Biarritz es una de la ciudades más bellas de la costa atlántica francesa. A 25 kilómetros de Irún, fue originariamente un puerto de balleneros vascos. Pero en el siglo XIX la española Eugenia de Montijo lo transformó para siempre. Convirtiéndolo en una estación balnearia para la aristocracia europea. De ahí su glamour, del que todavía quedan vestigios. Los baños de mar lo importaron los franceses de Brighton, donde existía costumbre de tomarlos con fines medicinales desde el siglo XVIII. Pero fue una hija del rey de Nápoles, la duquesa de Berry, viuda del principe Carlos Fernando, quien introdujo esta moda en Francia en 1824. En la playa de Dieppe, junto al canal de la Mancha. Donde cada día del estío acudía a sumergirse en el mar, acompañada de un inspector sanitario y dos bañeros, que se encargaban de retirar los cangrejos para aliviar su paso. Sin embargo, en la costa vasca franco-española existía de antes la costumbre de tomar baños de mar. Sobre todo en Biarritz. En cuyos alrededores familias bordolesas, lyonesas y parisinas solían alquilar casas de temporada en los veranos. Atraidas por el mar. Las guérites de madera a orilla de playa. Las excursiones al Pirineo. Y las amas de lactancia, vascas de pura cepa. El balneario de Dieppe cayó en desgracia con el casamiento en 1853 de Montijo con Napoleón III. Que consciente de la pasión de su esposa por Biarritz eligió esta ciudad como residencia de verano. Eugenia había estado en estas costas en 1835 acompañada de su madre, la condesa de Teba. En plena primera guerra carlista. Huyendo de los horrores. Buscando aquí la paz. Con sólo nueve años. Y cuando Biarritz era aún un pequeño pueblo de pescadores, con su faro de 248 escalones, la atalaya de ballenas, el viejo puerto y la iglesia de San Martín. De casas vascas. De tejado rojo con postigos verdes alineadas sobre calles que bajaban al mar. Tal como lo describió Víctor Hugo antes del glamour imperial.
Con Eugenia y Napoleón III llegó a Biarritz su extensa corte. Gustos refinados. Modas elegantes. Pañuelos perfumados. Nuevas diversiones. El the. Chocolates belgas. Pastas inglesas. Champaña. Caviares del Caspio. Beluga. Ossetra. Sevruga. Los mejores chefs. Camareros con librea. Criados con guantes blancos. Cocheros y lacayos. Oro. Diamantes. Rubíes. Zafiros. Perlas y brillantes. Pintores. Retratistas. Poetas cortesanos. Dinero. Deudas. En sólo diez meses se concluían las obras de un palacio real de verano junto al mar. Con vistas a la Grand plage. Fue un regalo personal del emperador a su esposa. Al que llamaron Villa Eugenia. Hoy Hôtel du Palais, uno de los más hermosos de Europa. Dieciseis temporadas de verano disfrutó allí el matrimonio imperial. Tiempo suficiente para que Biarritz experimentara la transformación urbana con la que ha llegado a nuestros días. Pasando de poblado marinero a ciudad señorial. Elegante. Enormemente bella. De edificios solemnes y villas suntuosas. Con palacetes que se asoman al mar. Coquetas plazas con jardines repletos de hortensias. Cuidadas rosaledas. Y hasta con una iglesia ortodoxa -San Alejandro Newski-, que fue levantada por aristócratas rusos para celebrar allí sus cultos. Porque Biarritz pronto se convirtió en un lugar de cita social de toda la aristocracia europea. De millonarios. De Reyes y príncipes. Isabel de España. Leopoldo de Belgica. Guillermo de Wüttenberg. Su cuñado Jerôme Bonaparte. Alberto de Baviera. Los príncipes de Metternich. Escritores como Prospero Merimée y Octavio Feuillet. Hasta el canciller Bismarck –hierro puro-, que conoció allí a su amante, la joven princesa veinteañera Catalina Orloff. Con la caída del Imperio, Villa Eugenia pasó a manos de la Banque Parissienne, primero como Casino (1880) y después como Hôtel du Palais (1893), que se convierte en paraiso de la Belle Epoque. En una ciudad que obedece a la III República, pero a la que acuden los grandes duques de Rusia. Constantino. Alexis. Vladimir. Boris. Cyrille. André. Dimitri. Biarritz vuelve a ser morada estival de reyes. Eduardo VII de Inglaterra. Que introduce el golf. Amelia de Portugal. Oscar II de Suecia. Elisabeth (Sissi) de Austria. El sha de Persia. Hasta de un presidente francés. Sadi Carnot, años después asesinado por un anarquista. Es en el Hôtel du Palais donde se conocen Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battemberg.
Estoy sentando en los salones de este hotel, al que visito unas horas siempre que viajo a Biarritz. En verano asomado a su terraza, desde donde diviso la Grand plage -con el antiguo Casino Bellevue cerrando la bahía–, y en otoño junto al bar-americano –imperial, le llaman aquí-, donde pido un Alexander. Que es un combinado ligero. Disfruto de lo ornamental de su pasado. Y ordeno mentalmente todos los recuerdos que me vienen de Biarritz. Que acomodo a mis apuntes históricos para preparar este artículo. Pero me contengo ante cualquier contagio de aquella atmósfera de opulencia que tanto daño hizo a Europa. La decadencia no impide que hoy todavía acudan al Hôtel du Palais gente necesitada de glamour. Y sus salones son a veces pasarela de personajes extravagantes. Como de monóculo y bastón. Ridículos, diría yo. O de reuniones en torno al the con damas enjoyadas que esperan con ingenuidad la vuelta de Eugenia. Que por cierto murió en 1920 en Liria, donde la había acogido su sobrino-nieto el XVII duque de Alba. Testamentando a favor del otro varón de la Casa, el duque de Peñaranda. El crack de Wall Street y la Guerra civil española crearon paréntesis. También las dos grandes guerras. En la Primera fue hospital. En la segunda alojó a oficiales alemanes. Lorca decía que los aristócratas españoles frecuentaban los meses de invierno la Residencia de Estudiantes para purgar sus frivolidades veraniegas en la costa francesa. Era entonces España una república. También dijo que la lluvia que suele caer sobre Biarritz no es precisamente rocío. Era una ironía. Tal vez un juego que refleja en Corazón bleu, coeur azul. Carta supuestamente dirigida a Dalí, que nunca le devolvió sus amores. Y que había viajado a Biarritz atraido por el glamour. Cuando abandono el hotel llueve. Antes me despido de los dos cuadros al óleo de Napoleón III y Eugenia de Montijo que presiden el salón-comedor, de nombre La Rotonda. A falta de paraguas, me enfrento abiertamente a la lluvia. Que en Biarritz no es precisamente rocío.