Me he pasado la mañana en la Feria del Libro de la Ciudad de México. Que está emplazada en el Zócalo. Junto a la Catedral y el Palacio Nacional. El Zócalo es una de las plazas coloniales más hermosas de América. En ella se celebra jubilosamente cada 16 de septiembre el grito de la Independencia. Y en ella se refugian en cuanto pueden los que apenas tienen voz para que se les escuche. El día amaneció frío, pero se ha ido templando. Luce un sol espléndido al filo del mediodía. Que se ha apoderado de calles y plazas permitiendo colores que escasean durante el año salvo en otoño. En los rincones más concurridos del Zócalo los ambulantes pregonan nieves de limón con guanábana. Mientras los organilleros (o cilindreros) se distribuyen al paso de la multitud poniéndole música a la ciudad. Llevan el uniforme que usaron Los Dorados de Villa, que fue la soldadesca a caballo de este general revolucionario. Aquí está Francisco Villa/ con sus jefes y oficiales./ Es el que viene a ensillar/ a las mulas federales. Así comienza el corrido. Pero los cilindreros sólo ofrecen música. Estos instrumentos de madera (Harmonipan) llegaron a México desde Alemania durante el Porfiriato. Por aquello de dotar de glamour europeo a la dictadura. Tienen forma de cajón. Y pueden ser trasladados al hombro. Hoy son piezas de museos que alegran con música las calles del Zócalo. La Revolución sigue palpable en la vida cotidiana de México. Es como la historia que necesita estar presente siempre. Sobre todo por sus enseñanzas. No acabó como se pretendía, pero transformó el país. Pese a que fue mucha la sangre derramada. El presidente Madero fue asesinado junto a Pinos Suárez (segundo en el poder ejecutivo) en 1913. Seis años después caía acribillado a balazos en emboscada Emiliano Zapata. Y lo mismo le ocurrió a Villa en 1923. Pero con la diferencia de que la Revolución ya había pasado. Y éste último disfrutaba entonces de una rancho en propiedad aparentemente alejado de la política. La calle 5 de Mayo es una de las que llevan al Zócalo. En ella se encuentra La Ópera. Que es probablemente la cantina más delicada en ornato de la ciudad. Y desde hace pocos años la más antigua. Nació en 1906 como chocolatería, pero en 1932 incorporó una barra labrada. Y empezó a servir licores. Francisco Villa la allanó a caballo a su llegada a México. Y dejó un disparo en el techo. La Ópera era otro exponente del glamour europeo con el que perfumaba Porfirio Díaz su dictadura. Pero acabó en cantina como recuerdo de que por allí pasó la Revolución.
Dictadura y Revolución van de la mano en México encarnados por el organillo y su cilindrero uniformado al estilo de aquellos dorados de Villa. O por los dos periodos que marcan a La Ópera en el Siglo XX. También comparten espacio en la Feria del Libro, que este año celebra su undécima edición. Me he hecho con un volúmen de bolsillo que lleva como título Cuentos de la Revolución. Una antología de escritores mexicanos que emplearon esta narrativa para rescatar momentos de aquella época. Lo he emparejado con otro libro de la misma serie denominado Cuentos Románticos. Y que se suceden durante el tránsito de la Colonia al Porfiriato, con la Independencia de por medio. Van a ser mis dos lecturas en estos días que paso en Ciudad de México. En donde paseo cada mañana recordando mis tiempos como corresponsal de prensa extranjera. Pero acercándome también a la historia del país y a sus costumbres. Ya sean de la Colonia. Del Porfiriato. O de la Revolución. Porque los tiempos actuales no son los mejores para recordar. El Estado mexicano sufre hoy día el desafío del narcoterrorismo. Que está llenando las calles de cadáveres como consecuencia de una espiral que no acaba. Y que tiene atrapado al país sin que se avisten soluciones a corto plazo. La entrada principal de la catedral metropolitana de México lleva de nombre Puerta del Perdón. Denominación que es costumbre en las catedrales españolas. Porque esta se levantó durante la Colonia. Nada más entrar está expuesto al culto un crucificado de color negro que tiene sus piernas contraídas. Siempre está rodeado de inditos que le rezan. Le llaman el Señor del Veneno. Porque la leyenda asegura que sus pies fueron rociados de veneno para sorprender con la muerte a un sacerdote que acudía cada día a besar la talla. Cuentan los inditos que, cuando el sacerdote acudió a su rutina, el cristo contrajo sus piernas y se tornó en negro, advirtiéndole así del peligro. Y librándole de una muerte segura. En esta impresionante catedral barroca existen historias para elegir. Muy cerca del Señor del Veneno se encuentra el Santo Niño Cautivo. Es una talla de Martínez Montañés que fue adquirida en 1622 por un español llamado Francisco Sandoval con pretensión de donarla a la catedral. Cuando viajaba por mar con la talla fue apresado por los turcos. Y encerrado en una prisión de Árgel. Donde le permitieron permanecer junto a la imagen durante los siete años que duró su cautiverio. De ahí lo del Santo Niño Cautivo.
