En 1991 Castro me expulsó de Cuba. Mis crónicas en El País no le gustaban. Llegaron unos policías al hotel con la orden en la mano. Fueron muy sutiles porque se agarraban a un procedimiento técnico. Estaba trabajando en la isla con visado de turista. Y eso violaba la ley. Entré en La Habana así porque en la embajada de Cuba en México llevaban semanas dándome largas con el visado de periodista. Y se celebraba en Santiago un importante congreso del Partido Comunista que requería mi presencia. Pero la cosa venía de antes. En anteriores visitas había escrito bastante de la disidencia interior. De las penurias de las familias cubanas ajenas al aparato. Recuerdo que Eduardo Barreiros, el amigo de Franco que fabricaba camiones, hizo lo imposible para evitar mi salida. Residía allí entonces Barreiros, intentando fabricar motores de agua. Nos teníamos afecto mutuo, pero el vivía al calor de Castro, que confiaba en su ingenio. Hizo gestiones en mi favor con el gallego Fernández, vicepresidente del Consejo de Ministros. Fernández no era gallego, sino de origen asturiano. De hecho tiene en su poder la medalla de oro de Asturias. Fueron gestiones innecesarias, porque tres días después un avión comercial me desembarcaba en Mérida (Yucatán), donde me esperaba una nube de fotógrafos y cámaras de televisión, además de dos miembros del servicio secreto mexicano. Mi expulsión había abierto los noticieros de México -donde residía entonces-, El País la dio en portada y muchos periódicos extranjeros la destacaron entre sus principales noticias.
Veinticuatro horas antes me había precedido en la expulsión Joaquín Ibarz, corresponsal de La Vanguardia. Parecía que se inciaba una salida en serie de corresponsales, pero todo quedó en nosotros dos. En agosto último almorcé con Ibarz en Ciudad de México, recordando -ya con la calma del tiempo pasado- aquel episodio. Joaquín había escrito entonces que La Habana se había quedado sin gatos, que solían acabar en las barbacoas. Había hambre entre los habaneros para llevarse al estomago cualquier animal que corriera, pero nunca me atreví a contarlo. Porque me resultaba desagradable. Recargaba el sufrimiento. Pero era cierto. Me ha venido al recuerdo esto a raiz de la última noticia importante procente de La Habana. La decisión de Raúl Castro -que es quien manda allí ahora- de poner fin a las cartillas de racionamiento, penoso sistema que lleva implantado desde hace 47 años, pero que a los cubanos le resolvía la vida. Yo he visto largas colas de nativos ante las bodegas para proveerse de artículos alimenticios mediante este sistema, pero cada vez escaseaban más productos. Por cada cartilla de racionamiento, una familia cubana podía disponer en teoría de seis libras de arroz, una de frijoles colorados, cinco de azúcar, una de sal, otra de pasta y ocho huevos. También recibía una libra de pescado y otra de picadillo texturizado, además de cantidades ridículas de pollo, aceite, boniato, plátano y pan, esto último a pieza diaria. Esta canasta se acaba ahora, tal como anunció días pasados Raúl, pero también el sistema de comedores sociales, a los que acuden para alimentarse diariamente 3,4 millones de cubanos. Según Raúl, el sistema es irracional e insostenible. Lo que el diario Granma, órgano oficial de sistema, ha explicado -en lenguaje popular- asegurando que se trata de acabar con el síndrome del pichón. Abrir la boca para que te den de comer.
La Revolución cubana aportó importantes avances para la población, sobre todo en materia de educación y sanidad. Pero sus defectos fueron determinantes. Nunca quisieron reconocer los gobernantes de La Habana que en la isla se pasaba hambre porque era sinónimo de pobreza. Pero no sólo era una realidad, cuando no indigencia, sino que las familias se sentían desabastecidas, porque las cartillas de racionamiento alcanzaban hasta el décimo día del mes, siempre que se ajustaran equilibradamente las provisiones. Que apenas llegaban a la semana. Lo cierto es que Cuba, que siempre ha estado en precario, ahora que la crisis económica es global, la sufre más. Y los contables del Estado, que sí comen -y para bien-, han convencido a Raúl de que el ahorro de las finanzas públicas es necesario para la supervivencia de la Revolución. Así que, fuera cartilla y fuera comedores sociales (también llamados obreros). Lo que ya de por sí supone una cotradicción. Puesto que nacieron como logro revolucionario, sobre la base de los principios de igualdad a que debe estar sujeto el proletariado. Pero la Revolución en Cuba hace tiempo que ya no se la cree nadie. Probablemente sólo aquellos que viven de ella. Y es que los cubanos llevan años subsistiendo pese al Estado, haciendo trueques, sostenidos por una economía sumergida, dependiendo de las remesas del exilio. Pero el mayor problema de los abuelos que gobiernan Cuba con el pueblo no es el hambre, sino el permanente ataque a la dignidad de la persona. Recuerdo cuando a los nacionales les estaba prohibido acceder a los restaurantes de turistas. Y cuando después se les autorizó a entrar descubrieron un mundo que, pese a ser cercano, les resultaba extraño. Yo he visto a un niño de doce años tomar su primera coca-cola gracias a un turista, ante un padre humillado porque nunca antes pudo haber satisfecho así a su hijo. No quiero cargar las tintas contra Cuba, porque a esa isla la llevo en el corazón. Pero igual que las cartillas son de por sí un ataque a la dignidad humana, suprimirlas a la brava ahora es aún peor, porque va a ahondar las diferencias de clases, que sí existen pese a quien pese. Si el temor de sus gobernantes a integrar la isla en las democracias libres es creer que generará desequilibrios sociales en el país -traicionar por ende los principios de la Revolución-, dejar vacíos los estómagos de los cubanos hará la brecha más profunda. Porque ellos son ricos, pero estos serán cada vez más pobres.