El Empire State es, tras la Estatua de la Libertad, el segundo símbolo que identifica a la ciudad de Nueva York. Durante cuarenta y un años (1931-1972) fue el edificio más alto del mundo. Lo era también de Manhattan hasta que se construyeron las Torres Gemelas. Y ha vuelto a serlo desde el ataque terrorista del 11-S. Estuve a principios de junio allá arriba contemplando los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Que es una de las más atractivas del mundo. Yo descubrí Nueva York tarde, pero he ido lo suficiente desde entonces para sentirme cómplice de sus secretos. En el cruce de Broadway con la 7ª (Times Square) había un rótulo de The New York Times que ofrecía titulares con las principales noticias del día. Esta vez no lo he encontrado. Probablemente porque ha sido suprimido dentro de los recortes presupuestarios a que se ha visto obligado el periódico. Que desde hace unos años acude a los kioskos con cuatro centímetros menos de su ancho tradicional. Para así ahorrar papel. The New York Times fue fundado en 1851, diez años antes de la Guerra de Secesión. Y en 1919 ya se voceaba en las calles de Londres. Lleva en su haber 95 premios Pulitzer. El 1 de octubre de 1985 la aviación israelí bombardeó el cuartel general de la OLP en Túnez con intención de matar a Arafat. Consiguió destruir la casa junto al mar donde residía éste. Que se salvó milagrosamente porque se encontraba haciendo footing a cierta distancia. Edward Sumacher, en ese momento corresponsal de The New York Times en Madrid, telefoneó a Juan Luis Cebrián, director entonces de El País, proponiéndole que ambos periódicos fletaran conjuntamente un pequeño avión para desplazar a sus enviados especiales a algún aeropuerto próximo a Túnez. Que había cerrado su espacio aéreo como consecuencia del ataque. Cebrián declinó la oferta aduciendo que el corresponsal en la zona -que era yo- estaba ya en el lugar de los hechos. No fue ningún mérito, sino pura suerte. Yo había llegado a Túnez tres horas antes del suceso persiguiendo otra noticia. Al día siguiente, The New York Times tomaba como referencia mis crónicas para informar a sus lectores de lo ocurrido. Curiosamente este remoto recuerdo me viene a la mente cuando estoy en el piso 102 del Empire State. Bajo el pináculo de 62 metros que completa su altura. En una mañana calurosa de domingo. Cuando todavía no han abierto las tiendas de la 5ª Avenida. Que los días festivos lo hacen más tarde. Y cuando las calles de Manhattan aún no han sido invadidas por los automóviles. Salvo esos peculiares taxis amarillos conducidos por asiáticos que apenas hablan inglés.
Mi padre tenía una Parker 51 de color verde con capuchón bañado en oro. Era una estilográfica preciosa que luego me enteré que había sido diseñada por el artista húngaro Laszlo Moholy-Nagy. De niño le pregunté un día por su origen. Y me contestó que se la habían traído de Nueva York. Le dije que yo también quería una. Y a las pocas semanas me sorprendió con una Parker 21 negra con capuchon de acero, que fue la estilográfica todoterreno que me acompañó en mis primeros años escolares. Hasta que a mediados de los 60 la sustituí por un bolígrafo. También Parker, modelo classic. Con su inseparable distintivo en forma de flecha. E igualmente procedente de Nueva York. Donde eran adquiridos por empleados de la Compañía Trasatlántica que -a su vuelta a Cádiz- los revendían en determinados círculos de la ciudad para ganarse unas pesetas. Cuando llegué por primera vez a Nueva York en los años ochenta lo primero que hice fue comprarme una pluma y un bolígrafo como aquellos. Que todavía tengo, aunque no los uso. Porque los productos de la Parker Pen Company fueron mi primera referencia de esta ciudad. Que ya en 1922 había sido conquistada por Concha Piquer. Cinco años de éxito en los teatros de Broadway. Y que en 1929 eligió Lorca para escribir uno de sus poemarios más profundos. Poeta en Nueva York. O en 1941 la bailaora