Junio Valerio Borghese se casó en Florencia en 1931 con la aristócrata rusa Daria Wassilievna, condesa Olsoufiev Schouvalov. Que desde la revolución bolchevique (1917) residía exiliada en Italia con su familia. Los Olsoufiev habían estado historicamente ligados a los zares. De hecho, el conde Adam Wassilievich Olsoufiev -ascendiente directo de Daria Wassilievna- había sido jefe de gabinete de Catalina II. Aquella zarina llamada la Grande de la que se ha escrito que llegó a tener hasta trescientos amantes. Entre ellos el que fuera prócer venezolano Francisco de Miranda, fallecido en una mazmorra de La Carraca. Pero de los cuatro hijos del Principe Nero con esta aristócrata rusa -fallecida en 1963 en un accidente de automóvil en Pignatoro Maggiore, cerca de Caserta– sólo vive hoy el menor. Llamado Andrea Scirè. Que es el nombre del submarino que Borghese comandaba a principios de la Segunda Guerra. Y que rememora una importante batalla ganada en 1936 por el Ejército italiano en Etiopía. Cuando murió Borghese en Cádiz aquel agosto de 1974, del traslado del cadáver se encargaron su primogénita Elena -entonces en la Unesco– y su tercer hijo, Livio Giuseppe. Que se desplazaron a esa ciudad andaluza reclamados por el propietario del cortijo de Conil de la Frontera donde el Principe Nero se sintió indispuesto. Joaquim von Knobloch. Que ya conté que fue capitán de la Legión Cóndor. La aviación de Hitler que bombardeó Guernica. Y uno de los nazis que nunca necesitó ocultar su identidad en España. Porque había ayudado a escapar de Alicante durante la Guerra civil a la familia política de Nicolás Franco. Los Pascual de Pobil. Y estaba casado con una influyente dama de la aristocracia madrileña. Hermana del conde los Acevedos y sobrina del marqués de la Romana. De nombre Carmen del Alcázar y de Victoria. Y cuyos hijos le emparentaron después con los marqueses de Portugalete y con la familia del doctor Marañón. Conocí al barón Joaquim von Knobloch y von Zawadsky -su nombre completo- en 1975 cuando rastreaba para Diario de Cádiz los últimos días de Borghese en la costa gaditana. Una tarde en la que acudimos Lalia González-Santiago -hoy directora de La Voz de Cádiz– y yo a ese cortijo de La Fontanilla donde residía. Y cuyos bungalows rentaba en verano de modo selectivo. Aún recuerdo como nos recibió. Sentado en un sillón junto a un retrato dedicado por el almirante Karl Dönitz. El responsable de la Marina de Hitler. Que por aquellas fechas todavía vivía. Retirado con una pensión del Gobierno federal alemán en un pequeño pueblo próximo a Hamburgo.
