Me despido de un domingo tenebroso que se ha llevado a un amigo. Dejo El Puerto de Santa María para derivar en un cercanías hacia San Fernando. Calle San Rafael, calle Rosario. Calle que ya no es calle, calle Real. Entre el Bar Reverte y El 44. La melancolía me invade en el atardecer. Y las campanas de la Iglesia Mayor apuntan nostalgias. Escribo sobre una servilleta. Cine Almirante, La Mallorquina y el Hotel de Puya. Aquella plaza de la Iglesia ya no es como era. Falta el verde pálido de la Carterilla. Y el amarillo intenso del Canario. Las familias transitan bajo las afeadas catenarias de un pretendido tranvía hacia Cádiz sustituyendo los troles de la vieja línea entre La Ardila y La Carraca. Echo en falta el paseo de la marinería agotando las horas de su mejor día de calle. No hay bullicio, sino calma. La especulación inmobiliaria y alcaldes indeseables han destrozado el entorno dieciochesco del Teatro de las Cortes, hoy regio. Huele a caño, a fango marinero, a estero. Y una suave brisa que avanza entre calles aporta humedad septembrina. Las campanas de la Iglesia Mayor dan los cuartos. Falta uno para las nueve. Tras su cerradas puertas descansa el patrón San José, impecable en su ajuar. Y el Nazareno en cedro que dicen salió de la gubia de Francesco Galleano, al que rezaba cantando cada madrugada de viernes santo El Chato de la Isla. Ha sido un largo día de visitas. Y ahora toca silencio, reposo en penumbra, solo alterado por las luces de algún velorio de ofrenda. No se trata de un paréntesis entre El Puerto de Santa María y mi destino final, Cádiz. Es una parada, en la que faltan El Patio del Maestro Luis, infantes de Marina de plantón en Capitanía y los vetustos muros del Castillo de San Romualdo o de Suazo, ahora restaurado en blanco dándole aspecto de alcazaba tunecina, tal vez porque allí hubo una vez una alquería. Más vale así, que no en su otrora abandono. La Gallega de la Plaza de los Carros está cerrada por vacaciones. Pero el Bar León sigue ahí, oscuro y lúgubre en el atardecer. Con cuatro parroquianos que siguen un western televisivo entre vinos finos de Chiclana, mientras María fríe un par de tortillas de camarones para saciar el apetito del visitante no esperado. Huele a aceite viejo, que escapa del vientre de una decadente cocina de fritos y adobos enharinados. Cazón o bienmesabe, las generaciones de ayer y de hoy se reparten así los nombres. La Venta de Vargas se suma al atardecer de este domingo tenebroso con su cierre vespertino. Y la voz de Camarón permanece apagada en la Peña Flamenca El Castillo, ahora solitaria. En la oscuridad, frente a un chino, un autobús doble articulado espera que den las veinte para las diez para partir hacia Cádiz. Somos una docena de usuarios quienes ocupamos cómodos (y distantes) sus largas filas de asientos. San Marcos, Manuel de Falla, San Onofre, Ronda del Estero, Constitución… Y así hasta Cádiz.