Es miércoles. Y el cielo está encapotado. Llueve, pero poco. Los agricultores comentan que el agua que cae es insuficiente. Y desde Aragón, Navarra y Cataluña se da practicamente por perdida la cosecha de cereal. Pese a la lluvia, paseo por Madrid. Entro en San Francisco el Grande, que es la basílica en la que José Bonaparte pretendía instalar su salón de cortes. San Francisco en Madrid. Y el Oratorio de San Felipe Neri en Cádiz. Las dos España bajo techo de la Iglesia. Curiosa paradoja. En este templo Goya desafía a su cuñado (y protector) Francisco Bayeu. Y le desplaza para siempre tras imponerse con una obra magistral que recibe todo los parabienes de Carlos III. El sermon de San Bernardino de Siena (ante Alfonso V de Aragón). En el lienzo -terminado en 1783- el pintor aragonés se asegura un sitio para la historia con un magnífico autorretrato. Iniciativa que repite varias veces en su obra artística. He ahí La Familia de Carlos IV. Donde emula a Velázquez, que se retrató a sí mismo en Las Meninas. Bayeu se había convertido en el pintor favorito de Carlos III tras la marcha de Mengs a Roma. Y el rey le encarga un lienzo para el altar mayor de San Francisco el Grande. Pero la obra no gusta al príncipe de Asturias (después Carlos IV), que aparte de memo era medio analfabeto. “Es un bestia“, parece que dijo del bueno de Bayeu cuando se topó con La Porciúncula. Que era la obra destinada al altar mayor. Cuando Carlos III y su familia inauguraron en 1784 el templo se fueron directamente al cuadro de Goya, instalado en una capilla de su lateral izquierdo. Y ningunearon a Bayeu y a su obra, pese a presidir el altar mayor. El cuadro sin embargo no fue retirado. Y permaneció en su primitiva ubicación durante un tiempo hasta que fue realojado en el coro de la basílica. Que es donde actualmente se encuentra. El lienzo de Goya era simplemente superior. Y entre ambos pintores (y cuñados) sólo hubo rivalidad artística, porque en el fondo eran excelentes amigos. No en vano Bayeu introdujo a Goya en la corte. Le debía esta explicación a mi querida amiga Nekane Goñi, donostiarra. Y excelente compañera de viaje en ocasiones por el Madrid de los Austrias. El otro día me preguntó por la rivalidad entre Goya y Bayeu. Y tenía yo algunas lagunas. Ahora, ya documentado, se lo certifico.
Con Nekane visité ese día los frescos de Goya en la Ermita de San Antonio de la Florida, que algunos llaman la Capilla Sixtina de Madrid. Y a donde he vuelto hoy. Estas pinturas al fresco constituyen una obra maestra. No sólo por su avanzada técnica, sino por la combinación de colores y la expresividad de cada personaje, además de la asombrosa (y prematura) presencia de estilos con los que el pintor se adelanta a su propio tiempo. Goya presenta de una manera revolucionaria el Milagro de San Antonio. En el que el santo resucita a un hombre asesinado para que revele ante el pueblo la inocencia de otro al que se creee culpable. Todo ello rodeado de un ambiente festivo, profano y castizo. Con personajes de la pradera de San Isidro. Y del Madrid de las tabernas y los mercados. Que se asoman a una barandilla configurando una mezcla mágica de arte y tradición, en la que el pintor -ya sordo- se reserva un pequeño espacio para anunciar sus pinturas negras. La directora de La Voz de Cádiz, Lalia González-Santiago, me pidió recientemente un artículo sobre los 200 años de la Constitución de 1812. Y lo centré en Goya, razonando que con Los desastres de la guerra irrumpe en el pintor aragonés un excelente periodista que registra en aguafuerte el horror causado por la invasión napoleónica. Y la sangre que corrió después en España por la derogación de la carta. Picasso se transforma también en periodista cuando nos cuenta a través del Guernica el dolor que provoca la destrucción. Y la muerte por exterminio. Como periodista es igualmente el escultor Julio González. Que hace del hierro su grito de libertad: La Monserrat. Pieza que desde 1937 se encuentra en el Museo Stedelijk de Amsterdam. Y que concibo mitad Picasso, mitad Goya. Existe estos días en Madrid un debate ante el temor de que las redes sociales adulteren la pureza del periodismo. Y acabe con la prensa escrita. Prefiero ignorar a quienes vaticinan malos augurios con palabras alocadas. Y pienso que -como en tiempos de Goya- el periodismo consiste en contar lo que ocurre sin mentir. Y mediante la grafía, que es también arte plástica. En el pasado. Y en el presente. Con dinero, y sin dinero. Lo hicieron Julio Cesar. El Rey Sabio. Bernal Díaz del Castillo. Goya. Julio González. O Picasso. Y lo hacen Soledad Gallego-Díaz. Jon Lee Anderson. Miguel Ángel Aguilar. Mayte Carrasco. El Roto. Enric González. Gervasio Sánchez. O Enrique Meneses. Entre otros. Y siempre.
