Regreso a Barcelona para poner a prueba mis sentimientos. Y cuando los sondeos vaticinan un retroceso de Artur Mas. Pero ya aquí pienso que no es preciso. Y me adentro en el barrio de Sant Antoni, en el Ensanche, hasta dar con la calle de Joaquín Costa, allá por sus números finales. Costa fue un político y pensador español del XIX, principal impulsor del llamado regeneracionismo. Nacido en Monzón, Huesca, laboró en ideas por reconstituir y europeizar a España, enferma de avances por los candados impuestos por la Restauración canovista. Que también lo fue de Sagasta. Víctima de sus propias contradicciones, fue un teórico. Pero promovió la refoma educativa, abogó por un sistema judicial digno, lanzó ideas favorables al autogobierno y propuso un nuevo comercio, para lo que exigió el abaratamiento del pan y de la carne con vistas a incentivar la productividad y el crédito agrícola. En suma, Costa pretendía desafricanizar España, pero sólo fue una luz entre tanta tiniebla. Y eso que predicaba con sólidos principios, como krausista y enseñante de la Institución Libre que era. En el confín de la calle de Joaquín Costa, y formando parte del edificio del Centro Aragonés, se encuentra el Teatro Goya, ahora con el añadido de Codorniú como sponsor. En 1927, Lorca estrenó sobre sus tablas el drama Mariana Pineda, representado por Margarita Xirgú, su actriz favorita, y con decorados de Dalí. Hoy anuncia una comedia francesa en catalán, de título El nom. Y que interpretan cinco jóvenes actores de la órbita teatral barcelonesa, entre ellos Joel Joan, director de la obra, y Sandra Monclús, habitual de la Sala Beckett. El olor a pan recien horneado del Forn Mistral, en la vecina calle de Torres y Amat, invade aquellos espacios. Muy cerca del entorno se encuentra la Parroquia de Sant Pere Nolasc, pero a estas horas del mediodía no suenan sus campanas. Nolasco fue un santo catalán nacido en el siglo XII, y fundador de la orden mercedaria, al que podemos ver retratado por Zurbarán en el Museo del Prado. No me sorprende que la plaza que colinda con esta iglesia, y con la correspondiente residencia de la orden, se llame plaza de Castella. Porque Barcelona es universal. Y de hecho allí mismo hay un colegio de educación infantil y primaria que lleva el nombre de Castilla. O, en idioma catalán, Castella. De vuelta a la calle de Joaquín Costa me introduzco en el Centro Aragonés. Preside la entrada un busto de don Pascual Sayos Cantín, su fundador en 1909. La casa de los aragoneses en Barcelona ocupa un suntuoso y llamativo inmueble de estilo neomudéjar, propio de la arquitectura regionalista de aquella época. Y en su acceso, cuelga un gran mural compuesto por dos obras que lleva como título El lugar de los sueños. Y que se debe al pincel del artista zaragozano contemporáneo Jorge Gay Molins. No estoy acostumbrado a encontrame con hermosas palabras cuando inicios mis itinerancias. Pero, según reza junto al mural, éste “rinde homenaje a todos cuantos dejaron su tierra de origen yendo a la búsqueda de un lugar donde cumplir sus sueños”. Y loa con sincera prosa “el sacrificio y el esfuerzo de cuantos fueron portadores nómadas de su testimonio moral y cultural, y supieron, desde la convivencia, cruzarlo, cultivarlo y enriquecerlo junto a los que un día le acogieron”.
La calle del Tigre muere en la de Joaquín Costa, pero desde sus balcones apenas cuelgan banderas esteladas porque, por lo general, están ocupados por ropa y lencería de cama que penden tendidas abiertas a los vientos y a la sequedad de sus aires. Barcelona es aquí Nápoles. Y Nápoles es allí Barcelona. Tampoco hay profusión de banderas esteladas en la calle de Joaquín Costa, que enlaza el barrio de Sant Antoni con el de El Raval. Donde nació mi querida Maruja Torres, hija de emigrantes murcianos, mujer sin formación académica, pero genio de las letras y del periodismo moderno. Un beso, Maruja. Y mi cariño siempre. A medida que avanzo por la calle, el perfil étnico va cambiando. Y se suceden razas, colores y perfumes. Hoy es viernes, día de oración para los mulsumanes. Y se nota. Viejo enclave, barrio chino y cofradía de culturas, este arrabal va invadiendo la calle de Joaquín Costa transformando en plural su aparente cara bohemia. En el 55 dejo Casa Pili, hoy bar de mojitos. Y en el 37, en los bajos de la casa natal de Terenci Moix, la vieja Granja de Gavá, donde su propietaria Montse combina, según el gusto, bikinis, torradas, caipirinhas, cañas de cerveza de grifo y vinos del país con fondo del mejor jazz. Entre óleos de su colección particular, dos de ellos de Alfred Figueras i Sanmartí (pintor de inspiración fauvista, viajero en África e ilustrador de Gidé en Images d’Alger), a Montse le acompaña en el mostrador de la vieja granja una impresionante figura de mujer carnosa presta para servir de mascarón de proa a un viejo velero en un viaje infinito. Pero se trata de Carne Trémula, icono almodovariano en este rincón barcelonés lleno de guiños libertinos y libertarios. Porque casi enfrente, en línea con Casa Almirall, santuario del vermut en la noche barcelonesa, se encuentra la sede de la CNT expulsada. Una variante que se desprendió años atrás de la confederación original. Pero que sigue usando, como esta última, todos sus emblemas y distintivos, a excepción de las siglas AIT, la internacional del sindicalismo libertario. Me animo a entrar en su librería, La Rosa del foc, para solicitar que me muestren cualquier literatura relacionada con Fermín Salvochea, alcalde del cantón de Cádiz. Y preclaro revolucionario que se nutrió de las enseñanzas del socialismo utópico de Owen cuando de muy joven estudiaba en Londres. Con sorpresa recibo la obra 65 Salvocheas, desconocida para mi pese a haber sido editada por mi buen amigo Pedro Rivera el pasado año en Cádiz. Y en la que igual número de poetas cantan en sus páginas a aquel líder anarquista cien años después de su muerte. Y hoy te digo Fermín, /que no sé si ha llegado la luz/ o llegó la noche para siempre (Hay razones, Blanca Flores Cueto).
