Leyendo la evolución que en el mundo ha tenido el voto femenino he observado que muchas publicaciones, quizás por ir a lo más remoto, datan su origen en en 1776 en Nueva Jersey, entonces colonia británica, aunque ya en guerra por la independencia. Pero esto es incierto, ya que se debió a un error de interpretación semántica al recoger el texto legal el término persona en vez de hombre, que para votar debía ser también terrateniente y blanco. La ilusión duró sólo unos años porque el error fue abolido, de manera que hubo que esperar, salvo algunos intentos frustrados, a 1879 en Nueva Zelanda, que fue el primer territorio que aprobó el sufragio femenino en condiciones de igualdad. En España es ya conocido que la mujer no pudo votar hasta la II República, gracias al empecinamiento de Clara Campoamor, que tuvo que enfrentarse a destacadas correligionarias como Victoria Kent y Margarita Nelken, convencidas de que la reforma electoral beneficiaría a la derecha.
Las premoniciones de Kent y Nelken se cumplieron y en aquellas primeras elecciones que admitieron el voto femenino ganó la CEDA. Desde un análisis razonado, la causa no fue la mujer, considerada entonces esclava de la Iglesia, sino los púlpitos, que tenían ahí su granero, aparte de determinados errores de bulto cometidos por los primeros gobernantes republicanos. A la hora de elegir, yo me quedo con la decisión de Campoamor que, a sabiendas de que podía perder, peleó arduamente hasta conseguir el reconocimiento de un derecho que paises como Rusia (1918), Alemania (1919) y Estados Unidos(1920) ya gozaban. Dicho esto, no puedo dejar al margen de esta reflexión lo que fueron los prolegómenos de ese momento histórico y que, si me lo permiten ustedes, es mi deseo personalizarlos -reconocida ya Campoamor- en otras tres mujeres que, a modo individual, contribuyeron a levantar la conciencia femenina con anterioridad a la II República, entre el período isabelino y la dictadura primorriverista.
Me refiero a la condesa de Pardo Bazán, novelista y ensayista gallega, cointroductora en España del naturalismo, y fundadora en 1892 de la Biblioteca de la mujer. Esta aristócrata, amante de Galdós, denunció publicamente las desigualdades en materia de enseñanza, bregó sin éxito para que una mujer ingresara en la Real Academia de la Lengua y cuando al fin consiguió una cátedra como enseñante en la Universidad Central de Madrid comprobó que sólo se había matriculado un alumno. También es mi deseo citar a otra gallega, Concepción Arenal, mayor en edad que la anterior e infatigable luchadora por los derechos de la mujer y de los más desfavorecidos, que siendo una adolescente se vistió de hombre para asistir a clases en la universidad. Y, por último, quiero destacar a una periodista, probablemente la primera considerada como tal. Se trata de la almeriense Carmen de Burgos, conocida también por el pseudónimo de Colombine y redactora de El Universal y El Heraldo de Madrid. Normalista, corresponsal de guerra y traductora, fue pareja sentimental del escritor Ramón Gómez de la Serna y escribió en 1927 La mujer moderna y sus derechos. A todas ellas, y a otras que no cito, tan destacadas como éstas, o anónimas, vaya éste mi reconocimiento a modo de palabras.