Sant’Eustachio Il Caffè es un establecimiento que se encuentra en la plaza romana de su mismo nombre. A mitad de camino entre Piazza Navona y el Panteón. Nació como tostadero de leña en los años 30. Y además de servir un café de excelente calidad muele grano para la venta al público. La piazza de Sant’Eustachio despide aroma a café. Como la via del Piè di Marmo. Donde se ubica la Confetteria Moriondo & Gariglio. Que atrapa al caminante por su olor intenso a chocolate. Ambos locales están separados por un conjunto de calles y plazas que se van sucediendo unas tras otras. Entre ellas, Santa Chiara. Piazza y via al mismo tiempo. Donde se ubica el Albergo Santa Chiara, que en 1832 fundó un antepasado de Michele Corteggiani, su actual propietario. Al crear allí mismo un despacho de vinos y aceites. Que contaba con habitaciones de alquiler para forasteros de paso por Roma. El albergo donde me hospedo se ubica en un vetusto (y amplio) palacio que incorpora construcciones de varios siglos, la más remota del Quattrocento. Y que acoge también al Teatro dei Comici. Un pequeño (y coqueto) salón de variedades inaugurado en 1873 para representaciones líricas con el nombre de Teatro Rossini. Pero la historia del palacio no acaba aquí. Porque en el mismo vestíbulo teatral se encuentra una capilla marmórea con reliquias de tres santos que recuerda el lugar donde murió por apoplejía Catalina de Siena, patrona de Italia. 29 de abril de 1380. Y que se había instalado allí dos años antes junto a un grupo de discípulas de la recien creada entonces Orden Terciaria de Santo Domingo. Fundando así casa en Roma. Michele Corteggiani tiene algo en común con los hermanos Raimondo y Roberto Ricci, propietarios del vecino Sant’Eustachio Il Caffè. Que están siempre a pie de cañón. Incluso sábados y domingos. Los primeros alternándose entre la cafetera y la caja. Y el hotelero sentado ante el ordenador. Gestionando los registros. Me gusta de Roma que el patrón del local esté visible. Personalizando el negocio. Ocurre con Fortunato Baldassarri en su restaurante del Panteon. Y con Ezio Pellicano en su taller de corbatas de la Via del Seminario. Hoy es domingo 3 de octubre. 18.00 horas. Estoy sentado a la puerta de Sant’Eustachio Il Caffè despidiéndome una vez más de Roma. Y haciendo memoria de esta última visita antes de tomar un taxi con destino a Fiumicino. Es el último macciato en un establecimiento en el que hemos montado el cuartel general un grupo de amigos repetidores de Roma. Esta vez con deseos de verla diferente.
La basílica de Sant’Eustachio está frente al café. Es un edificio soberbio con copiosa historia. De hecho allí fue bautizado Alejandro Farnesio (1545-1592), tercer duque de Parma, sobrino de Felipe II y gobernador español de los Paises Bajos. En una ceremonia a la que acudieron diecinueve cardenales. Pero a ojos del caminante la basílica destaca casi exclusivamente porque en el tímpano de su fachada aparece un ciervo coronado por una cruz. Que está relacionado con la leyenda que arrastra el santo. Un magister militum -de nombre Plácido y próximo al emperador Trajano– que se convirtió al catolicismo tras ser sorprendido por el resplandor de una cruz entre las astas mientras participaba en una batida de caza. Enric González -maestro del periodismo- cuenta con destreza (y fina ironía) en su libro romano la otra historia de este templo. Y que consiste en el poco éxito del que goza para celebrar bodas. Porque los novios se resisten a salir de allí casados bajo tamaña cornamenta. Pedro J. Fernández, nuestro anfitrión en la capital italiana, nos recomendó desde el viernes un destino. El Velázquez de Roma. Que es como (con orgullo) hemos llamado estos días al retrato de Inocencio X que alberga la Galería Doria Pamphili. Y que se trata de una de las obras maestras del pintor sevillano. Pero hasta que cumplimos con Velázquez en la mañana de hoy domingo, he tenido tiempo para descubrir nuevos rostros de Roma. Como el que representa Il Pasquino. La estatuta mutilada de origen heleno que se encuentra en la plaza de su mismo nombre. Que unos dicen que representaba a Menelao con el cuerpo de Patroclo moribundo. Y que otros creen que se trata de Herculés en combate mitológico. Sea quien fuere, Il Pasquino ha sido hasta el siglo XIX una estatua parlante. Que hoy aún recibe manuscritos a modo de sátira contra la res pública romana. Y que recibe su nombre de un personaje del Decamerón con el que era identificado un maestro que por sus malformaciones físicas sufría la burla de sus alumnos.