Fermín Salvochea me acompaña por azares de la casualidad, y también de la curiosidad intuida, en este tramo final de la calle de Joaquín Costa. También El Quijote, que se mezcla en las estanterías de La Rosa del foc entre libros libertarios en catalán ambientados en la Guerra civil. Y en el exilio. Dos idiomas. Y una causa que no comparto, pero que entiendo. Convivencia. Y respeto desde la diferencia. La curiosidad me ha empujado a comprar un ejemplar del periódico Solidaridad Obrera, cuya redacción es una prolongación de la librería, aunque separados. Hacía mucho tiempo que no leía periódicos libertarios. Y encuentro en sus páginas algunas genialidades. Entre éstas, la canción que ha compuesto el cantatutor aragonés Diego Escusol, acerca de la joven diputada del Partido Popular, Andrea Fabra. Aquella, e hija de aquel, que no hace mucho lanzó el cruel grito qué se jodan! contra los desempleados de España. Que se jodan los que mienten. /Que se jodan los que ocultan./ Que se jodan los tramposos./ Que se jodan los que insultan./ Que se jodan los ministros que no dicen ni palabra, /y si soy parado digo: que se joda Andrea Fabra. Fue Solidaridad Obrera, nombre de la sociedad proletaria que dio lugar a la CNT, la cabecera histórica de este sindicato anarquista en Barcelona. Durante la guerra civil llegó a tirar 220.000 ejemplares, convirtiéndose entonces en el periódico de mayor difusión de España. Hasta el punto de que Franco le puso a uno de sus periódicos de Barcelona el nombre de Solidaridad Nacional, por eso de no perder clientela. Entre otros, lo dirigió el menorquín Liberto Callejas, el anarquista inconmovible, según definición de su biógrafo Josep Portela i Coll. Hombre de acción, pese a ser de débil aspecto, fue uno de los pilares en los que se apoyó Durruti hasta su muerte en el frente de batalla. Y exiliado después en México, murió de tuberculosis a los 85 años (1969), permaneciendo su figura silenciada hasta que recientemente la recuperó el historiador Portela. Camino hacia El Raval repasando con curiosidad las páginas del periódico anarquista. Somos apátridas, reza el titular de su editorial. Y el texto es toda una proclamación de fe de lo más contundente: “Nunca reivindicaremos la creación de ningún Estado, a diferencia de ciertos planteamientos comunistas camaleónicos que están por esa labor, por lo que, como libertarios, no nos indetificamos con ningún nacionalismo, ya que aspiramos a un cambio profundo que va más allá de intereses económicos solapados bajo identidades patrióticas”. Más claridad, imposible. Y prosigo mi camino, ya sin lectura, consumiendo los primeros números -últimos para mi- de la calle de Joaquín Costa, tras curiosear el escaparate de Casa Rius, espléndida bodega con marca propia de cava, el brut Dama, del Viudo Rius. Mientras un grupo de cotorras invasoras argentinas carretean sin cesar tras devorar la datilera de la única palmera que se alza en la plaza de Emili Vendrell. Ha merecido la pena este primer paseo en mi regreso al otoño barcelonés. Lo sorprendente es que todo ha sucedido en una misma calle. Y vuelves, Salvochea, / un día y otro día este otoño/ tan ocre castellano, / a formar sin tardanza/ tu círculo de luz en las tinieblas (Las maravillas celestes, de Conrado Santamaría).
*La fotografía procede del Blog La meva Barcelona, de Neus Prats.