El tren de Tánger alcanza la estación de Fez justo cuando el muecín entona Al-Aâsr, tercera oración del día. Han sido poco más de cuatro horas de trayecto entre verdes pastizales, parcelas de labranza, tiros de caballería, muchedumbres detenidas ante los pasos a nivel, cultivos de cereales, campos de olivos y frondosas palmeras. El mar sólo asoma a la altura de Arcila, en desafiante oleaje. Y el blanco caserío de Alcazarquivir destila retazos de su pasado colonial español. El nudo ferroviario de Sidi Kazem agrupa en sus andenes a viajeros que esperan enlazar con trenes que vienen del sur. O enfilan el norte. De allí a Fez la vía se desdobla. Y la locomotora arranca veloz para rendir destino en hora y media. Mequinez se presenta como adelantada de un viejo imperio entre extensos naranjales y viñedos ya secos bajo las faldas del Atlas. El mariscal Louis Hubert Lyautey fue el primer residente general del Protectorado francés de Marruecos. Con grandes conocimientos sobre la gobernabilidad de las colonias –Indochina, Madagascar y Argelia-, fue revestido de poderes especiales cuando llegó a estas tierras occidentales del Norte de África. A su esmero (y celo en la conservación) se debe que la vieja medina de Fez haya llegado intacta a nuestros días. Y que la administración francesa levantara como alternativa un nuevo arrabal -la Ville Nouvelle– para ubicar en él sus oficinas regionales y los correspondientes edificios de viviendas de sus colonos, respetando así los dos epicentros históricos de referencia que integran el conjunto medieval, Fez el Bali, la ciudad fundada port Idriss I en 789. Y Fez el Jedid, construida por los meriníes en el siglo XIII. Las puerta de Bouj Loud permanece abierta desde 1956. El año de la libertad. Y junto a ella se encuentra emplazado un cafetín moruno que no lleva nombre. Con apenas media docena de mesas sobre la calle, de sus desnudas paredes de cal blanca sólo penden un retrato del joven rey, detalles coránicos y un reclamo arabizado de Coca-Cola. Mientras que su pequeño mostrador sostiene una vieja cafetera italiana en permanente funcionamiento. Teteras y vasos largos repletos de hierbabuena. Y recipientes de latón sobre los que se amontonan, unos encima de otros, los terrones de azúcar. Este café sin nombre escapa a los tiempos. No es un lugar de tertulia, sino de observancia. Pues allí se cumple rigurosamente la norma silenciosa. Que contrasta con el trajín bullicioso de la principal puerta de la vieja medina. Y de su pasado almohade, más que almorávide. Mohamed es su propietario (y único gestor) durante todo el día. Porque en Marruecos huelgan los turnos. Y el negocio familiar está en mano del propio dueño. No se encuentra aislado este cafetín, puesto que le rodean ruidosos establecimientos que suelen ofrecer comidas corridas a turistas y forasteros rezagados. E incluso es vecino del destartalado Hotel Cascade, que así se anuncia con cartelería pintada sobre su húmeda fachada. No importa el nombre, asevera Mohamed. Hay quién le llama café moro. Y otros, el café que está al lado de la puerta. Tal vez su centinela, tal vez su guardián. Quién sabe de cuánto ha sido testigo este café anónimo. Y cuánto le queda por registrar aún en el destino (o suerte) de Fez, de sus gentes y de su medina.
Desde Bouj Loud se repartía el agua que, procedente del río Fez, iba destinada a la ribera Qaraouyine. Y en la que discurren casi en paralelo dos empinados callejones, Talâ Kbira, la gran pendiente, y Talâ Sghira, la pequeña pendiente, que abrigan tiendas, hornos de adobe, talleres artesanos, telares, tenerías, fuentes, baños, mezquitas y escuelas coránicas. Hasta desembocar, mediante un laberinto de callejuelas adyacentes separadas por arcos y postigos, en la medersa (o madraza) Qaraouyine, el centro de enseñanza superior más antiguo del mundo. Fundado como mezquita y escuela religiosa en 859 por la piadosa (y rica) benefactora Fatima Al Fihri, la Madre de los niños, nacida en Kerouan, de ahí su nombre. Y cuya hermana Miriam, refugiada como aquella en Fez tras huir de Túnez, levantó la mezquita del barrio andalusí. El sultán Abou Inán incorporaría años después a la medersa una importante biblioteca que en 1613 llegó a contabilizar 320.000 volúmenes. Es 25 de diciembre, jornada laborable. El día ha despertado tremendamente desapacible. Y sin perspectiva de que mejore. Sopla el inclemente garbi. Y en la medina, con doce siglos de actividad ininterrumpida, no hay rastro de festividad cristiana alguna. Fez es la capital espiritual de Marruecos. Y uno de los grandes referentes de la religión islámica por haber sido sede de seculares escuelas coránicas con alumnos que hasta aquí acudían de todos los rincones del Magreb. E incluso de más allá de este. Fue fundada en 799 por Idrís I, pero en en 818 y 824 recibió dos grandes remesas de refugiados. Los andalusíes que huían de Córdoba tras la revuelta de los arrabales consumada tras la conjuración de los alfaquíes. Y la de Kerouan, en el emirato de Ifrikiya, al tratar Ziyadad Alá I disolver la guarnición militar árabe en sus dominios. Entre los perjudicados se