El 8 de noviembre de 1955 los periódicos franceses reseñaban la humillante sumisión de El Glaoui, último feudal del Atlas, ante el sultán Mohamed Ben Youseff, después Mohamed V. La escena se desarrollaba en el Pabellón Henry IV, un elegante palacete de Saint-Germain en Laye reconvertido en hotel de lujo. Y en el que otrora Ana de Austria dio a luz a Luis XIV, el Rey Sol. El pabellón sigue siendo hoy día el mismo hotel de antes. Coqueto. Elegante. Y lleno de glamour. Con el agregado histórico de que fue puesto a disposición de Mohamed V por el Estado francés para definir los acuerdos de la independencia de Marruecos. Carlos Sentís fue un gran periodista del franquismo al que yo conocí en 1977 como diputado de UCD. Y a quien Suárez encomendó el retorno de Tarradellas. En aquel otoño de 1955 era corresponsal de La Vanguardia en Paris. Las hemerotecas registran una crónica memorable fechada el 8 de noviembre con su firma en la que da cuenta como el pachá de Marrakech se rendía de rodillas ante el sultán de Marruecos. “Viejo, vencido y postrado”, El Glaoui escenificaba así su sumisión a quien había traicionado dos años antes empujándole al exilio. Tras conspirar con los franceses para poner en su lugar a un títere llamado Ben Arafa. “Soy el esclavo de Vuestra Majestad y pido que me perdonéis el daño que os causé”, escribía entonces Sentis transcribiendo una de las muchas súplicas que pronunció en voz alta el pachá. En aquel viaje a Paris, El Glaoui fue perdonado. Pero por poco tiempo. Porque dos meses después moría de cáncer de estómago. Y sus propiedades quedaban confiscadas como bien público. El último feudal del Atlas fue un influyente personaje del Marruecos colonial que ponía y quitaba sultanes. Que amasó una enorme fortuna procedente del vasallaje. Con diezmos sobre la almendra, la aceituna y el azafrán. Y que aprovechaba los tiempos de sequía para comprar a bajo precio las tierras de los campesinos en apuros. Disponía de harenes palaciegos con bailarinas turcas. Dos de las cuales le dieron hijos. Y entre los amigos que le frecuentaban en Marrakech se encontraban Winston Churchill y Charlie Chaplin, además de Maurice Ravel.
Nadie mejor que El Glaoui para reflexionar sobre las relaciones de Occidente con los dirigentes árabes. Máxime en estos días de revueltas populares. Y de incertidumbre sobre el desenlace del levantamiento en Libia contra Gaddafi. No pretendo extender sombras sobre Churchill, pero me sorprende su amistad con aquel feudal. Que debió ser profunda, estratégica o sumamente interesada a tenor de la invitación que le cursó en 1952 para que estuviera presente en Londres en la coronación de Isabel II. Probablemente la nueva soberana no sabía en ese momento que aquel exótico invitado exigía porcentajes a las 27.000 prostitutas que por entonces ejercían su oficio en la región de Marrakech. Los experimentos de Occidente con el mundo árabe resultan a veces complicados. Fundamentalmente porque se hacen con exigencias. Y sin detener el reloj. Muy confiado debía estar el Gobierno español en 1917 cuando recurrió a Jiménez Fraud para que acogiera en la Residencia de Estudiantes al hermano menor de Abdelkrim El Jatabi. Dos años permaneció en Madrid el joven Hamed para preparar su ingreso en la Escuela de Ingeniería de Minas. Y satisfacer así el celo puesto en la operación por los ministerios de Estado y de Instrucción Pública. Nada más llegar le sustituyeron su indumentaria rifeña por un traje occidental. Pero un día retomó sus babuchas y no volvió jamás. Uniéndose a su hermano (que había estudiado leyes en Salamanca) en la guerra contra España para la emancipación del Rif. En los años que residí en el Norte de África (1985-1988) aprendí a escuchar con respeto todo tipo de opiniones sobre Occidente. Durísimas en su mayoría, sobre todo cuando concernían a España. Mi buen amigo el periodista Said Jadidi me llevó un día en Rabat ante un español docto en el arte de elaborar la chubaquía, dulce del Ramadán. Y cuando me lo presentó le pregunté que tenía que ver aquel marroquí con España. “El Cordobés pertenece a una familia andalusí instalada desde siglos atrás en Marruecos. Y que nunca ha dejado de sentirse española”, respondió. En ese momento supe que cuando saludas a un árabe (o a un bereber) estás saludando también a su orgullo. Lo demás es laberíntico. Y sorprendente. Como El Glaoui, que pasó de quitar y poner sultanes a pedir perdón postrado a otro.