En otoño de 1991 conocí a una pobre desgraciada que vendía a escondidas muñecas de trapo a los turistas en la plaza de la Catedral de La Habana para sostener a su familia. Fue a través de un matrimonio mexicano que -sabiendo que yo viajaba a Cuba– me confió 50 dólares para su entrega. Me salió más caro hallarla, pués residía con su hija y sus nietos en La Víbora, un populoso arrabal alejado del centro de La Habana que nació en torno a un paradero o casa de postas colonial del camino a Güimes. Y que es un gueto de miseria social que el regimen castrista no incluye en su propaganda. Nunca me había topado con una persona tan agradecida como aquella. Ni tan digna dentro de la necesidad. De manera que me prometí que cada vez que viajara a La Habana mi primera obligación sería desplazarme a La Víbora para ayudar a aquella mujer negra, divorciada, de no más de 50 años y desolada por malvivir en un régimen que no le permitía las mínimas oportunidades. Llamada Rosaura, no importa ahora su nombre. Pero sí el tipo de ciudadanía que representaba. O que representa, porque nada ha cambiado para esta gente en los 19 años pasados. Pertenecía esta mujer a la clase popular que no recibe prebendas de la burocracia comunista. Y que llega a fin de mes gracias al mercado negro. Para lo cual necesita recursos que cada día tiene que buscar tirándose a la calle. Unas veces manteniendo la dignidad. Y otras perdiéndola. La segunda vez que me trasladé al arrabal fue en compañía de Joaquín Ibarz, corresponsal de La Vanguardia. Estaba tan desesperada aquella mujer que nos habló de huir de Cuba a La Florida en una balsa. Al advertirle Joaquín del riesgo que corría, espetó: “Prefiero que me coman los tiburones antes que quedarme aquí con Fidel“.
Seguí yendo por allí, pués era una manera de tocar la realidad cubana. Fuera de los paraisos para turistas que tiene montado el régimen. Y de los comisarios políticos que nos ponían entonces a los corresponsales para distraernos de lo que verdaderamente ocurría tras tanta fachada revolucionaria. La última vez que visité La Víbora fue acompañado del fotógrafo Luis Magán. Al entrar en la casa, la hija de aquella mujer se me echó a los brazos sollozando. Me dijo que esa misma mañana acababa de enterrar a su madre. Y me contó una desgarradora historia que todavía hoy recuerdo con estupor. Los padres se habían divorciado años atrás. Pero como el Estado no le había proporcionado al cónyugue una vivienda alternativa, el juez había decidido que residiera en la misma casa. En una habitación diferente. Pero dentro del hacinado ámbito familiar, por lo que el choque era inevitable. El día anterior a mi última visita, aquel hombre había asesinado con un hacha a su antigua pareja provocando una terrible tragedia. Que nunca trascendió de aquellas paredes. Como tampoco trascienden episodios similares de violencia de género que con frecuencia ocurren en la isla. O tantas otras historias miserables de degradación social -la prostitución juvenil que se rinde al turismo extranjero, entre otras- que no encuentran respuesta a modo de terapia social en un país organizado policialmente por cuadras (manzanas), que carece de libertad de expresión y donde el Estado anima a la delación de quienes disienten. Y cuyos ciudadanos tienen limitado el uso de Internet y penalizado escuchar cualquier emisora de radio extranjera.
Con la muerte por huelga de hambre del disidente Orlando Zapata una parte de la intelectualidad española de izquierdas ha abierto sus ojos hacia Cuba. Me alegro que gente como Almodóvar, Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Juan Marsé, Victor Manuel o Ana Belén se incorporen a las listas de españoles que venimos denunciando por falta de libertades al régimen cubano. Porque lo del cómico Willy Toledo no deja de ser una anécdota propia de su condición. Sin embargo, no me gusta la política de Zapatero hacia Cuba. Como tampoco le gusta al resto de la Unión Europea, que recientemente le paró los pies en un primer intento de arrastrar globalmente a los 27 a modificar sus relaciones con los hermanos Castro. Suavizándola sin contraprestaciones. Y minimizando las exigencias sobre el respeto a los derechos humanos, todo ello cuando está aún caliente el cadáver de Zapata y cuando otro disidente, Guillermo Fariñas, nos tiene en un trance con otra huelga de hambre in extremis. Justificar una política de mano tendida hacia Cuba creyendo que así se va a favorecer una transición que está por venir me parece un error. E incluso una postura moralmente inaceptable, como la ha definido el diario El País. Los derechos humanos no pueden ser objeto de mercaderías. Como tampoco las conquistas sociales como las que distinguen a nuestro Gobierno de otros anteriores. A día de hoy los homosexuales cubanos sufren persecución de la Policía. Que se las gasta con ellos empleando pastores alemanes sin bozal en redadas que a veces generan hasta 30 detenciones diarias. Esto es una vergüeza. Lo demás son políticas oportunistas que buscan votos en caladeros de la utopía. Y ojos que se cierran poniendo al descubierto hipocresías que menosprecian la dignidad de la persona y su más preciado derecho. Que es ser libre.