encontraban las hermanas Al Fihri, cuyos familiares más próximos fueron asesinados. Fez se encierra entre diez kilómetros de muralla. Y por sus angostas callejuelas y callejones circulan asnos tirados por arrieros, que se encargan de transportar y distribuir las bombonas de butano, trasladar materiales y enseres destinados a la construcción o a cualquier otra actividad, y realizar labores de reparto de todo tipo. Y clase, según se demande. Como alternativa para cargas de menores dimensiones se emplean las carretillas tiradas a mano. Y en algunos espacios con mayor holgura se permite el acceso de motocarros y ciclomotores, aunque sólo a primera hora de la mañana. Cuando entran las provisiones. Las hogazas de pan se distribuyen en cestas. O en cajas de cartón. Hay jóvenes que transportan largas tuberías metálicas cuán funambulistas. Y los bazares y comercios se van sucediendo por gremios. Entre los más modernos, los vendedores de apliques y complementos de telefonía móvil. Y entre los más antiguos, los fabricantes de belghas y cherbils -babuchas para hombres y mujeres-, los curtidores de pieles y los artesanos del hilo, la madera, el barro y el cobre, sin contar con los aguadores. Que recorren las calles ofreciendo agua fresca. En la medina de Fez se trabaja rudamente con los hombros. Y de desigual pericia con las manos, ya sean los que las emplean para la carga, para el ingenio creativo o para el temple artesano. En el espacio aéreo sobresalen viejos alminares rematados con azulejos, un sinfín de antenas parabólicas, ropa tendida al viento esperando regresar bajo techo en barreños de zinc y estrechas (y alargadas) chimeneas en constante emulsión de humos blancos procedentes de las cocinas de carbón de cada casa.
El laberinto de calles acoge a un inmenso gentío en permanente trasiego, que sólo se interrumpe el viernes, día de precepto, en que cierran tiendas, comercios y talleres convirtiendo a la medina en un lugar silencioso. Y cuasi desierto. Frente al café sin nombre desfila la ciudad, en un viaje al medievo de ida y vuelta que incluye a ancianos, hombres, mujeres y niños. Turistas. Y viajeros en tránsito. Desde que conozco el Reino de Marruecos, las mujeres de menor edad han ido evolucionando en su vestimenta con el paso de los años. Al margen del kaftan, las he conocido con piratas mostrando los tobillos, con faldas por debajo de las rodillas y con jeans ligeramente ajustados a nalgas y piernas, vayan tocadas con hiyab o no. Ahora, con hiyab y sin él, han recortado sus faldas por encima de la rodilla, pero se proveen de leotardos negros. Eso es solo en invierno, porque en verano retornan a modos más recatados. Y menos llamativos. Es como asomarse a la modernidad a modo de ensayo, para luego emprender la retirada. Y así sucesivamente, sin alterar drásticamente el destino. O las formas en la manera de vestir. Quizás la mujer marroquí tenga ahora más derechos que hace cuarenta años, pero por eso no deja de ser más libre, aunque cada vez ocupa mayores puestos de responsabilidad en la sociedad. Es el caso de la joven Fatima Zahra Mansouri (37 años), primera alcaldesa de la imperial y otrora prohibida ciudad de Marraquech. Entre los hombres, los más ancianos optan por enfundarse en estas fechas invernales en largas chilabas de lana de borrego. Y los de mediana edad acostumbran a emplear pesadas prendas de abrigo al más mínimo cambio climático que altere sus condiciones de vida en la calle. Los jóvenes, por el contrario, visten a la occidental, en ocasiones sin reparo a la hora de elegir nuevas modas. O, incluso, otras licencias de uso a juego con la indumentaria. El corte del pelo, por citar algunas, siempre que no se presten a la amonestación de los clanes religiosos. Que son cada vez mayores. Y más inflexibles ante la alteración de principios que propicien cualquier tipo de escándalo público que en Occidente pasaría desapercibido. O nunca llamaría la atención. Con Al-Ichane, quinta (y última) oración del día, la medina da por concluida su agitada actividad. Llueve despiadadamente ahora sobre Fes. Y el garbi azota intempestivo el palmeral urbano con sus peores modales. La estación de ferrocarril, ubicada en la Ville Nouvelle, luce en su fachada una placa en recuerdo de su lograda remodelación en 2009. Por sus vías circulan trenes en la madrugada. El expreso de Guercif a Casablanca. Otro tren que se dirige a Oujda. Y un tercero que procede de Tánger. La ciudad descansa ya en espera del Assobh, primera oración del nuevo día. Tras las tres invocaciones del muecín a la grandeza de Dios -pues sólo existe uno-, la medina comenzará de nuevo su agitada actividad cotidiana. Pero con la misma rutina que hace doce siglos. Y sin permitir que sus costumbres sean perturbadas. Ni que por aquí soplen otros vientos que los ya conocidos. Mientras tanto, Mohamed espera empleado en su vieja cafetera italiana la llegada de sus primeros clientes a un café que nunca tuvo nombre. Pero que forma parte indisoluble de la singularidad milenaria de la ciudad de Fez. Y de su supervivencia ante los desafíos que se establecen con el paso de los tiempos.