Durante siglos grandes familias garantizaron la seguridad de los Estados Pontificios formando parte de la influyente nobilita romana. Origen de aquella otra llamada nera que permaneció junto a Pio IX hasta que Victor Manuel II entró en Roma en 1870. Barberini. Borghese. Borgia. Chigi. Colonna. Della Rovere. Farnesio. Medicis. Y Doria Pamphili. Todas dieron pontífices. Y todas dejaron huella monumental en Roma. De ahí el Palazzo Farnese, el impresionante edificio que alberga la embajada de Francia en la piazza de Roma. Embellecida con dos fuentes gemelas para las que se reutilizaron gigantescas bañeras de granito procedentes de las termas de Caracalla. Y como también ocurre con Villa Farnesina, muy cerca del anterior pero ya en el Trastevere. En el extramuro citadino. Y donde Cesar cultivaba sus viñas. Esta villa -construida a principios de Cinquecento para el banquero Agostino Chigi– pasó en 1580 a manos de uno de los tres Alejandro Farnesio que ha dado la historia. Me refiero al cardenal de ese nombre. Sobrino de aquel otro que llegó a papa como Julio III. Y tío del que fuera gobernador español de los Paises Bajos con Felipe II. De ahí que recibiera como nombre Villa Farnesina. Célebre por sus pomposas fiestas. A la que acudían banqueros, poetas, artistas, príncipes y pontífices. Que empleaban vajillas de oro y plata que luego arrojaban al fondo del Tiber como demostración de opulencia. Si bien del Palazzo Farnese solo he registrado en esta visita nada más que su monumentalidad exterior -contemplada de cerca en la medianoche del viernes desde un café de la plaza-, tuve el privilegio al día siguiente de recorrer en Villa Farnesina la Stanza del Fregio –pintada por Baldasarre Peruzzi- y sus dos impresionantes loggia. La de Galatea y la de Amore e Psiche, cuyas bóvedas y paredes albergan impresionantes frescos de Rafael (1483-1520) -pintados dos años antes de su muerte-, Giovanni Antonio Bazzi -artista efebo que se hacía llamar Il Sodoma– y Sebastiano del Piombo, amigo de Miguel Ángel y uno de los principales pintores del Renacimiento. Pero fue esta mañana al visitar el Palazzo Doria Pamphilli -en la via del Corso– cuando comprobé que la obra más distintiva de esta gallería con más de 700 pinturas catalogadas -entre ellas un Rafael, dos Caravaggio, otros dos Tiziano y un Tintoretto– es un retrato extraordinario que hizo Velázquez a Inocencio X. Pontífice de esta familia que reinó entre 1644 y 1655. Y que al verlo exclamó: Troppo vero (demasiado real)! Francis Bacon -pintor angloirlandés que hizo 40 interpretaciones de este Velázquez– confesó que sólo lo había contemplado en láminas porque seguramente no podría soportar su impacto al encontrárselo de frente. Y el crítico e historiador francés Hippolyte Tane dijo que se trata de la obra maestra de todos los retratos. Ya en la calle, un cálido sol otoñal se apodera de Roma. Iluminando así sus colores. Las campanas de Santa María sopra Minerva tocan a misa de doce. Un grupo de niños juega en la piazza del Elefantino junto al Pulcin della Minerva. Y en Mariondo & Gariglio la dependienta selecciona con esmero cada bombón de chocolate negro con peperoncino que integrará una pequeña caja que en pocas horas va a viajar a España. Ya en dirección a Piazza Navona, Sant’Eustachio il Caffè sigue despidiendo aroma a grano tostado. Esta vez atestado de turistas. Mientras uno de los hermanos Ricci apura con leche espumada un nuevo macciato para el caminante.