Paso unos días en Barcelona. Y voy en busca del número 37 de la calle Avinyó, el inmueble en donde se encontraba cien años atrás Ca la Mercé. El prostíbulo en el que se inspiró Pablo Picasso para pintar en 1907 Las señoritas de Avinyó, iniciándose así en el cubismo, tendencia que le llevó a la fama. Hace calor. Y turistas de todo el mundo recorren las calles de la Ciutat Vella atraídos por sus coquetas tiendas, en su mayoría con artículos originales. En algunos escaparates el gusto es exquisito, caso del English Hair Salons, de Anthony Llovet, que exhibe una vieja colección de artículos de barbería. Observo a una populosa familia árabe poniendo a punto sus iphones antes de partir del hotel para recorrer Las Ramblas. Dos rusas enzarzadas en una charla que por los gestos que emplean no parece baladí. Una pareja de griegos haciendo un alto bajo la sombra en la plaza de la Verónica para devorar al alimón un emparedado de pollo al curry. Y un francés que pregunta cómo llegar al zoo de la Ciutadella después de comprar unas espardenyes en La Manual Alpargatera. Conozco bien la calle Avinyó porque viví muy cerca en los años ochenta, aunque de aquel tiempo anterior a los Juegos Olímpicos poco queda tal como era entonces. Tal vez la Pensión Segre, en la confluencia con Ample. Y el asador de pollo al exterior del restaurante Los Caracoles, ya en la calle Escudillers. Porque el otro establecimiento más que centenario del barrio, Pitarra, se llamaba entonces Sogas. Esta parte de la Ciutat Vella era un lugar inmundo que reclamaba permanentemente la presencia de la Guardia Urbana. Droga. Robo. Y prostitución. Más lo que arrastraba esto. Presidiarios. Camellos. Y proxenetas. Cuando Picasso frecuentaba la calle Avinyó, los prostíbulos eran discretos. Y a ellos acudían igualmente viajantes. Propietarios. Empleados. Militares, Clérigos. Y socios del vecino Casino Mercantil, sede entonces del Bolsín. Y después de la Escuela de Bellas Artes. Probablemente también algún farmacéutico solterón, profesión de fácil encaje en un cuadro costumbrista de la época por lo de autoridad de barrio que comportaba. Porque l´adroguer, la otra autoridad, jamás salía de la tienda de la esquina que regentaba. Nunca sabremos la identidad de las cinco prostitutas que pintó Picasso -residenciadas desde 1939 en el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York tras su compra a terceros por 28.000 dólares-, pero seguramente una de ellas pudo ser una joven de un pueblo de Aragón que vino a servir a la casa de una acomodada familia barcelonesa. Y se malogró, tal vez por un engaño amoroso. De Aragón. O de Murcia. Porque de ambos lugares, y también de Andalucía, llegaron en entre siglos las primeras migraciones que transformaron con su sudor a Cataluña, prostitutas incluidas. Te mercé Bibi Malena./ Te mercé perro chaval./ Te mercé la policía./ Te mercé Abdu Lila./ Rambla pa’qui Rambla pa’llá. Con esta composición, Manu Chao rinde homenaje a este lugar de la ciudad. Pero en este sábado de agosto su peculiar rumba no suena por ninguna parte. Un hombre de edad, que recoge su pelo en una larga trenza que cae sobre su camisa negra atirantada, se sitúa en la confluencia con la calle Ample mostrando un exagerado tatuaje. Supongo que quiere llamar la atención. Pero nadie le hace caso. Siempre en esas calles, el asador de pollos al exterior de Los Caracoles. Y la Pensión Segre, que ahora enarbola banderas desde su balcón. Te mercé Mademoiselle./ Mademoiselle d’Avignon./ Te mercé o Bixo Bahía./ Te mercé Escudillers./ Rambla pa’qui Rambla pa’llá./ Esa la rumba de Barcelona.