Me aterra escribir sobre la muerte de un(a) periodista. Pero sobre todo si se trata de una vieja amiga. Y probablemente la mejor del mundo en su género. Me refiero a Marie Colvin, que el miércoles cayó en Homs alcanzada por los obuses asesinos del sanguinario Bachar el Asad en el barrio de Bab Amro, trinchera de la resistencia siria. Conocí a Marie Colvin en abril de 1986 en Tripoli, Libia. Tenía ella 30 años. Y yo estaba a punto de cumplir 32. Confieso que me quedé prendado de aquella mujer. Era atractiva. Tenaz. E inquieta. Me la presentó Juan Carlos Gumucio -que trabajaba para AP- en los pasillos del Hotel Al-Kabir en los días previos al bombardeo estadounidense. Gumucio, viejo amigo, andaba entonces detrás de ella, pero tuvo que esperar diez años más para que cuajara la relación. Porque con el tiempo (y ya ambos residiendo en Beirut) fueron pareja. E incluso formalizaron matrimonio. Recuerdo a Marie con unos pendientes a modo de perlas en ambos lóbulos de sus orejas. Una lacoste blanca. Y unos jeans de marca tal vez comprados en unos grandes almacenes de Nueva York. En un principio me pareció una niña de familia bien (y con aspecto de colegiala) que había elegido el lugar equivocado para ejercer el periodismo. No es que le sacara ventaja entonces, pero yo era menos novato que ella cubriendo conflictos internacionales. De hecho llevaba ya casi un año residiendo en el Norte de África como corresponsal del diario El País. Que atravesaba entonces su mejor época. Y me había apuntado el primer éxito profesional en la región meses atrás al contar en primera persona (y en solitario) el intento de asesinato de Yaser Arafat en Túnez por parte de la aviación israelí. Marie trabajaba por aquel tiempo redactando notas cortas en Paris para la agencia UPI, que para colmo estaba en quiebra. Y el de Libia era su primer desplazamiento a un país en guerra. La recuerdo sobria. Casi impenetrable. Y entregada en cuerpo y alma a su olivetti. Gracias a un amigo militar de la embajada española conseguí un día una botella de whisky. Llamé a Gumucio. Y por cabezonería mía aporreamos la puerta de su habitación para invitarla a un trago cuando ya la botella estaba por la mitad. Rechazar alcohol en aquellas circunstancias de trabajo (y en un país que lo tenía penalizado) era un crimen. Pero ella prefirió seguir con su taza de café americano intentando con sus contactos en Bab el Azizya obtener una entrevista con el coronel Gaddafi. De manera que nos mandó a paseo a Gumucio y a mi con el lógico enojo de quien se siente molestada por dos periodistas empapados de whisky.
Hoy ya no están ni Marie ni Gumucio, que murió en 2002 a los 52 años en Tarata, cerca de Cochambaba, en su Bolivia natal. Pero antes ambos se habían divorciado. Me consta que durante un tiempo Gumucio, con tres matrimonios anteriores, y Colvin, que acababa de separarse de un periodista de The Daily Telegraph, fueron felices. O al menos compartieron el amor con la felicidad del periodismo en libertad, que era lo que de verdad les gustaba a ambos. Gumucio era hijo de un arquitecto boliviano próximo a los movimiento sociales indígenas. Y llegó a corresponsal con la experiencia del militante de izquierdas que se tiene que exiliar de su país. O la del sobrino del embajador en Washigton que es nombrado (por eso de la confianza familiar) consejero político de la legación. Pero también con la solvencia de haber sido en su juventud un periodista de nota roja (o sucesos) que tuvo que forjarse en las fronteras del crimen organizado para conseguir mojar en las primeras páginas de los periódicos de La Paz. O de Cochabamba. El origen de Marie era distinto. Hija de profesores, creció junto a sus cuatro hermanos menores en una pacífica ciudad de Long Island, en el Estado de Nueva York. En donde todavía su madre se dedica a recolectar juguetes en la Iglesia local para los niños más necesitados. La