Tengo un árbol que se abre en frondosa copa a la altura de mi ventana con el ciclo estacional. Es un árbol de ciudad que se alinea junto a otros en la calle principal. Pero para mi es un árbol solitario. Al que veo renacer con verdes brotes en primavera. Interrumpir con su sombra los calurosos rayos del estío. E iniciar su desnudez en otoño. Para resistir con sus mustias ramas la crueldad del invierno ya deshojado. Los árboles, como cualquier ser pleno de vida, necesitan compañía. Y éste de mi ventana la busca en cada estación cuando a su espalda me siento entregado a la lectura. A veces me olvido. Y él se hace de la complicidad del viento. Del temporal de lluvia. O de los copos de nieve. Para reclamar su atención. Copos que se van convirtiendo en lágrimas licuadas que descienden por el fuste hasta encharcar el alcorque. Es un maduro plátano, pero sometido a la dureza de la calle. Del ruido, del automóvil y de la desgarra del hombre. Que lo rasga con corazones traspasados por flechas creyéndole testigo del amor. O con grafitos insolentes de la barbarie tribal. Este árbol mío no tiene jardín de flores que lo circunde. Ni estanque de quietas aguas que lo refleje. Porque es urbano, diferente, y distinto, a aquel otro que acompañaba a Cernuda en su exilio de Cambridge, sonoro de cigarras, con la secreta premura de la savia en ascenso y con sus poderosas ramas extendidas. Cernuda le cantó a un magnolio en Sevilla. Y Antonio Machado a un olmo seco a orillas del Duero. Sobre el olivar hay un cielo hundido y una lluvia oscura de luceros fríos, escribió Lorca. Y Neruda nos acerca en su poemario al árbol de los libres. El árbol tierra, el árbol nube, el árbol pan, el árbol flecha, el árbol puño, el árbol fuego… En la mitología clásica Zeus es el roble. Poseidón el fresno. El mirto es Hades. Y Hera el sauce. Atenea es el olivo. Y Apolo el laurel. Perséfone es el álamo. El roble sagrado de Dodoma fue el oráculo más antiguo de Grecia. Los egipcios hablaban de un árbol cósmico en el que se sentaban los dioses. Y la higuera fue veneraba en el foro romano porque de sus frutos se alimentaron Rómulo y Remo. Maya parió a Buda en un bosque sagrado apoyando una de sus manos en el árbol Ashoka. En un manzano para unos y en un granado para otros, siempre prohibidos, se encuentra el origen de la procreación, según la Biblia. Y en el viaje de regreso de Siria a La Meca, el profeta Mahoma descansó bajo la copa de un árbol. El cedro es el símbolo de Líbano. La ceiba, el árbol de los mayas. Y el roble, en el que juran sus fueros los vascos. En Sotosalbos, recia tierra de la vieja Castilla, otro árbol centenario permanece en solitario cual guardián de su secular iglesia románica. Y en Santa Cruz de Mudela, fértil tierra de la nueva Castilla, los cipreses conforman calle hacia su cementerio, pero castigados desde hace años por la invasión de una autopista que con crueldad los saja. Los árboles llaman agitando sus miembros infinitos mientras la tierra abre sedienta la boca. Y modifica la incómoda postura de sus muslos, evoca Gerardo Diego.
