Estoy sentado en el Café Reichard frente a la catedral de Colonia. Este establecimiento fue fundado en 1866, cuando aún no se habían concluido las obras del magnífico templo gótico que preside esta ciudad de Renania del Norte-Westfalia. Pero los sucesivos bombardeos sobre Colonia en la Segunda Guerra destruyeron el emplazamiento original. Con paciencia, aunque con diligencia, fue reconstruido por el arquitecto Friedrich Wilhelm Kraemer hasta recuperar su anterior aspecto. Y hoy el Reichard, además de ser uno de los cafés más singulares de Europa, es también una atalaya perfecta para contemplar al atardecer la majestuosidad de esta catedral que, con sus casi 158 metros, fue -hasta que se construyó el monumento a Washington (1884)- el edificio más alto del mundo. Alemania se prepara estos días para nuevas elecciones al Bundestag. Cuando muchos nos hemos olvidado ya de los momentos de desesperación que sufrió el año pasado Grecia en su intención de permanecer dentro de la moneda única, su dos rescates ya consumados, y uno más inevitable que se avecina, centran la atención de la discusión política que sostiene la clase dirigente alemana en su contienda por alcanzar el poder. La campaña se desarrolla con fuerza en la televisión y en los periódicos, pero se desenvuelve discreta al menos en el centro urbano de esta ciudad. Los pasquines se confunden con los reclamos publicitarios de los grandes almacenes y tiendas exclusivas que se suceden a los largo de Hohestrasse y Schildergasse, ángulo comercial. Al doctor Phillip Rösler, candidato liberal de rasgos asiáticos, alguien le ha colocado un bigote hitleriano. Y Karten Möring, postulante cristianodemócrata, se ha salvado de ello porque el cartel en el que asoma descamisado se encuentra a mayor altura. Los piratas también utilizan a Hitler como amenaza que no cesa para que los ciudadanos se identifiquen con su mensaje cibernético. Mientras que los verdes siguen con su discurso ecologista siempre tentador para quienes se sienten cansados de los dos partidos mayoritarios. Los socialdemócratas están desaparecidos, no tanto como sus homólogos españoles, pero sí al menos en estas calles. Me temo que tenemos Merkel para rato. Es jueves. Un sol templado hace grata la caída de la tarde en Colonia. Y las calles comerciales se presentan atestadas. Llevo sin venir a la ciudad más de treinta años, pero ahí siguen junto a la catedral las mismas farolas de globo que con pésimo gusto los munícipes locales implantaron por aquellos años ochenta. Las bicicletas circulan con precaución por el centro peatonal. Un organillero con chistera maneja con maestría el manubrio de su vieja caja tallada ofreciendo alegres melodías regionales. Pequeños y mayores devoran con prisa esos horribles cucuruchos de patatas fritas con salsa de tomate, o mayonesa, que se ponen a la venta a pie de calle despidiendo sus freidoras un insoportable olor a aceite vegetal. Los tenderetes de fruta de temporada ofrecen también flores de diferentes especies y variados colores, aunque predomina el blanco. Las escaleras mecánicas de la Galería Haufhof y del Karstadt suben y bajan a clientas y clientes que se detienen planta por planta para hurgar entre gangas. Y oportunidades. En la Basílica de los Santos Apóstoles una vieja talla de un Ecce-Homo recibe las plegarias de sus fieles frente a un hermoso helecho sobre el que marca distancia un conjunto de veladoras a mitad de consumo. Me complace observar con detalle en el Neumarket una peculiar escultura en bronce de Konrad Adenauer, alcalde de Colonia hasta la subida al poder de Hitler y padre de la reconstrucción alemana en la posguerra. Y ante el que se detiene una populosa familia turca de vacaciones. El patriarca, con traje oscuro y camisa blanca. Ellas indistintamente con hiyab o con el pelo suelto. Y los adolescentes y más pequeños, con camisetas del Bayern Leverkusen. Del Borussia Dortmund. Y del Barça.
