Disfruto de un café de tarde en la terraza del Bar Manolo. En la madrileña calle de la Princesa. Luce un sol radiante este miércoles 12 de octubre festivo. Como quienes gobiernan España no generan confianza, y los periódicos compiten por mostrarnos el peor titular, los madrileños se han tirado a la calle buscando regocijo. Nunca había visto tanta gente pasear en Madrid. Ni tanta cola en los restaurantes económicos, aunque también en las puertas de los principales museos y el Palacio Real. Y es que al ser día de fiesta nacional todo los edificios públicos que tienen algo culto que enseñar están en jornada de puertas abiertas. El Bar Manolo reclama al cliente advirtiendo que data de 1934. Lo que no es del todo cierto. Existía entonces tal cual en la calle de Embajadores, pero en la postguerra se trasladó al lugar que hoy ocupa reemplazando al Bar Aja. Que recibía el nombre de una aldea del valle cántabro de Soba que se fundó en torno a un monasterio del Siglo IX dedicado a San Andrés de Asia. Apóstol nacido en Galilea. Un día el poeta Luis Rosales escribió que Pablo Neruda, residente en la vecina Casa de las Flores, frecuentaba el Bar Manolo. Y así quedo registrado para la historia. Cuando en realidad a donde acudía era al Bar Aja (por Asia). Porque eran tiempos de la II República. Todo esto es estupido, pero me gusta aclarar las cosas. Estoy esperando una llamada de la diplomática polaca Ilona Rymkiewicz, que está interesada en que le enseñe Cádiz. Pero vengo de compartir almuerzo con mi amiga Paz Ivison, periodista jerezana culta en vinos. Paz y yo nos hemos citado para tomar el aperitivo en La Venencia, de la calle de Echegaray. Y camino del restaurante hemos aprovechado para curiosear los interiores del viejo tablao Villa Rosa, en la calle de Núñez de Arce. Que acaba de reabrir sus puertas con menús para turistas con pases de flamenco. No estamos en tiempos de hacer rígidas críticas desde la emoción o la nostalgia. E igual que me pareció bien que El Molino de Barcelona se reinaugurara recientemente modernizando el concepto cabaret. También me parece formidable que Villa Rosa regrese a sus orígenes, aunque quienes ahora lo frecuenten sean turistas extranjeros. Y no las cuadrillas de Cagancho o de Joselito en busca de don Antonio Chacón. O aquel joven corresponsal de prensa bebedor que recorría España de punta a punta firmando sus crónicas como Ernest Hemingway. En el otro extremo de la calle de la Princesa murió en 1920 la emperatriz Eugenia de Montijo. Concretamente en el Palacio de Liria, sede principal de la Casa de Alba. Pero no voy a escribir de Eugenia, esposa de Napoleón III, ni de su hermana mayor Francisca (o Paca), casada con el XV duque de Alba. Lo voy a hacer de su madre, la malagueña Manuela Kirkpatrick y Grevignée. Condesa de Montijo (y duquesa de Peñaranda de Duero) por su matrimonio con Cipriano de Palafox y Portocarrero. Militar y noble español que perdió su ojo derecho defendiendo a José Bonaparte como rey de España. Y que si fuera llevado al cine en una de esas películas patrióticas sobre la Guerra de la Independencia encarnaría al antihéroe despiadado que va de fracaso en fracaso. Porque Cipriano -que me cae estupendamente- no sólo fue masón, liberal y afrancesado, sino un hombre desdichado que sufrió cautiverio y vigilancia policial durante el periodo absolutista de Fernando VII. Cuando no la deslealtad de su esposa Manuela, a quien en la época le achacaban amores extraconyugales con Lord Clarendon. Un diplomático británico -de nombre George Villiers– que representó a su país en España. Y que tuvo un fuerte ascendente sobre el político Juan de Dios Álvarez (Méndez) Mendizábal, artífice de la desmortizaciones de 1836.
