Kongens Nytorv es una impresionante plaza ubicada en el centro de Copenhague, Dinamarca. Está dedicada al Rey Christian IV, cuya estatua ecuestre la preside. En invierno, se convierte en pista de hielo a la que acuden a patinar jóvenes y mayores, pero también familias enteras, sin distingo de edades o condición. Y en primavera es un lugar de cita (e incluso de celebraciones) de la ciudadanía -una de las más libres de Europa-, que descansa en ella sus bicicletas en busca de los primeros rayos de sol antes de frecuentar las pintorescas tabernas, cafés y restaurantes del vecino canal de Nyhvan, cuyas aguas surcan en medio de un caserío multicolor propio de los cuentos de Andersen. En Kongens Nytorv se encuentra el Palacio Real de Charlotemborg, del siglo XVII, y el Teatro Real, del XIX, pero también la Embajada de Francia, otro vetusta costrucción de origen palaciego. Conforma esta plaza un conjunto monumental majestuoso, en el que desemboca la calle más comercial de la ciudad, la Stroget. Pero lo que llama la atención sobremanera es un elegante edificio blanco de tejado abuhardillado de pizarra que irrumpe solemnemente en la plaza, aportándole feminidad. Me refiero al Hotel d’Angleterre, bautizado por algunos como La dama blanca y cuyas actuales instalaciones fueron inauguradas en 1875, en el momento de mayor esplendor de la arquitectura victoriana. He tenido el privilegio de estar alojado en este excelente hotel, marcado en su fachada por una magnífica balconada corrida, situada en el primer nivel de sus plantas. Y desde donde se divisa en panorámica la magnitud de la plaza y parte del canal de Nyhvan, en cuyos diques atracan pequeños veleros de época.
Casi todo en Copenhague está asociado a la fantasía. Lo que -junto a la bonhomía de sus gentes- conduce al viajero a un mundo mágico. También tranquilo. Al menos esa es la sensación que experimenté yo en mi visita, que fui enriqueciendo con historia tras otra, aunque la del origen del Hotel D’Anglaterre -cuyos salones invitan a permanecer allí siempre- fue la que más me impresionó, por ser en relidad un hermoso cuento en el que un sueño se hace realidad. A mediados de siglo XVIII, llegó a Copenhague una compañía teatral en gira. Junto a los cómicos figuraba un joven francés llamado Jean Marchal, que se encontraba a cargo del vestuario. Le gustó tanto Copenhague que dejó la compañía para quedarse en la ciudad. En sus calles conoció al conde Christian Conrad Danneskiold-Laurvig, uno de los personajes más libertinos de la época, aunque generoso con los desfavorecidos. Gran aficionado al teatro, un día secuestró a una actriz ocultándola en sus posesiones. También en manos del conde -aunque por sus cualidades- cayó Marchal, a quien nombró su criado personal, permitiéndole así recorrer estancias y despensas palaciegas. Fue en una de estas donde conoció a Mary Coppy, hija del cocinero real, pero a la vez su mejor discípula, de quien se enamoró. Casados ya, Jean y Mary se establecieron por su cuenta, abriendo una fonda que él atendía con refinados modales mientras ella se empleaba con esmero en los fogones. La fonda pronto se convirtió en la mejor casa de huéspedes de Copenhague. Y con ella nació lo que sería después el Hotel d’Angleterre. Esto ocurría en 1755.
La bonanza de aquel primer establecimiento, de nombre Jardín del gigante, empujo a la pareja a buscar nueva ubicación, ya en Kongens Nytorv, traspasando años después el negocio a un comerciante llamado Rau Gottfried, que dio cabida en sus salones al English Club. De ahí viene su actual denominación, años después adaptada -siguiendo la moda del momento- a la lengua francesa. El primitivo Hotel d’Angleterre fue pasto de las llamas en 1795, pero Gottfried decidió reconstruirlo a pocos metros de donde se encontraba, ocupando un discreto edificio cuya estructura fue aprovechada en 1875 por el arquitecto Vilhelm Dahlerup para darle su actual configuración. Ha tenido sucesivos propietarios, pero siempre mantuvo el glamour de los hoteles más distinguidos de Europa. Por sus cocinas y comedores pasaron los mejores chef y maîtres franceses. Y por sus salones -que acogían grandes conciertos-, lo más exquisito de la alta sociedad de finales del XIX. Ellos de chistera y chaqué, ellas luciendo vestidos de crinolina, siempre en carruajes con cocheros al pescante. En sus habitaciones se han alojado Churchill, Rockefeller, Disney, Madonna o el malogrado Michael Jackson. Pero no todo ha sido miel sobre hojuelas. También atravesó un periodo oscuro. Ocurrió durante la ocupación alemana -cinco años- en la Segunda Guerra. Cuando fue reconvertido en cuartel general del Ejército del III Reich, con soldados apostados en sus puertas. Allí se hospedó el mariscal Rommel en su visita a Copenhague, pero el día de su partida una muchedumbre se congregó en los alrededores, presumiblemente para presenciar su marcha. El mariscal había dejado ya el hotel, por lo que los centinelas intentaron persuadir a los curiosos para que evitaran la espera. La sorpresa fue mayúscula: no aguardaban a Rommel, sino a Montgomery, porque la propaganda difundida por la radio aliada -que era seguida en la clandestinidad por la mayoría de los daneses- anunciaba repetidamente que el general americano siempre iba pisándole los talones al otro. Una leyenda más de las muchas que encierra el d’Angleterre.