En época de Tiberio, Colonia era campamento estival de cuatro legiones romanas. Pero en invierno daba acogida a dos. Aquí nació Agripina la Menor, hija de Germánico, hermana de Calígula y madre de Nerón. Y también aquí fueron proclamados emperadores Aulo Vitelio y Trajano. Durante un tiempo, y en un santuario que levantó el general Agripa, permaneció bajo custodia la espada de Julio Cesar. Fue Constantino, emperador de la Galia, quien levantó en 310 a la altura de Colonia el primer puente fijo sobre el Rin. Y en 1941, mientras se excavaba el subsuelo para la creación de un refugio antiaéreo, quedó al descubierto un espléndido mosaico con escenas de la vida de Dionisio. Desde el Café Reichard no sólo se contempla la impresionante fachada de la catedral de Colonia con sus dos agujas coronadas por florones. Sino todo un espectáculo multicolor al paso de la entrada (o salida) de visitantes. Micky y Mini Mouse reparten sus diversiones entre los niños. Tres jóvenes roqueros del grupo Riders Connection agrupan con sus altavoces a propios y extraños hasta que agentes de seguridad les advierten educadamente que aquel no es un lugar para medir decibelios. Y es entonces cuando un xilófono se hace con el fondo musical de la plaza. Donde un joven oficial romano da fe de que ésta fue también tierra imperial. La catedral de Colonia exhibe como preciado tesoro lo que aquí llaman el relicario de los Tres Reyes Magos. Consiste en un arcón triple del siglo XII envuelto en bajorrelieve de plata dorada en el que están representadas 74 figuras, entre evangelistas, apóstoles y profetas. Y a los que se suman escenas del Nuevo Testamento que contemplan el nacimiento y la pasión de Cristo. En su interior se guardan osamentas de los magos de Oriente que el emperador Barbarroja hizo traer de Roma a esta ciudad bañada por el Rin como botín de guerra tras sus campañas contra los estados libres de Italia. Y que desde entonces ha convertido a la catedral de Colonia en un importante lugar de peregrinación. La construcción de este monumental templo gótico empezó en 1248. Y no concluyó hasta 1880. Milagrosamente se salvó de la destrucción durante la Segunda Guerra, si bien hubo momentos en que los cazas aliados no pusieron reparos y llegaron a lanzar hasta catorce bombas contra sus bóvedas causando graves desperfectos. Una iluminación especial durante la contienda advertía de su presencia en una ciudad cuyo centro histórico fue arrasado por los bombardeos en un noventa por ciento de su superficie. Pero Colonia, como la mayoría de las ciudades alemanas que fueron devastadas por la guerra, fue reconstruida. Y renació desde sus escombros.
Los heinzelmännchen son duendecillos que desarrollan su vida en esta ciudad del Rin mientras duermen sus vecinos adelantándoles sus trabajos artesanales al amanecer para sorpresa de estos. Pero si son advertidos desaparecen para siempre. Eve Tharlet, joven ilustradora alsaciana formada en Berlín, recrea un viejo cuento del poeta prusiano August Kopisch sobre estas inofensivas y entrañables criaturas (*). Lo llevo junto a mi en el Café Reichard en esta tarde cálida frente a la catedral. Entre café y café, lo contemplo como literatura de ilusión en una ciudad que me es familiar. Y que me invita a disfrutarla. Dejo un momento este gran escenario. Y leo: “Los carpinteros agotan sus horas entre virutas intentando no caer rendidos. Entonces viene la tropa de duendes y presencia lo que ocurre. Toman el cincel, el hacha y la sierra a toda prisa. Aserran, perforan, golpean y seccionan, arriman el hombro cortando, escudriñando como halcones, colocando vigas…”. Al oscurecer, la ribera de Frankenwerft conforma un paisaje de luces. Entre el puente ferroviario de hierro de Hohenzollern y su vecino de Deutzer gabarras que portan minerales de carbón. Y contenedores. Surcan silenciosas las aguas del Rin. Contrasta este silencio con el estruendo que producen uno tras otros los ferrocarriles que llegan y salen de la vecina Estación Central. Y a la que acuden cada día un millar de convois de todo tipo. Desde los embarcaderos de esta parte de la ribera zarpan cruceros nocturnos que cruzan los siete puentes del río. Y también buques-disco que ofrecen en cubierta fiestas mallorquinas y de Carnaval. Un conjunto musical de nombre Red Man Hole mide sus decibelios sin que nadie les moleste. Pero rodeado de un público divertido que sigue sus movidas canciones desde un parterre en forma de cuadrilátero rectangular. En los alrededores del Fish Markt se suceden restaurantes y cafés de espectacular colorido que empiezan a abarrotarse después de las nueve de la noche. La iglesia de San Martín luce iluminada en tenuidad. Y desde las calles empedradas que le siguen surgen a la vista las dos agujas de la catedral también discretas de luz. La noche ha avanzado. Y el Café Reichard empieza a cerrar sus puertas. Permanece aún con luz el salón de té. Y su coqueto despacho de bombonería y dulces. Todavía hay turistas que detienen su paso ante la silueta catedralicia para comprobar su estampa sublime. Es la hora de los duendecillos del Rin que se dirigen a las casas de Colonia para ayudar en secreto a sus artesanos. “Pero ¡ay!, la mujer del sastre era curiosa e hizo así pasar el tiempo. Una noche esparció unos garbanzos antes de que los duendecillos llegaran sigilosos. Con prudencia alcanzaron la casa pero resbalaron por los peldaños. Intentaron mantenerse a duras penas en pie, pero cayeron al fin entre alborotos. Ella bajó al escuchar el ruido, encendió la luz y ¡zas!: huyeron todos”. Sin embargo, “¡antes de que el sastrecillo despertara, el traje del alcalde se encontraba terminado!
(*) Los duendecillos de Colonia. Kölner Dom-Spekulatius&Co. August Kopisch y Eve Tharlet. Primera edición, marzo de 2013.