdes esmeralda. Pero también verdes ceniza. Para mi son colores de infancia. Y ya con los años, colores que busco para mis interiores cuando paseo por la ciudad. Iliona ha compartido el azul. Y Helene, un día el azul, otro el verde ceniza. Pero el blanco siempre ha estado presente. De blanco marmol son los aljibes que almacenaban en cada casa las aguas de la lluvia. Y de blanca cal son las azoteas gaditanas. Y sus torres-vigías. Solemne, como la Torre Tavira. Hermosa, y femenina, como La Bella Escondida. O simétricas, por no decir matemáticas, como las de la Casa de las Cuatro Torres, que fue en donde residió el prócer venezolano Miranda, amante de Catalina la Grande. Estas torres-mirador fueron construidas entre los siglos XVII y XVIII por los comerciantes de la ciudad para divisar la llegada de los navíos que se aproximaban a puerto. Forman parte del negocio del mar. Y llegaron a sumar 160 en aquellos años de auge mercantil con América, pero lo admirable es que todavía quedan 126.
Ilona se decide por unas gambas en Joselito, antiguo Bar España. Y rincón entrañable que regenta la familia Álvarez. Helene se decanta por un jamoncito recién cortado en el Bar Ducal, junto al Gran Teatro Falla. Una ciudad con historia acumulada como Cádiz goza de gastronomía singular. Mientras en las aldeas de La Janda los jornaleros se apretaban en torno al pan negro, en algunas panaderías gaditanas de entresiglos se anunciaba el pan blanco de privilegio. El blanco era también en aquellos tiempos el color de Cádiz. Y el negro, el de sus pueblos y aldeas humildes del interior de la provincia. Hoy no existen esas distinciones, pero entonces sí. Porque el pan de campo, de ruda harina de trigo, domina los desayunos de la ciudad. Por lo general le llaman teleras, ya vengan de Medina, de la Venta del Soldado o de Los Naveros, panadería de Santo Tomás. Tan revolucionaria era entonces la capital como la provincia. Con la diferencia de que por el puerto de Cádiz llegó el socialismo utópico de Owen. Y en los chozos de la provincia nació un socialismo popular y libertario que enseñó su cara en Casas Viejas, aunque antes lo había hecho con igual fuerza, aunque con distinta suerte, en la campiña jerezana. Me gusta la calle de San Rafael, que es como una pequeña avenida arbolada que enlaza el Cádiz burgués y militar con el Cádiz popular del barrio de La Viña. Que se llama así porque se levantó sobre una viña de un tal Malabar, aunque se trataba de un arrabal ocupado por artesanos y obreros de la época. Y distinto en arquitectura al resto de la ciudad. Fue bautizado inicialmente como Barrio del Nuevo Mundo. Quizás porque se encontraba más cerca de América que el conjunto burgués gaditano. Sin apenas valor monumental, los gaditanos encuentran en La Viña un falso espejo de la ciudad. Pero no hoy, sino desde hace décadas. Ya en el siglo XIX, el Carnaval gaditano le cantaba a este arrabal así: A la entrada de La Viña/ voy a poner un letrero,/ con unas letras que digan/ esta es la puerta del cielo. El viento se lleva, después devuelve, y así sucesivamente, las penas de la ciudad. Poniente. O levante. Norte y sur. Hoy sopla fuerte, indistintamente de los colores del mar. Y de los rayos del sol que buscan los huecos que dejan las nubes para acalorar unos instantes los rincones abiertos del caserío. Pemán contaba con gracejo aquella nevada del 9 de febrero de 1935 en Cádiz, pero obviaba la dureza del invierno. Aquí desconocido por su ubicación meridional. “Amaneció el día descolorido y grisoso, con cielo de pizarra y asfalto. Se mantuvo así hasta las nueve, con una creciente palidez llena de misteriosos presagios. Y a esa hora, lentamente, trabajosamente, consciente de la solemnidad de la efemérides, los cielos empezaron a parir unas leves pelusillas blancas, que bajaban contoneándose, dejandose ver, con aire de bailarina que baja, con zarandeo de tango, hacia las candilejas”. Hoy no nieva en Cádiz, sopla poniente otoñal. Pero la ciudad desde el mar sigue siendo inmensamente blanca.
* Foto propiedad de Pedro y Sergio (Flickr-galería).