Carmen Amaya, que debutó en el Carnegie Hall en un espectáculo donde llevaba como acompañantes a Sabicas, en la guitarra, y Antonio Triana, su pareja de baile. Eduardo Arroyo pintó en 1988 Carmen Amaya fríe sardinas en el Waldorf Astoria. Plasmaba así el incidente con humareda que protagonizó aquella genial artista gitana en el citado hotel cuando volcó el sommier de su cama para asar unas sardinas que momentos antes había adquirido en una pescadería de la Gran Manzana. Esta otra anécdota -que además resulta graciosa- se hace dueña de mi al regresar al Waldorf, que es precisamente el hotel donde me he alojado estos días. En Park Avenue, entre las calles 49 y 50. Ya sentado frente a la barra del Peacock Alley (lounge-bar) con una margarita que me acaba de preparar el barman con tequila silver de la Casa Cuervo. Allí junto al lobby, que parece una calle más de Nueva York. Pero con el glamour que le proporciona el lujo confortable de un hotel como éste. Y junto a ese espléndido reloj de bronce y caoba allí instalado que la Goldsmith Company de Londres exibió en la Feria Mundial de Chicago de 1893. Joya que The Waldorf Astoria luce con orgullo para admiración de quien por el lobby pasa.
Tanto el Empire State como el Waldorf fueron inaugurados en 1931. Lo mismo que el puente de George Washington, que une sobre el río Hudson a Manhattan con Fort Lee, ya dentro de Nueva Jersey. Sin embargo, los tres puentes que yo más identifico con la ciudad de Nueva York son los que están al este. Y que unen la parte más meridional de la Gran Manzana con Long Island. Esos puentes –Manhattan, Brooklin y Williansburg– otrora estaban controlados por la mafia italoamericana. Que en 1931 la componían las cinco familias sicilianas más importantes de Nueva York. Los Bonnano, los Gambino, los Colombo, los Luchese y los Genovese. Familias que se unieron en torno a La Comisión tras una guerra sin cuartel que descabezó la estructura anterior del crimen organizado, permitiendo a Lucky Luciano (Genovese) hacerse con el poder. Era gente que se había enriquecido con la ley seca y otros negocios sucios. Y que daba trabajo a hampones de los muelles de Nueva York. En los locales nocturnos controlados por las cinco familias sicilianas había empleados españoles. Músicos, cantineros, croupiers. Unos habían llegado directamente de España. Y otros vía Cuba. También habían compatriotas que se buscaban la vida alrededor de las apuestas. Y en la lotería clandestina. Porque en Nueva York funcionaba una rifa similar a La Rápida malagueña. Que en un tiempo llegó a controlar Juan Felix Camacho, cuñado del torero Rafael Ortega. Y que tuvo su mejor momento en los años que rondaron la Feria Mundial de Nueva York de 1964. Que coincidió con los XXV años de Paz de Franco. Motivo al que se agarró el regimen para desplazar a una impresionante embajada folklórica en la que se encontraban, entre más de un centenar de artistas, Antonio el bailarín, Gades, Manuela Vargas y Cristina Hoyos, entonces una niña. También por allí anduvo la cantaora Bernarda de Utrera, que los flamencos que la acompañaron han llegado a asegurar con guasa que fue sorprendida en un rascacielo intentado divisar su pueblo. Estas historias de Nueva York se van repitiendo durante mi estancia en la Gran Manzana. Y especialmente cuando me despido de Broadway porque en pocas horas debo de viajar a España. Observo que en el Marquis anuncian un musical de Frank Sinatra llamado Come fly away. Y siento que el escaparate de Borsalino, la prestigiosa tienda de sombreros de la 5ª con la calle 30, me devuelve a tiempos de blanco y negro. Me falta King Kong coronando el Empire State. Bernarda de Utrera compartiendo sardinas con la Amaya en una suite del Waldorf. Y una Parker 21 para tomar nota de lo vivido por si le resulta interesante a The New York Times. Pero estas no son ya historias de Nueva York, sino fantasías de este veterano periodista probablemente inducidas por el jet lag.