La Ciudad de México colocó en 1869 una lápida conmemorativa en la casa que habitó Humboldt en la calle Uruguay a principios del Siglo XIX. Después de casi 150 años la inscripción todavía sigue ahí. Frente a la septuagenaria Pastelería Madrid, que anuncia estos días el pan de muerto. Un bollo azucarado que se elabora tradicionalmente para las ofrendas del 1 (y 2) de noviembre. Humboldt fue el explorador alemán que calificó a México como El cuerno de la abundancia. Pero también el responsable del primer censo que se realizó en Nueva España, nombre que recibía este país en su época colonial. Estas calles próximas al Zócalo muestran vestigios de todos los tiempos. Por lo que me resulta fácil ir encadenando los diferentes proceso históricos de la ciudad. Desde Mesoamerica a nuestros días. Encerrado tras una fachada de construcción moderna se encuentra el Hospital de Jesús. Que fue el primer centro hospitalario que se creó en el continente americano. Y que fue fundado personalmente por Hernán Cortés en 1524 justo en el mismo lugar -un pago llamado Huitzilan– que cinco años antes había sido escenario del encuentro que sostuvo con el emperador Moctezuma. Los restos de Cortés reposan en la iglesia anexa al hospital, cuya sacristía -hoy segregada para uso noble del centro médico- conserva un artesonado del XVI compuesto por 153 octoedros labrados en madera fina con rosetas que llevan incrustadas polvo de oro. El Hospital de Jesús es una de las joyas coloniales de la capital mexicana. Y guarda equilibrio histórico con las ruinas del Templo Mayor que se exiben a un costado de la catedral metropolitana. Descubiertas en la segunda mitad del Siglo XX a consecuencia de la obras del Metro, dan fe de que en ese lugar radicó una gran cultura previa a la llegada de los españoles. El paseo me devuelve a la Feria del Libro después de recorrer calles y plazas cargadas de historia. Los dos principales auditorios instalados en el Zócalo con ocasión de la feria están dedicados al poeta Federico García Lorca y al profesor Adolfo Sánchez Vázquez, filósofo del exilio español recientemente fallecido. Sánchez Vázquez fue un buen amigo mío. Como también lo son sus hijos. Y tanto su recuerdo como el de Lorca en el Zócalo honran a México. Y a los mexicanos. Porque este país no sería como es hoy sin la contribución del exilio español. Que educó y formó a generaciones enteras de mexicanos trasladándoles su sabiduría. Los ambulantes que pregonaban nieves de limón con guanábana agotan sus existencias. Mientras los cilindristas caminan órgano al hombro hacia los puestos de carnitas y chicharrón en busca del almuerzo. El Zócalo se ha quedado sin música. Pero siempre le asiste la leyenda cantada de la Revolución. Que sigue palpable en la vida cotidiana de México. A la orilla de un camino/ corté una blanca azucena./ A la tumba de Zapata/ la llevé como una ofrenda.