Agatha Christie escribió en 1934 Asesinato en el Orient Express, novela que cuarenta años más tarde fue magistralmente llevada al cine por el director Sidney Lunet. Tengo a cada protagonista de esta cinta grabado en la retina, especialmente al detective Hércules Poirot (Albert Finney), pero el papel encarnado por el conductor del coche-cama siempre me ha transportado al mundo de los ferrocarriles, especialmente a aquellos trenes nocturnos que -al menos en España- ya son contados. Aunque diferentes. Modernizados para la alta velocidad. Quien dio vida en la pantalla a aquel elegante conductor uniformado de nombre Pierre Michel fue el actor francés Jean-Pierre Casel. Discreto –llave maestra en mano, reloj colgado al bolsillo-, siempre pendiente de sus pasajeros, me ha devuelto a los tiempos en que viajaba en los vagones azules de la Compañía Internacional de Coches Camas, la Wagons Lits. Eran coches con compartimentos individuales que enganchaban a la cola de los expresos despidiendo vapor. Y que unían Madrid (o viceversa) con las principales capitales españolas a través de la vieja red de ferrocarriles. Coches azules con el distintivo en bronce de la Wagons Lits a cada costado que eran toda una invitación a la fantasía. A veces creía encontrame en el Orient Express. Otras en el Transiberiano. Pero la realidad resultaba bien distinta cuando, ya de madrugada, se detenían ruidosamente en aquellos nudos ferroviarios de esa ya lejana España. De estaciones legendarias. Con sus cantinas siempre abiertas. Alcazar de San Juan. Miranda de Ebro. Venta de Baños. Alsasua.
De niño, cuando acudía a la Estación de Cádiz, solía acercarme a aquellos vagones azules para tocar con mis dedos sus dos leones rampantes. Y cuando ya de mayor subí al primero de ellos -creo recordar que en un trayecto al Norte- fue como cumplir un sueño. Que años más tarde -suprimidos aquellos expresos tirados por locomotoras a diesel– me condujo a leer en profundidad sobre ellos, viajando a sus inicios cuando el belga George Nagelmackers -impresionado por los Pulmman estadounidenses- importó la idea a Europa creando en 1872 la Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens. Once años después nacía el Orient Express, que enlazaba Paris con la costa turca de Europa tres veces por semana en cada sentido. El convoy incluía inicialmente un coche–restaurante y otro con compartimentos con camas plegables, pero el desplazamiento -cuatro días de viaje- era ya de por sí una odisea. Partía de la Estación del Este de Paris, se detenía en Estrasburgo, Munich, Viena, Budapest y Bucarest, hasta llegar a la ciudad rumana de Giurgiu, puerto fluvial del Danubio. Allí los pasajeros cruzaban el río en un vapor hasta la vecina Ruse -ya en Bulgaria-, desde donde otro tren los trasladaba a Varna, ya en el mar Negro. El trayecto final lo hacían en una transbodador austrohúngaro de Varna a Constantinopla (desde 1930 Estambul), en donde rendían viaje tras cruzar los Dárdanelos en dirección al Bósforo. La línea fue mejorando al paso de los años, de manera que en 1889 viajar de Paris a Constantinopla era ya posible sin tener que bajar del tren.
Junto al Orient Express surgieron en el último tercio del XIX otras líneas explotadas por la Wagons Lits con salida desde Paris. El Nord Express, que llegaba a San Petesburgo. El Sud Express, que enlazaba la capital francesa con Lisboa, atravesando España. El Blue Train, con destino a Calais, vía Reino Unido. O el Transiberiano Express, ya a principios del XX, que permitía viajar de Moscú a la frontera china. Los vagones azules de la Wagons Lits han generado mucha literatura, pero también historias reales, no exentas de imaginación. Diecinueve novelas -entre ellas la de Agatha Christie- se desarrollan en el Orient Express, además de seis películas. También existe un juego de ordenador basado en aquel asesinato esclarecido por Poirot. Pero la realidad supera a la ficción porque esos vagones preferidos por reyes, pachás, aristócratas y millonarios de todos los continentes llenaron de tinta también los periódicos del momento. La Wagons Lits recomendaba a los caballeros portar revólver, lo que no sirvió para nada en 1891 cuando unos ladrones asaltaron el tren apoderándose de un botín de 40.000 libras. Otra vez el Orient Express quedó bloqueado cinco días por la nieve, tirándose al monte armados sus operarios en busca de bocado en los lobos para el pasaje, en medio del frio y ya sin carbón en las estufas. Dicen también que una nevada -tal vez ésta misma- sorprendió en el coche-restaurante al príncipe heredero Carol de Rumanía (después rey) con su amante Elena Lupescu cuando iniciaban la fuga de amor que les llevó al exilio. También fue un asiduo del tren el rey Boris de Yugoslavia, que gozaba conduciendo la locomotora. O Leopoldo de Bélgica, que hizo el viaje inaugural acompañado de una amiga. Fue en un coche de la Wagons Lits donde se firmó el armisticio de 1918 que ponía fin a la Primera Guerra, pero el vagon -adquirido después por Alemania como recuerdo histórico- fue destruido en 1945 por las SS a instancias de Hitler. Tal vez habrán ocurrido muchos más episodios. Incluso secretos. Pero ya no tenemos a Aghata Christie para recrearlos.