David Duff es un excelente cronista de las viejas realezas europeas. En su libro Eugene and Napoleon III describe a Manuela como una mujer de insaciables ambiciones. Y pone en duda la paternidad de sus dos hijas porque haciendo cálculos sobre las fechas de concepción asevera que Cipriano de Palafox sufría prisión entonces en Santiago de Compostela por orden de Fernando VII. Todo esto es muy relativo. Y no viene sólo de la investigación de Duff porque ya en el Segundo Imperio francés se trató de desprestigiar a la emperatriz de origen español asegurando que había venido al mundo de los amoríos de su madre con Villiers. El Siglo XIX fue muy proclive al chismorreo. Y las intimidadades cortesanas se esparcían inyectadas de perversas fantasías por las capitales reales como reguero de pólvora. En España se hacían cancioncillas populares sobre la vida privada de los personajes públicos. Y por lo general todo el mundo sabía de su vecino de enfrente si no mediaba la discreción. De esta forma se supo de los embarazos de la regente María Cristina con un guardia de corps llamado Muñoz. De los encajes que adornaban la ropa interior de Francisco de Asís de Borbón, esposo de Isabel II. Y de la voracidad sexual de esta última, madre de Alfonso XII con la ayuda del XVII marqués de Alcañices, de nombre José Isidro Ossorio. Lo que no cuenta en profundidad David Duff es que Manuela Kirkpatrick era una mujer osada capaz de sobornar al alcaide de una prisión (o castillo militar) para excarcelar por unas horas a su marido. Pese a sus deslealtades conyugales y su desmesurada ambición. Pero la historia comporta dudas. Y yo hoy me pongo en su lado más inocente. E incluso comparto las virtudes que le adjudica Colin Carlin, biógrafo de su progenitor. Que la ha descrito como una mujer fantástica que tiró de todo lo que tenía a su alcance para casar a sus dos hijas con un emperador de Francia y con el primer aristócrata de España. El padre de Manuela fue un escocés expatriado de nombre William Kirkpatrick de Closeburn que llegó a Jerez de la Frontera en el último tercio del siglo XVIII al calor comercial de sus vinos. Pero allí ya habían demasiados británicos aparcelando viñedos. Y decididó apostar por Málaga para acelerar su prosperidad. No sólo se asoció con un comerciante de origen belga -el barón Henry de Grevignée– sino que se casó con su hija. Luego se hizo con la representación consular de los Estados Unidos de América. Comprometiéndose en la intervención de la Marina yanke en las guerras berberiscas. Palafox conoció a Kirkpatrick en Málaga. Y se fijó en su hija Manuela. Que por parte de padre estaba emparentada con la familia Lesseps. La del ingeniero del canal de Suez. Como tenía que probar su nobleza (por ser Grande de España) ante Fernando VII, le solicitó a su futuro suegro el orígen de la estirpe. Que le dijo: “Si los tuyos se detienen en el rey Alfonso XI el Justiciero (Siglo IV), los míos llegan a Roberto de Bruce (rey de Escocia nacido en 1274)”. El cruel Fernando VII, que aborrecía a Palafox, hizo un comentario malicioso a sus ayudantes mientras comprobaba el expediente de nobleza. “Dejemos al joven Montijo que se case con la hija de Fingal”. Que era como alargarle la ascedencia hasta la mitología celta.
La apasionante historia de Manuela me ronda en la tarde luminosa de este 12 de octubre. Quizás sea esta calle de la Princesa vinculada a la Casa de Alba la que me introduce constantemente en esta mujer de tan acusada personalidad. Son cosas banales. Y me duele que un rey nefasto como Fernando VII tratara con tanto desprecio sus orígenes. Pero la historia se ha encargado de darle al Rey felón el sitio que merece. Frente a la Real Maestranza de Sevilla hay un monumento en bronce de Carmen la Cigarrera. Nacida del ingenio de Prospero Merimée. Y llevada después a la ópera con más ingenio aún por George Bizet. Siempre se ha dicho que Carmen existió, pero ni se llamaba así. Ni era gitana ni tampoco cigarrera. Todo esto forma parte de la leyenda creada por estos dos autores franceses, el primero con protagonistas vasconavarros y el segundo con ambientación en Sevilla. Quien de verdad sabía de aquella mujer era Manuela. Que siendo adolescente supo en Málaga de su trágica muerte a manos de un valentón en celos. En un viaje en diligencia desde Paris a España, la condesa de Montijo conoció a Merimée, de 27 años entonces. Y le confió la historia. Que el francés hizo suya incorporándole soldados napoleónico, gitanos, bandoleros y un matador de toros. La historia en realidad se circunscribe a un crimen de género, porque lo demás es literatura. Todo esto es estúpido, pero me gusta aclarar las cosas. El matrimonio de los condes de Montijo fue un fracaso. Y la muerte de Cipriano cuando Manuela sólo contaba 40 años cambió la vida de la familia. Una dote de 4.000 libras esterlinas al año por su viudez permitió a la joven viuda viajar con sus dos hijas por los mejores salones de Europa. Pero también le dio libertad para elegir los amores (y caprichos) que quisiese, aunque a veces sufrió robos de joyas por dejar entrar alegremente en sus aposentos a desconocidos. En un principio mantuvo su tapada relación con Lord Clarendon, que se enfrió cuando éste regresó a Inglaterra y se comprometió en matrimonio con Lady Katherine Grimston. Manuela siempre mantuvo su amistad con Merimée, que se volcó con sus hijas. Lo que influyó años después para que el joven literato se hiciera con un escaño de senador comenzando el Segundo Imperio. Cuando abandono el Bar Manolo me llama al móvil la diplomática polaca Illona Rymkiewicz. Convenimos aplazar la visita a Cádiz para noviembre. O tal vez para diciembre. Pero Manuela sigue rondándome en la cabeza. No era una mujer común, aunque se salió con la suya. Y tal vez no fue feliz, aunque dejó organizada la vida de sus hijas. Acaba de ponerse el sol. Y la fiesta nacional está llegando a su fin. En un día luminoso propicio a que broten cosas banales.