Regreso a México en busca del último evangelista. Que es como antaño se conocían aquí a los escribanos públicos que alivian a los analfabetos en la plaza de Santo Domingo, donde otrora estuvo la Inquisición. Y antes la casa de Cuauhtémoc [Águila que desciende], el tlatoani azteca que nunca sonreía. José González García nació hace ahora 77 años en un mineral de oro y plata de Tierra Caliente, Guerrero, llamado La Asturiana. Un estallido social condujo al cierre de la mina. Y el padre de José, secretario de trabajo de la explotación, emigró a Morelos, donde crecieron sus hijos. Muy joven, José se trasladó a Ciudad de México. Y se instaló en Santo Domingo, sin saber que quería hacer en la vida, pero también sin tener conocimiento alguno del oficio que bajo sus soportales se venía ejerciendo desde tiempos de la Colonia. De eso hace cincuenta años, pero –como él dice- “aprendí a hacer haciendo”. Y desde entonces todos los días, salvo los de guardar, acude a la plaza. Con su máquina de escribir, ahora una Smith Corona. De apenas peso, porque lleva cuatro operaciones en el vientre. Y no está capacitado para tolerar la carga. Junto al número 12 del Portal de Santo Domingo, entre las alacenas [casetas] de El Bolo Elegante y Claudia, cada mañana José monta su escritorio. Todavía hay gente que necesita de sus servicios. La mayoría para que les redacte instancias burocráticas. Pero también para que escriba cartas de amor. “El cliente me transmite sus sentimientos. Y yo los traslado a una carta”, comenta. José nunca tuvo un documento de identidad acreditativo de su fecha de nacimiento, hasta que el año pasado se hizo con el primero. 76 años después de venir al mundo en aquel mineral. Pese a ello, siempre pudo votar, porque en México ocurren estas cosas. En el Portal de Santo Domingo cohabitan impresores y evangelistas, que desde hace ya un tiempo se hacen llamar mecanógrafos. Son oficios que aún perviven. Y que se desarrollan a la luz del día, en resistencia a las nuevas tecnologías. Imprentas mecánicas, casetas de venta al público, viejas máquinas de escribir. José acumula experiencias. E historias que ponen los vellos de punta. Un día se le acercó un hombre encolerizado que le confesó que iba a consumar el asesinato de su propio hermano a causa de una trampa familiar que había dejado sin hogar a su hija. Aquel individuo portaba una varilla corrugada envuelta en hojas de periódicos con la que pretendía perpetrar el crimen. Sin mediar palabra se sentó junto al escritorio. Y empezó a descargar su ira mientras José le escuchaba cargado de paciencia. Hasta que le convenció de que se presentara ante el juez con una instancia en mano. La escribieron allí mismo. Y prosperó como exhorto. Cuando el documento llegó al hermano, las cuartillas estaban atiborradas de sellos, membretes y firmas, por lo que aquel se asustó, reconoció haber obrado con maldad y permitió la vuelta de la sobrina desahuciada. José confiesa que no tiene ningún interés por las redes sociales, pero es consciente que está en ellas porque los turistas y curiosos que se detienen ante su escritorio le citan constantemente. Cuando dispongo a despedirme, me mira fijamente. Sonríe. Y extrae una pequeña calculadora del interior de su chaqueta. “Esto es lo único que uso”, dice. Y añade: “Porque ya no quiero más sumar de memoria. La mente me pide ir descansando poco a poco”.