Árbol de mi infancia fue un pino piñonero centenario que ensombrecía el borde norte del pinar de Las Canteras de Puerto Real. Era un árbol maldito porque a sus pies falangistas voluntarios consumaban fusilamientos durante la Guerra Civil. De adolescente me enteré de aquello, pero ya de niño cada vez que acudía, entre matorrales, manchones de lentisco y palmitos, a aquel Pino Gordo su larga sombra, y tal vez su silencio, me empujaba a regresar de inmediato a la cañada como si un presentimiento me advirtiera de un eventual maleficio. Hoy ya no existe, como tampoco existe el drago milenario que se erigía en el patio central de la vieja Facultad de Medicina de Cádiz. U otro también cargado de siglos, inclinado y de extrema belleza, que hace muy poco tiempo cayó abatido en el callejón del Tinte por la podredumbre moral de quienes tenían la obligación pública de conservarlo. Y que recientemente ha sido sustituido por un olivo centenario. Cuando un árbol se extingue se lleva también partes de la vida, de la historia, de las ciudades y de sus gentes. Al alcanzar Madrid, las tropas napoleónicas arrasaron El Retiro porque necesitaban talar sus árboles para levantar hogueras. Y también disponer de un espacio despejado para iniciar el asedio. Sin embargo, sucumbió un viejo ahuehuete de origen mexicano plantado en época de Felipe IV similar al de la misma especie junto al que lloró Cortés en la Noche triste. Hoy es el árbol más longevo de la villa y corte. Y se salvó de la tala porque sus enormes brazos servían para alojar las piezas de artillería empleadas para bombardear los arrabales que se habían sublevado en Madrid contra el invasor. En Horta de San Juan, Tarragona, existe un olivo que tiene más de mil años que llaman El Parot (El Padrazo). Cuyos frutos proporcionan un aceite que algunos denominan venerable. Y en Barondillo, en el valle de Lozoya, se conserva un tejo cuasi bimilenario cuyo tronco alcanza un perímetro de poco más de nueve metros y una copa con una anchura de quince. También en torno a los dos mil años existe en Siruela, en el extremo occidental de la La Siberia pacense, un conjunto de encinas al que acudían -según los lugareños- las legiones romanas para protegerse del sol. El cine, al dar vida a la novela Gone with te wind (Lo que el viento se llevó), de Margaret Mitchell, nos ha dejado el escuálido árbol en el que Escarlata O’Hara pone a Dios por testigo en su propósito de renacer desde las cenizas la tierra de sus antepasados. La plantación de Tara. Mientras otro árbol, ya frondoso y que sigue de inmediato sobre un plano general, avisa de la fecundidad de aquella tierra, que colindaba con otra plantación propiedad de la familia de su imposible amado Ashley Wilkes. Los Doce Robles.
En el Parque Farwick de Aquisgrán, ciudad alemana cruce de culturas, un ginko biloba recuerda el hermanamiento de este municipio con el de Ningbo en China. El ginko biloba es un árbol único en el mundo, también conocido como albaricoque plateado. Le llaman el árbol de los cuarenta escudos por el precio que le pagó un coleccionista botánico inglés a un campesino francés que lo cultivaba. Algunos ginko biloba han llegado a alcanzar los 2.500 años de antigüedad. Y en Hiroshima es venerado porque tras la destrucción atómica, en la que murieron 140.000 personas, un ejemplar de esta especie brotó de nuevo pasando a convertirse en árbol sagrado. En La Antigua, poblado de Veracruz en donde se encuentra la primera iglesia que levantaron los conquistadores españoles en México, existe una casa en ruinas que dicen que fue de Cortés. Es probable que aquel capitán nunca residiera en ella, pero así se conoce. La estructura de dicha casa permaneció durante siglos enterrada. Y desde sus cimientos creció un árbol de ficus -llamado también higuera- cuyas raíces se extendieron por los muros protegiéndola de por vida. Hoy las raíces de esta higuera -cuya madera proporciona el papel de amate- permanecen al descubierto conformando un paisaje fantasmagórico y sombrío, como de ultratumba, mitad misterio. Y mitad terror. También en La Antigua sobreviven dos grandes ceibas anteriores a la Conquista, una de las cuales fue desplazada, y cuasi enterrada, por un terremoto, pero pudo sobrevivir. Y hoy sus brazos crecen fecundos al ras de la tierra. Ficus gigantes dan sombra frente al viejo Hospital de Mora en Cádiz y al legendario cementerio de La Recoleta en Buenos Aires. También junto al Museo de Sevilla y la Iglesia de San Jacinto de Triana -hoy podado de sus primeros brazos porque invadía el caserío- y en El Parterre de Valencia, superviviente este último de la riada de 1957. Pero durante muchos años testigo al alba de la venta de las primeras ediciones de los periódicos de la ciudad. Que allí se amontonaban en paquetes a la espera de los lectores más madrugadores. El baobad es el árbol símbolo de África. Y el último recuerdo de la tierra de origen de los esclavos que embarcaban, encadenados en buques negreros, rumbo a un destino incierto, cuando no fatal, tras la dura travesía del océano. Pero, ¿sabrán los cedros del líbano/ y los caobos de corinto/ que sus voraces enemigos/no son la palma de camagüey/ni el eucalipto de tasmania/ sino el hacha tenaz del leñador/ la sierra de las grandes madereras/ el rayo como látigo en la noche?, se preguntaba Benedetti. La primavera acaba de llegar a Madrid adelantada en su tiempo. Mientras en Valencia empieza a brotar el azahar, ajeno al humo y al estruendo de las mascletás, en la soleada mañana de este sereno domingo de estreno primaveral, asoman ya en El Retiro los primeros brotes verdes de sus árboles. Al regresar a casa, me asomo al balcón. Y observo que mi árbol de compañía empieza tambien a renacer. Pero hacia el firmamento, ajeno de momento al ruido de la calle. Y a la barbarie de sus gentes. ¡Qué suerte ser árbol en primavera!