El madrileño Paseo del Pintor Rosales discurre en paralelo al Parque del Oeste, creando a un lado un mirador sobre su vegetación en cuya mitad, justo en la confluencia con la calle Marqués de Urquijo, se encontraba hasta poco después de la Guerra Civil un impresionante templete de música. Las viejas fotografías así lo recogen. No se por qué, pero este lugar de Madrid me recuerda el Paseo de la Recoleta de Buenos Aires, tal vez por ser un barrio igual de distinguido. Con edificios altos y esbeltos, abundante arboleda y quioscos de renombre con terrazas atestadas de gente elegante en los atardeceres de verano. Y conserjes embotonados que saludan cortesmente por su nombre a cada vecino. Rosales ha sido siempre un lugar exquisito del glamour madrileño. Y el Parque del Oeste, también. Casi escondido entre unos arbustos se encuentra el monumento al pintor que le da nombre, esculpido por Mateo Inurria en 1922. Y frente a este, la acera edificada en la que vivió hasta su muerte la poetisa Pilar Valderrama Alday [1889-1979], musa de Antonio Machado. Y su más casto (y ciego) amor tras el vacío dejado por Leonor Izquierdo. De Pilar Valderrama, la secreta Guiomar del poeta, se ha escrito mucho en los últimos treinta años. Y de su relación con don Antonio, también. Durante un tiempo las alusiones de Machado a Guiomar fueron consideradas por algunos como un sueño poético. Pero en 1975, muy anciana ya Valderrama, sus hijas Alicia y María Luz reconocieron el idilio, que había sido revelado como real pero sin dar nombre alguno por Concha Espina [1950] e identificado en la persona de Pilar por Justina Ruiz de Conde [1964]. Hasta que por fin fue confirmado por la propia poetisa en un libro póstumo publicado en 1981, Sí, soy Guiomar. El poeta y su musa se conocieron en la primavera de 1928 en el Gran Hotel Comercio de Segovia, hoy inexistente. Pilar huía de la infidelidad de su esposo, el ingeniero teatral de éxito Rafael Martínez Romarate, cuya amante por dos años se acababa de suicidar tirándose al vacío desde un balcón de la calle de Alcalá. Y, a partir de entonces, establecieron citas secretas, primero en Segovia. Y después los fines de semana en un merendero con salón de baile de Cuatro Caminos llamado Franco-Español, en el que contaban con la complicidad de un mozo de nombre Jaime que intermediaba como receptor de sus recados. Aquello duró hasta poco antes de la Guerra Civil. Que los separó físicamente para siempre, ella a salvo en Portugal, con un hijo en el frente. Una España. Y él, de Madrid a Valencia. Y de Valencia a Barcelona, para rendir junto a su madre en Colliure, cruzada la frontera. Otra España. Fue aquel un amor insatisfecho, imposible. Una locura enmascarada por un juego de pasiones y rimas entre dos adultos de diferentes condiciones, hábitos y pensamientos que se habían conjurado para sentir en poesía sin traspasar la línea que marca la castidad. «Todo amor es fantasía: / él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el amante, y, más, / la amada. No prueba nada /contra el amor, que la amada / no haya existido jamás».