Osados espías

Durante el reinado de los Austria existió la figura del Espía Mayor del Reino. Que no debe confundirse con el Superintendente de las correspondencias secretas. Aunque tuvieran fines complementarios. De los menesteres del Espía Mayor poco hay escrito en las crónicas de la Corte porque se supone debía ser persona desconocida. Uno de ellos fue Gaspar de Bonifaz, caballero de la Orden de Calatrava y corregidor de Córdoba, que dejó correspondencia epistolar con el que era su agente en Barcelona, el capitán Juan de Torres. Las cartas corresponden al periodo comprendido entre 1632 y 1638, cuando en España reinaba Felipe IV, conocido como el Rey Planeta. Y sólo unos años antes de la Guerra dels Segadors, con lo que sobra contar de lo que trataban. Debió de ser muy poco discreto el tal Bonifaz. Porque alternaba su función secreta con sus dotes caballerescas en el arte de torear. Contando entre sus seguidores al propio rey, que llegó a encargarle la inalcanzable acometida de devolver la navegabilidad al Guadalquivir entre Sevilla y Córdoba. A Bonifaz lo dejó registrado Quevedo para la posteridad a modo de sátira. Por aquello de su arrojo taurino. Diferente es el caso del clérigo Manuel de Sobral y Bárcena, capellán del Hospital de San Carlos, en la Isla de León (Cádiz), al inicio de la Guerra de la Independencia. Sobral -que residía en Puerto Real– se ganó la confianza del mariscal (Claude Perrin) Víctor, duque de Belluno, de quien obtenía información de sus tropas que pasaba luego a los sitiados de Cádiz mediante el sistema de alfabeto desordenado. Debieron ser tan útiles sus servicios que le encomendaron -gracias a su relación con los franceses- la liberación de Fernando VII en Valençay, que intentó sin éxito. Pero que le reportó una medalla pensionada. Que lució (y disfrutó) para la posteridad prendida en su sotana al tiempo que ostentaba una canonjía en la colegiata de Jerez de la Frontera.

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De los espías pintorecos que ha dado la historia de España el que se lleva la palma es el barcelonés Domingo Badía y Leblich, contemporáneo al canónigo Sobral. Y servidor de Carlos IV a través del favorito Godoy. Curiosa historia la de Badía, hijo de un funcionario público destinado en Cuevas de Almanzora (Almería). Donde con sólo 14 años aprende sus primeras palabras en árabe. Hurgando para ello en el pasado morisco de la comarca. Lo que amplía luego en Córdoba, ciudad en la que empieza a trabajar como administrador de Rentas de Tabacos. Con un conocimiento elemental de la lengua, se ofrece a Godoy para iniciar una expedición a África que aporte beneficios a España. Que el válido considera vital para sus planes anexionistas sobre Marruecos. Cruzó el Estrecho por Tarifa, después de una travesía en barco de Londres a Cádiz, donde desembarca ya circuncidado, vestido a la usanza árabe y poblado de una amplia barba. Para presentarse en Tánger días después bajo la identidad de Ali Bey, descendiente de los Abasidas y por tanto de un tío del Profeta. Miembro de una familia siria errante que tuvo que refugiarse en Europa perseguida por los otomanos. De ahí su educación occidental. Representa Badía tan a la perfección su papel que el sultán Mulay Solimán Ben Mohamed no sólo le ofrece hospitalidad sino que le brinda su amistad. Recibe como regalo una casa y una quinta cerca de Marrakech, además de dos mujeres -una blanca y otra negra- del haren imperial.  Ali Bey pasaba sus primeros informes a través de un agente español de la Secretaría de Guerra residente en Mogador, hoy Essauira. Y entonces puerto atlántico desde el que Marruecos proporcionaba a Occidente las mercancías de las caravanas.

Pero levantó desconfianzas en ambos lados. Entre los españoles por la sospechosa lluvia de favores que recibió del sultán. Y entre los gobernadores de Marrakech y Mogador porque los engaños no suelen durar demasiado. Así que emprendió un viaje hacia Oriente por el norte de África que le permitió alejarse del sultán. Ya a punto de desenmascararle. Recorrió Turquía, Egipto, Tierra Santa y  la penísula arábiga, siendo uno de los primeros cristianos en la historia que pisó La Meca. Tras el boloñés Ludovico di Vartema, el portugués Pêro de Covilha -ambos en el siglo XVI- y el cautivo inglés Joseph Pitts, ya en el XVII. Carlos IV, entonces entregado a Napoleón, le exigió regresar a España. Temeroso de que sus excentricidades pudieran poner en riesgo el equilibrio internacional. Y por indicación del emperador pasó a depender de su hermano José I. Regresando a Córdoba, esta vez como prefecto de la ciudad ocupada. Como afrancesado que era, tuvo que dejar España terminada la Guerra de la Independencia. Pero ya en Paris preparó una nueva aventura desde Constantinopla, esta vez con el beneplácito de Luis XVIII. Que le proporcionó fondos para su empeño. No era ya Ali Bey, sino Ali Otman. Pero aquello no llegó a buen fin, porque el 1 de septiembre de 1818 moría en extrañas circunstancias en Zarqa, en el norte de lo que es hoy Jordania. Fue supuestamente envenenado cuando compartía una taza de café con un pachá al que había cautivado con sus conocimientos. Pero en realidad cayó en la red de un compló tejido por el espionaje británico. Dicen que por delación de Fernando VII, que nunca le perdonó su afrancesamiento. Badía era un hombre eminentemente culto, con conocimientos de aerostación y de diferentes ciencias, lo que le ayudó en sus atrevidas incursiones a un mundo todavía vetado para Occidente. Hay quien le señala ambicioso. Mitad altruista, mitad quijote. No en vano se piensa que pretendía regresar a Marruecos. Con la idea de encabezar una revuelta contra el sultán para quitarle el trono. Una taza de café acabó con su gloria.