Argel es una ciudad que -como Algeciras y, en cierta medida, Jávea– desciende hacia el mar. Levantada entre bulevares, impacta por su conjunto monumental. Edificios coloniales que cuando se aproximan al puerto se presentan alineados sobre soportales en arcadas. Las tres ciudades comparten la misma brisa. Y los mismos colores. El blanco de la cal, el azul del Mediterráneo y el verde de sus palmeras datileras. Fue en Argel donde conocí a Antonio di Oliva, un viejo coronel italiano -residente en Génova y con estudios de solfeo- que hacía negocios con movimientos de liberación africanos. Y también con repúblicas de independencia incipiente, a algunas de las cuales les compuso el himno nacional que hoy las identifica. Coincidimos en el pequeño salón del Hotel Albert Premier, con ocasión de mi primera visita como periodista a esa ciudad en abril del 79. Y echamos tantas horas juntos que aquellas conversaciones me siguen acompañando en el permanente aprendizaje de la vida. Echo de menos a aquel hombre. Y a su sabiduría. Pero me quedé con su testimonio. Que no es otro que el de un testigo relevante del siglo XX. Por el supe quien era Antonio Ramognino. Un técnico de la Piaggio que trabajó para la Decima Flottiglia Mas. De su misma edad. Y también de Génova. Donde hasta que Oliva murió compartían amistosamente café recordando episodios de la guerra. Fue el viejo colonello quien me contó que Mussolini cruzó a la gran industria italiana con el Ejército. Por eso Pirelli era quien fabricaba los trajes secos, las aletas y los equipos respiratorios en circuito cerrado de los hombres ranas de la Decima. Al igual que Fiat y Piaggio ponían su ingenio politécnico al servicio de la Aviación y la Marina. La base de la Royal Navy en Gibraltar se había convertido desde septiembre de 1940 en un objetivo a batir por el Eje. Y eso empujó a la Marina Regia a situar en la bahía de Algeciras parte de sus operaciones. Primero proyectadas desde el Scirè. Un submarino de tipo medio facilmente adaptable al Mediterráneo. Y dos años después desde el Estado Mayor de la Decima en La Spezia. Con Borghese seimpre presente.
Entre 1940 y 1943 se diseñaron nueve operaciones contra buques apostados en Gibraltar. Pero no todas se llevaron a cabo. Ni siempre tuvieron éxito. Las tres primeras correspondieron a Borghese como comandante del Scirè, que logró introducirlo (sorteando radares y navegando a ras del fodo) en la misma desembocadura del río Guadarranque. Toda una proeza. He contado ya que el Scirè operaba como sumergible nodriza. Y que los ataques se llevaban a cabo mediante submarinos a escala que almacenaba en su interior. Pero que en realidad eran torpedos con 300 kilos de explosivos tripulados por hombres ranas. También se utilizaban bombas-lapas y lanchas-bomba. Siempre según el objetivo. Y el lugar elegido. Casi todos estos métodos de ataque (o de sabotaje) llevaban estampada la firma de Borghese. Que obtuvo su primer éxito en la Segunda Guerra con el hundimiento del acorazado británico HMS York en aguas de Creta. 26 de marzo de 1941. Pero el verdadero ataque a Gibraltar no llegó hasta el 20 de septiembre de 1941. Cuando de nuevo desde el Sciré (esta vez sin Borghese) tres SLC (o maiale) con tripulantes hicieron saltar por los aires a tres buques apostados en los muelles de la Roca. El Fiona Shell, el Durham y el Denby dale. Antonio di Oliva me esperaba cada tarde en el pequeño salón de huéspedes del Hotel Albert Premier. Yo llegaba con la edición aérea de Le Monde, que adquiría tras el almuerzo en un pequeño despacho de prensa ubicado junto a la Grand Poste de Argel. Me pedía que le leyera los titulares de primera página. Y tras una breve pausa iniciaba con ocurrencias la conversación. Un día le conté que yo había nacido en Cádiz. Y me empezó a comentar las acciones de la Marina Regia en Gibraltar. Pero cuando le dije que en su día escribí sobre la muerte del Principe Nero no lo dudó. Y entró de lleno en el detalle histórico. Fue entonces cuando me habló de Villa Carmela (*), en Puente Mayorga. Del técnico de la Piaggio Antonio Ramognino. De su esposa, la española Conchita Peris del Corral. Y también del ingeniero Ernesto Marchiandi, durante muchos años jefe del Fascio en España. Todos ellos originarios de Génova como él. Supe entonces que la actuación de Italia durante la Segunda Guerra en el litoral español fue tan importante como la alemana. Con agentes secretos apostados en puntos estratégicos del litoral. Y toda una red operativa de apoyo logístico en torno a los submarinos de Borghese.
(*) Edificio primitivo de Villa Carmela, en Puente Mayorga (Cortesía de Antonio Pérez Girón, cronista oficial de la ciudad de San Roque).
(Continuará)