Cuando llueve la gente busca refugio en las tabernas. Lo he comprobado en mi largo paseo de hoy, aunque ayudado por el transporte público. La Florida. San Francisco el Grande. Atocha. Y la plaza de Santa Ana. Pese a todo el tiempo que llevo residiendo en Madrid no conocía Bodegas Rosell, en la calle General Lacy. Muy cerca de la estación de Atocha. Es la clásica taberna de principios del siglo XX, que nació como despacho de vinos de Valdepeñas y que se ha ido acomodando a los tiempos sin perder su identidad. En su fachada lucen azulejos del pintor ceramista Alfonso Romero Mesa. Un artista nacido en Montellano. Y que se instaló en Madrid tras aprender el oficio en las alfarerías de Triana, dejando a su muerte (1941) importante obra repartida por la ciudad. De sus pinceles salieron los azulejos de Villa-Rosa, en la calle Nuñéz de Arce. Los Gabrieles, en la de Echegaray. Y La Alhambra, en la calle de la Victoria. El casticismo de Madrid tuvo su época más relevante (y hasta ilustrada) con Goya, pero no se dejó pisotear por otras corrientes. Y ha llegado hasta hoy, aunque de otra guisa. En las mesas del comedor de Bodegas Rosell podrían estar perfectamente almorzando unas gachas manchegas la trinidad de la copla. Quintero. León. Y Quiroga. Esperando al maestro Guerrero, que está a punto de llegar a Atocha en un expreso con retraso procedente de Cádiz. O Ramón Gómez de la Serna en una de sus primeras citas con Colombine. Periodistas. Ferroviarios. Poetas desesperados. Un subalterno de Nicanor Villalta. Y otro de El Gallo. Boxeadores. Loteros. Y serenos gallegos. Geraldine Chaplin. Di Stéfano. Y Enrique Tierno. Un artista del Price. Y la troupe de Manolo Caracol a la vuelta de una gira. En Bodegas Rosell cabe todo el Siglo XX madrileño, menos un ministro de Franco. Un clérigo con sotana. Y un marqués del Barrio de Salamanca. Como en Casa Alberto cabe todo el Siglo XIX. Enlazando el Madrid goyesco con el de las zarzuelas. Los azucarillos. Y el aguardiente. El chato de vino, el huevo duro y la tira de bacalao. Casa Alberto fue fundada en 1827, un año antes de que falleciera Goya en Burdeos. Y todavía en vida del Rey felón. Está en la calle de las Huertas. Con su mostrador de librillo de zinc. Un manómetro para fabricar agua de Selz. Y la viejas taquillas para la clá de los teatros que se agrupaban en torno a la plaza de Santa Ana. Los boletos de clá llevaban descuento porque quienes lo adquirían se comprometían a aplaudir la función al antojo del empresario. Pero quizás lo más llamativo de esta taberna es que está ubicada en los bajos de la casa donde Cervantes escribió la segunda parte de El Quijote y Los trabajos de Persiles y Segismunda, así como el final de Viaje al Parnaso. Llueve, pero poco. El cielo está encapotado. Y es miércoles. Me sorprende lo que se puede aprender en Madrid en un día como éste.