No soy partidario de conmemorar con boato momentos históricos a modo de centenarios porque podemos incurrir en el folclore nacional. Y menos aún guerras, o en su lugar, determinadas batallas. Hace cuatro años, Bono (no el cantante), a la sazón ministro de Defensa, presidió en Cádiz un desfile trinacional (España, Francia y Reino Unido) con ocasión del bicentenario de Trafalgar, batalla naval (casi 5.000 muertos) que sostuvieron la flota de Nelson y una escuadra combinada francoespañola, con victoria -pese a que le costó la vida- del almirante inglés. Hubo discursos, homenaje a los caídos, presencia de embajadores de los tres paises en las tribunas, campanas que doblaban en las dos catedrales de la provincia, familiares remotos de las víctimas en primera fila, colorido de uniformes militares, y el desplazamiento del portaeronaves Príncipe de Asturias, con una flotilla de escolta -eso sí, también trinacional-, al que fuera teatro de operaciones de la contienda con un sacerdote castrense a bordo para oficiar un responso en memoria de las víctimas. Si quieren saber mi opinión, esa efemérides -porque no es otra cosa- yo la hubiera saldado con una sencilla ceremonia cívica de recuerdo y un gran debate de ideas para que desastres de este tipo jamás vuelvan a repetirse en nuestra historia.
Escribo esta reflexión a tenor de los bicentenarios que nos acechan. El año pasado conmemoramos el del inicio de la Guerra de la Independencia (2 de mayo), con actos solemnes en Madrid y Móstoles, y una serie de ficción, de muy baja calidad, que emitió Telemadrid sobre los primeros momentos históricos de la invasión francesa, amén de la película de Garci, sobre la que prefiero no hacer comentarios. Ahora en julio. algunos paises americanos se disponen a iniciar el bicentenario del grito libertador de sus próceres, que no fueron otros que criollos, mestizos y peninsulares descontentos que sostuvieron una guerra de trece años contra la metrópoli y Fernando VII, el Rey felón que abolió la Constitución de Cádiz. Y cuya conmemoración, prevista para 2012, es la única que a mi juicio tiene justificación intelectual dentro de España, puesto que las independencias americanas -con sus luces y sus sombras- son de exclusiva celebración de esos paises. Tan exclusivas como sus propias soberanías.
Sin embargo, quiero ir más allá en cuanto a la Constitución de Cádiz, que representó un hito como adelantada de los tiempos, ya que sentó las bases del Estado moderno y fue referente de las nuevas naciones americanas y de otras ya arraigadas de la vieja Europa. La Constitución de 1812, que Fernando VII aplastó dos veces -la segunda con ayuda de los Cien Mil hijos de San Luis-, no deja de ser un texto desgraciado dada su escasa vigencia y sus continuas interrupciones, pero de ella nacieron brotes verdes para la posteridad. Por eso espero que este último bicentenario de 1812, el único que podemos compartir sin diferencias de fondo con las repúblicas hermanas, lo recibamos con un gran debate de ideas sobre la modernización de nuestra sociedad, desde la diversidad y el respeto, más que con salvas de ordenanzas, gastos innecesarios y algún que otro boato rancio de los que nos acostumbran algunos políticos de denso parlamento. Pienso que si los españoles nos hubiéramos afrancesado con todas las de la ley, e incluso también hubiéramos deseado con menos vehemencia a ese monarca inepto y traidor que fue Fernando VII, este país habría evitado tres guerras carlistas, una Reina promiscua que terminó destronada y muchos de los desastres nacionales con sangre que nos ha deparado la historia en los últimos dos siglos. O tal vez no, pero a mi me hace ilusión creer que sí.
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