política la conoció en casa porque su padre era un activista local del Partido Demócrata, aunque el periodismo le llegó de forma casual en Yale cuando estudiaba Antropología y Literatura, y la invitaron a escribir en un periódico de la universidad. De ahí pasó a la agencia UPI, hasta que fue promocionada a la oficina de Paris. Tripoli transformó la carrera profesional de Marie. No tardó mucho en conseguir su entrevista con Gaddafi, aunque tuvo el detalle de compartirla con algunos colegas más. Entre ellos el que suscribe. Lo conté hace tiempo en este mismo blog cuando escribí una semblanza del coronel libio antes de su fatal destino. Gaddafi estaba obsesionado con Marie desde el primer día que la vio. Y le enviaba emisarios de madrugada para atraerla a su jaima. La periodista tenía la entrevista en sus manos, pero desconfiaba de las intenciones del coronel. Un día decidió aceptar el encuentro nocturno. Y para sentirse segura nos pidió a otros tres corresponsales y a mi que la acompañáramos. De esa forma pudimos todos compartir la entrevista con Gaddafi, por otra parte irritado por la compañía añadida. Fue entonces cuando la llamaron desde Londres. Y le ofrecieron un contrato para The Sunday Times que aprovechó sabiamente para convertirse en una de la mejores reporteras del mundo. La mejor sin duda alguna cubriendo conflictos internacionales.
Leo con tristeza los obituarios que le dedica hoy a Marie la prensa anglosajona. Y observo unas imágenes de televisión en las que su madre -ya muy anciana- conversa con un grupo de periodistas en la casa familiar de Oyster Bay. Muy apenada, lamenta que la muerte le haya sobrevenido a su hija justamente el día antes en que tenía previsto abandonar Siria. Para decir después: “Ha muerto haciendo lo que realmente le importaba porque era una persona totalmente comprometida con lo que allí está pasando”. Aquella treintañera (y con aspecto de colegiala) que conocí en 1986 en Tripoli ha sido una grandiosa periodista que en los últimos 26 años ha dado fe (con su valiente testimonio) de lo peor de este mundo. Porque el horror no puede ser impune. Y los periodistas tenemos la obligación de contarlo. Beirut, Kosovo, Chechenia, Zimbawe, Timor Oriental, Sierra Leona y la cornisa árabe del Norte de África arrastran a modo de huella el paso decidido de Marie Colvin. Que perdió por el camino su ojo izquierdo (Sri Lanka, 2001) por fragmentos de una granada que le estalló cerca. En un presagio tal vez de lo que ahora han hecho con su vida los morteros asesinos de Bachar el Asad. Con Colvin desaparece una grande del periodismo internacional, pero tantos años sembrando no se esfuman en vano. Hoy muere un(a) periodista. Y mañana nace (o se hace) otro(a). En los nuevos tiempos en que vivimos los grandes periódicos apenas disponen de recursos para mantener con dignidad (y tiempo suficiente) en los conflictos internacionales a sus corresponsales o enviados especiales. Pero las zonas calientes del mundo se llenan cada día de jóvenes periodistas -en su mayoría mujeres- que como free-lance ( y autofinanciándose) se lanzan al corazón de cada conflicto cubriendo ese vacío. Son los que están destinado(a)s a relevar a Colvin. Con la misma pasión. Y con el mismo compromiso. Porque el periodismo es una profesión que no empieza ni termina en una misma persona. Antes que Marie hubo otras. Y también excelentes, como Martha Gelhorm. Tercera esposa de Hemingway y una de las mejores enviadas especiales del Siglo XX. Que empezó cubriendo la guerra de España con sólo 29 años. Y cerró su ciclo a los 81 enviando crónicas a los periódicos sobre la invasión de Panamá del 89. Es probable que en Long Island redoblen ya las campanas. Y que en alguna alguna mezquita de Homs mañana viernes se rece por Colvin. Yo hoy necesito a mi lado una botella de whisky, pero soy consciente de que esta vez no la puedo compartir con Gumucio.